El jardín secreto de Blackmoor Hill (Nobles al desnudo 5)

S. F. Tale

Fragmento

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Prólogo

Chillingham, 1889

Aquella tarde de primavera los colores del crepúsculo teñían las nubes que recorrían el cielo con rosas y morados, colores vivos que mantenían las esperanzas de las tres mujeres que se habían reunido para ultimar el asunto que tenían entre manos.

—Ella va a viajar a Northumberlan —aclaró la de mayor edad, lady Darrow.

—¡Muy buena noticia! —Asentía lady Susan con lentitud—. ¿Cómo conseguiste que viniera?

—Por lo que me contó mi sobrino, sir Blackstone, la niña necesita poner tierra de por medio. Es hasta donde puedo leer.

—Mientras que esté receptiva al amor, todo va bien —declaró lady Violet, la más joven del grupo.

—¿Qué sabemos de tu hijo? ¿Sospecha algo? —se interesó lady Susan.

—¡No! —Lady Violet Gray hizo un gesto con la mano restándole importancia a aquel comentario—. Pobre alma, no sabe lo que le espera.

—Perfecto, entonces. —Lady Susan alzó su copita de jerez—. Si nuestro plan sale bien, cogeremos una melopea histórica.

—¿Hay que emborracharse? —preguntó Moira, nombre de pila de lady Darrow.

—Más vale morir llena que vacía y seca —sentenció lady Susan—. ¡Que comience el juego!

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Capítulo 1

Varios días después

«La vida es como ese dibujo que toma forma poco a poco a medida que los trazos pasan de ser confusos a convertirse en elegantes líneas ordenadas que componen la imagen nítida que queremos. Lo que no se ve a simple vista, las tachaduras y los borrones quedan olvidados bajo la capa de color con que las pintamos, mas ahí permanecen, ya que al final, cuando creemos que está completado, lo observamos y comprobamos que cada trazo, hasta el más amargo o doloroso, ha dado forma a algo tan etéreo como es la felicidad». Aquello lo meditaba Cat Blackstone con la mirada perdida en los extensos páramos que pasaban a través de la ventanilla del carruaje en su camino de Wooler a Chillingham, el pueblo donde su tía abuela, Moira Darrow, vivía y en el que iba a pasar los siguientes meses. Era una oportunidad para ella misma, para cerrar heridas y dejar de sentir. Eso último era su meta, cerrarse a cualquier tipo de sentimiento, sobre todo al amor.

Desde que había decidido hacer aquel viaje, desde que había bajado del tren junto a Frederick, uno de los perros de su padre, no había añorado Londres. Al contrario, en esa espesura verde estaba segura de que hallaría la tranquilidad que requería su alma, pues, a veces, la distancia enfriaba la ira del corazón que en Londres no conseguía aliviar. Esa fue una de las razones que la empujaron a emprender esa aventura para acompañar a su tía abuela cuando precisó su presencia en Northumberland. No lo dudó ni por un segundo. Pocas veces había visto a esa mujer, las suficientes para guardarle un cariño especial, pues era la única hermana de su abuela paterna. Fue ese carácter indómito heredado de su madre, Josephine Blackstone, el que la empujó a cruzar casi todo el país. No le importaba lo que le podía tener deparado ese condado que limitaba con Escocia, no le importaba si echaba de menos a su familia de la cual no se había separado jamás, solo precisaba recomponer su alma y vaciar su mente. Allí, alejada de todo, lo lograría.

A medida que en el horizonte el azul celestial y el verde terrenal se unían, mientras acariciaba con cadencia el pelaje del animal, barruntaba en todo lo que podría hacer apartada como estaba de la civilización, algo que no le importaba, ya que siempre se había sentido más a gusto en Pluckley, el pueblo de su padre, que en Londres, así que Chillingham iba a proporcionarle mil y una posibilidades. Estaba convencida.

Centrada en el paisaje no oía los suspiros de la joven doncella que la acompañaba, que, según le dijo, lady Darrow la había contratado especialmente para su estancia en el pueblo. De pronto, el páramo que tenía en sus ojos fue mostrando una gran elevación ondulada que rompía por completo el paisaje casi monótono. Se echó hacia delante para observar mejor, le resultó muy parecido al cuerpo de una mujer tumbado de lado y las nubes blancas, otras grises, que la sobrevolaban iban proyectando sus sombras sobre ella, lo que le confería una apariencia más misteriosa.

—¿Y esa montaña? —le preguntó a la muchacha sin mirarla.

—No es una montaña, señorita Blackstone; es la colina de Blackmoor Hill.

«Vaya, Blackmoor, como Blackstone», pensó en aquella extraña asociación.

—En un lado de la colina se levanta la propiedad del vizconde de Kelwoolf —continuó la muchacha—. Casi toda le pertenece a él. Al otro extremo está el castillo de Chillingham. —Acercó su cabeza a la de Cat—. Es un lugar embrujado.

—¿Embrujado? —Aquello le llamó soberanamente la atención. A Cat Blackstone las leyendas y los fantasmas la atraían como la luz a la polilla, pues había crecido con ese tipo de historias debido a que Pluckley contaba con muchísimas y de todo tipo.

La doncella se persignó, gesto que no le pasó desapercibido. «Aquí la gente es muy supersticiosa», se dijo para sí.

—Sí, señorita. Cuentan que se ven y se oyen cosas que no son de este mundo. —Volvió a persignarse, su bonito rostro redondo perdió el color y sus ojos negros brillaron de temor—. También hay historias que afirman, desde antiguo, que las tierras de los Gray están hechizadas.

—¿Quién es esa familia?

—La familia del vizconde. Se llama Ian Harvey Gray, señorita. —Aquella palabra se estaba convirtiendo en la muletilla de la doncella.

—Me puedes llamar Cat y, por favor, tutéame; somos de la misma edad —le pidió.

—Muy bien —aceptó—. Verás, ciertos trabajadores de la mansión Gray aseguran que hay una parte de la propiedad que el vizconde tiene cerrada a cal y canto, porque aparecen criaturas fantásticas, como los kelpies.

«¿Kelpie? A saber lo que se han inventado estas gentes». No conocía aquel término y le sonaba de lo más raro.

Cat iba a preguntar qué era un kelpie cuando el carruaje se adentró en un pueblo de casas bajas que recibía a los viajeros a pie de calzada; a medida que avanzaban, aparecían algunas granjas y los lugareños miraban con curiosidad el paso del coche. Al final de aquel camino, tras pasar una gran pradera, donde los setos crecían salvajes y se abrían a un espeso bosque, llegó, por fin, a la casa de la tía Moira, que la esperaba en la entrada.

—¡Oh, Cat, querida! —La mujer la abrazó nada más bajar del carruaje.

—¡Hola, tía! —Le sonrió con mucho cariño.

—¿Qué tal el viaje?

—Pues no pensaba que fuera tan agotador. —Suspiró, no sentía el trasero.

—Has cruzado medio país. —Se rio y le rodeó el rostro con sus arrugadas manos. Su tía era una mujer alta, corpulenta, de hombros un tanto cuadrados y en su rostro, coronado por un cabello grisáceo, se deja

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