Solo un beso para caer a los pies de una dama (Los irresistibles Trevelyan 4)

Nuria Rivera

Fragmento

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Prólogo

Londres, marzo de 1819

Christopher Trevelyan miraba a través de los ventanales del despacho de su padre, sin ver en realidad la explosión de colorido de las diversas rosas que su madre cultivaba. Tenía la vista perdida, anclada en un punto fijo, casi en un confín del jardín, como si fuera la nada.

Parecía un reo al que acababan de dictar sentencia y aguardaba sin esperanza para subir al cadalso.

Nunca había sido un hombre capaz de jugarse su fortuna, ni de meterse en líos que mancharan su reputación o la de su familia. Pero tenía que reconocer que había sido enamoradizo, aunque también, cuando la ilusión se le pasaba, ponía fin a la aventura para no confundir a la dama. Había confiado en que ellas lo entenderían, era un juego entre dos, hasta que uno no quería jugar más. Pero esta vez se le había ido de las manos. Aquel desliz era lo que lo tenía en jaque.

Había mantenido un pequeño idilio con una dama que le dijo que era viuda; sin embargo, no era cierto. Al saber que estaba casada, nada menos que con un lord de la Cámara, la abandonó. Lo decente era ahorrarle el escarnio público si llegaba a saberse que era su amante y, al marido, la vergüenza de haber sido burlado y tener una mujer adúltera. Al dejarla evitó que el agraviado esposo pretendiera retarlo a duelo para salvar su honor y el de su esposa. Sin embargo, a la dama parecía no importarle nada de aquello y continuaba buscándolo, ante la creencia delirante de que él estaba enamorado de ella. Idea contra la que no le quedaban argumentos para luchar. Por esa razón llegó a poner tierra de por medio con la mujer, que no se resignaba a su ruptura.

Pero ninguna de sus estrategias para alejarse y que ella lo olvidara habían servido. Nora, lady Liddel, era su peor pesadilla. Lo seguía, lo acosaba, se colaba en su carruaje, lo buscaba… y su descaro había sido tan intenso que al final el esposo había tomado cartas en el asunto. La amenazó con acusarla de adúltera y con el consecuente divorcio, lo que significaba el suicidio social para Nora.

Ella parecía haber perdido el juicio y la decencia, nada le importaba. Lord Liddel quería una compensación, o al menos una satisfacción que pasara por un duelo, como resarcimiento por haber sido engañado. Pero, a pesar de que Christopher declaraba, por activa y por pasiva, que ni tenía, ni quería nada con su esposa, en aquellos momentos la situación se había hecho tan insostenible que tanto su abuelo, el duque de Gilberston, como su padre, lord Arthur Trevelyan, habían intervenido y mediado en el conflicto.

Pero la decisión que acordaron no era lo que hubiera deseado. El ultrajado esposo expuso sus condiciones tras ser indemnizado económicamente por haber sido burlado: ella sería enviada al campo, pero él debería casarse y no volver a contactar con ella.

Christopher no deseaba volver a hacerlo. A pesar de que no le gustaba que lo condicionaran, reconocía que no debió tener un romance con la mujer de otro, ignorar aquel dato no le eximía de su responsabilidad y aceptó el trato.

Con la mandíbula apretada se alejó del ventanal y se sentó frente al escritorio, tras el que se encontraba su padre, observándolo.

—¿Qué le pasará a lady Liddel? —preguntó.

—En el campo se recuperará. Es mejor un destierro que un divorcio y él la buscará cuando necesite un heredero —sentenció su padre.

En el fondo sentía lástima por Nora. Su idilio no había sido tan intenso como todos pensaban, pero sí que habían sido amantes. Ella buscaba una distracción ante el abandono de su marido, para llamar su atención. Pero había enfermado en el proceso.

Se llevó las manos a la cabeza y se echó el cabello hacia atrás, un gesto que tenía arraigado y que sin darse cuenta realizaba cuando se sentía turbado.

—¿Entonces tengo tiempo hasta el verano?

—Es lo acordado con el duque, la familia no quiere ningún escándalo —dijo su padre con cautela, y comprensivo añadió—: Aprovecha tu viaje, hijo, y a tu regreso busca una buena esposa.

Había dado su palabra, aceptaba casarse, y la palabra era lo más sagrado que tenía un Trevelyan. Aunque aún no sabía quién sería la afortunada. Le quedaban tres meses de libertad y pensaba aprovecharlos.

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Capítulo 1

Edimburgo, dos meses después.

Los jinetes cabalgaban por los senderos de la colina de Calton Hill como si su vida dependiera de aquella carrera. Tres caballos, dos de color canela y uno negro azabache. Tres rivales, tres amigos que competían por el puro placer de una apuesta.

—¡Más brío! —gritó Christopher Trevelyan mientras espoleaba al caballo y este respondía con vigor. Al instante superó con soltura a sus contrincantes y llegaba al punto señalado, a la vez que soltaba las riendas del negro corcel y levantaba las manos, colocándolas en cruz, en señal de su triunfo.

La victoria la obtenía el primero en dar la vuelta al monumento de Nelson, construido en honor del vicealmirante tras su victoria en la batalla de Trafalgar, donde había encontrado la muerte y donde se había convertido en uno de los héroes de Gran Bretaña durante las guerras napoleónicas.

Otro de aquellos héroes de la guerra había sido su primo Jared, bastantes años después de aquella batalla, y también en el mar, pero Christopher no alardeaba de ello.

Tras el vigor de la carrera, los caballos serenaron su paso hasta detenerse, entonces los tres amigos descabalgaron.

—Tienes un excelente corcel —alabó el mayor de los tres—. ¿Estás seguro de que no quieres vendérmelo?

—Anderson es insistente —avisó Evan, el hermano del primero y su mejor amigo.

Christopher cogió a ambos hermanos por los hombros y bromeó.

—Si queréis un semental tan bueno como el mío, puedo presentaros a mi primo Jared, cría los mejores. Hace poco que ha comenzado un próspero negocio y los Mackay sois buenos banqueros, seguro que llegáis a un buen acuerdo.

—Tendremos que visitarlo algún día —respondió Anderson. Luego, este miró a Evan y Chris intuyó que la invitación a la cabalgada había sido una excusa. Los hermanos tramaban algo e imaginaba el qué. Deshizo el amigable abrazo y los tres se sentaron cerca del monumento. Anderson continuó sin preámbulo—: ¿Vas a aceptar la propuesta de mi padre?

Hacía dos meses que Christopher se había ido de su propia casa. Era la única forma de no caer en la provocación y limpiar su nombre de la indecencia, le había dicho su abuelo, el duque de Gilberston, y no opinaba lo contrario. Lo peor con lo que podía encontrarse un hombre era con una mujer desquiciada que lo acosaba; sobre todo si esta había perdido la decencia y la cordura.

Habría preferido que las cosas hubiesen sido de otra manera, que lady Liddel hubiese aceptado la ruptura y él no tuviera que alejarse de su trabajo, de su familia y de su vida. Podía entender al burlado esposo y, en s

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