Bajo el mismo techo (Juntos y revueltos 3)

Eleanor Rigby

Fragmento

bajo_el_mismo_techo-4

Capítulo 1

El hombre de la personalidad múltiple

Susana

Bajo las escaleras que dan al portal con un sigilo que ya le gustaría a Catwoman. La música de saxofón que sonaba en La Pantera Rosa me acompaña en mi silenciosa huida. Miro a un lado y a otro. No parece que haya moros en la costa o, en su defecto, vecinos cotillas. Con cuidado de no emitir el menor sonido con mis stilettos nuevos, un caprichito de cincuenta y nueve con noventa y nueve en las rebajas del Rastro, camino muy despacio hacia la puerta.

Un cosquilleo tan emocionado como incrédulo me sube por el estómago. No me puedo creer que vaya a conseguirlo. Mi destino está cada vez más cerca. Solo un paso más, solo girar la manija, solo empujar la puerta y estaré en la calle, fuera de la zona de peligro.

Una sonrisa de genuina ilusión se dibuja en mis labios cuando estiro el brazo hacia la manija. Estoy preparada para chillar «libertad», cuando...

—¿A dónde te crees que vas?

Cierro los ojos y mascullo una serie de palabrotas para mis adentros; palabrotas que no pienso reproducir porque, primero, soy una señorita, y, segundo, porque debo empezar a reprimir mis juramentos. Mi hijo lleva unos días haciendo gala de un vocabulario atroz y no quiero ser yo la causante de que lo expulsen del colegio. Ni de que me echen a mí del AMPA. Los descuentos en material escolar son estupendos.

Toda la tensión que me encoge el cuerpo desaparece después de un largo suspiro resignado. Me doy la vuelta y arqueo una ceja inquisitiva —como si no supiera qué demonios quieren— en dirección al grupo de personas que me observan de brazos cruzados.

No son tantos los que esta vez van a hacerme sentir una cerda sin sentimientos por no llamar a sus timbres con el objetivo de narrar mis aventuras nocturnas. Solo Tamara, la mexicana del 4.° B que lleva un catering de comidas; Virtudes Navas, la escritora romántico-erótica del momento con aspecto de abuelita —con el pelo teñido de verde, ojo—, y Edu, el peluquero con el que cometí el error de hacer buenas migas.

A veces me pregunto por qué no me eché unos colegas mudos. 

—Tengo una reunión en veinte minutos con el jefe de estudios. Supongo que querrá comentar algo sobre el bajo rendimiento de Eric; ha sacado unas notas muy por debajo de sus capacidades en las pruebas iniciales de la semana pasada —me explico, fantaseando inútilmente con que este grupo de fieras, sediento de jugosas historietas para mayores de dieciocho, me deja cruzar el umbral. 

Cuando se hacen los ofendidos por no describir al detalle mis experiencias parranderas soy consciente de que no me importaría, de hecho, cruzar cualquier umbral.

Incluido el de la muerte.

—E ibas a hacer eso sin chismearnos lo que pasó anoche en el bar —infiere Tamara, a la que se le da mucho mejor que a mí enarcar la ceja de la indignación.

—Vaya por Dios. Creía que lo bueno de salir con Eduardo era que me ahorraba tener que dar explicaciones; ya las daba él por mí al día siguiente, y con mucha más gracia. 

—Cariño, yo solo puedo hablar de lo que vi, y sé que me perdí algunas cosas. Anoche estuviste un ratito dando vueltas sin este servidor y luego apareciste enfadadísima y con el pintalabios corrido. No me cuesta imaginar qué estuviste haciendo, marrana —me acusa él—, pero quiero detalles. 

Doy unos golpecitos impacientes en el suelo con la punta de los tacones.

—¿No tenéis que trabajar? —pregunto en un tono engañosamente dulce.

—Es justo lo que estoy haciendo ahora mismo. —Virtudes se encoge de hombros—. Me nutro de las historias de los demás para escribir las mías. Todo lo que cuentes me vendrá de maravilla para inspirarme.

Inspirarse, dice; en realidad, lo que hace es tomar la historia literal de alguno de los vecinos del edificio, modificar un poco los nombres y plasmarla en su documento de Word.

Esta señora tiene más cara que espalda. Lo demuestra que, hasta el momento, haya escrito un apasionado romance gay entre Edu y su expareja y otro entre mi ex el político y yo... Entre otras muchas víctimas. Este verano hemos disfrutado de una tregua porque se ha entretenido escribiendo relatos eróticos para sus antologías, que ahora están muy de moda y le permiten andar en contacto con otras escritoras, e incluso dando charlas y participando en revistas feministas, pero ya debería haber sabido que se nos acabaría el chollo bien rapidito. Virtudes Navas es incansable, y en este edificio vive demasiada gente cool para desaprovechar la oportunidad de relatar sus experiencias vitales para el público mainstream.

Todo el mundo se siente amenazado. Tenemos pesadillas con que nuestra vida amorosa se convierte en un best seller. ¿Quién será, al final, el elegido como próximo protagonista? ¿Ambientará la novela en los años veinte, como hizo con la mía, y así poder llamar Suzanne a una prostituta del Barrio Francés de Nueva Orleans? ¿En un mundo de fantasía donde lo «enfermizo» es ser heterosexual, como la de Edu y su ex Akira? ¿O en la época vikinga, como la de la parejita que acaba de abandonar el ático para mudarse a un edificio de las afueras, ese ático donde ahora se está poniendo una clínica de psicología?

Me alegro de lo de la clínica, por cierto. Aquí hay mucho enfermo, y con «aquí» me refiero al cuadrante del portal. A ninguno de estos tres les vendría nada mal una horita semanal de diván.

—Hasta las doce no tengo que hacer la entrega —responde Tamara, devolviéndome al momento presente con su impaciencia. 

—Yo no tengo cita en la peluquería hasta las diez —hace lo propio Edu—. Y con esto quiero decir que tengo veinte minutos para enterarme de dónde te metiste cuando te perdí anoche. O dónde te lo metieron —apostilla con cara de tra­vieso.

En otras circunstancias les habría dado una respuesta mordaz para posteriormente hacer bomba de humo. Llevo desde los dieciséis años sin dar explicaciones a nadie, si es que alguna vez las di —o alguna vez me las pidieron—, y la gente de este sitio se comporta como si tuviera algún derecho sobre mí. Lo demuestra que se hayan agazapado junto a los buzones para cernirse sobre mi persona al tratar de escabullirme. Pero los vecinos del número trece de la calle Julio Cortázar son los puñeteros paparazzi con los que Naomi Campbell tendría problemas legales: no los puedes evitar, y como lo intentes, fijo que acabas en los tribunales porque saben cómo victimizarse.

Y lo que saben aún mejor es cómo meterse en tus asuntos casi sin que te enteres.

Lo peor no es su maña como metomentodos, sino que, cuando por fin has encontrado las fuerzas para esquivarlos, te sientes peor que el diablo. Te dan penilla. A fin de cue

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos