Desafiando al míster (Con armas de mujer 4)

Ana Álvarez

Fragmento

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Capítulo 1

Jorge Luján dirigía su hotel con puño de hierro y sin guante de seda. En realidad, no era suyo, sino de su familia, que desde hacía tres generaciones poseía una cadena de hoteles de lujo en la costa brava, y recientemente se habían expandido a Madrid, donde contaban con un establecimiento que, en pocos años, había despuntado en el sector, desbancando a otros de gran prestigio.

Era una empresa familiar, que no pequeña, pues casi todos los miembros de la familia, y eran muchos, ocupaban cargos en ella, así como poseían acciones de la misma. Salvo sus padres, que publicaban una revista llamada Miscelánea y su hermano Nico, reportero y fotógrafo de National Geographic, todos los Luján estaban relacionados de una u otra forma con la cadena hotelera y ocupaban en ella un puesto relevante. Al frente de todos, su tío Andrés, desde que su abuelo decidiera jubilarse de la vida activa, porque no se había desvinculado del todo del negocio. Solía decir que moriría con las botas puestas, y desde su finca en la costa, se mantenía al día de los pormenores de la empresa gracias a las tecnologías.

Su hermano Daniel —trillizo con Nico y con él mismo— se ocupaba del marketing, y una legión de primos trabajaban de alguna forma en la cadena hotelera, de la que tenían un porcentaje, además de sueldos generosos por su trabajo. También sus padres y Nico poseían su participación, aunque no trabajaran en el negocio.

Dado su carácter serio, meticuloso y ordenado, su tío Andrés le propuso que ocupara el puesto de subdirector y coordinador de todos los hoteles, pero no lo aceptó. Eso habría implicado estar a sus órdenes y tener que rendirle cuentas sobre sus decisiones, a él y al Consejo de administración, pero quería algo diferente. Tenía una peculiar forma de hacer las cosas y prefería dirigir un hotel y ser la máxima autoridad, el cargo más alto en su pequeño universo, y que nadie pudiera cuestionar ni su trabajo ni sus decisiones.

El hotel Imperial de Tarragona, situado a pie de playa, sufría pérdidas desde hacía un par de años debido a una gestión muy deficiente según su criterio, de modo que decidió tomar las riendas y hacerlo rentable. Destituyeron al director, ofreciéndole un puesto de menor responsabilidad en otro hotel, y él se hizo cargo del que empezó a considerar su reino indiscutible.

Se trasladó a vivir al mismo para vigilar de cerca al personal —era de la opinión de que, si no se estaba encima los empleados, no trabajaban al cien por cien— y se ocupó de la gestión de forma eficiente y metódica, como lo hacía todo. En un año lo había sacado de los números rojos y convertido en uno de los establecimientos más lucrativos de la cadena. No hizo cambios espectaculares, solo reformó algunas habitaciones, cambió el menú, mejoró servicios como el wifi de alta velocidad, una sala de informática y una biblioteca, ofreció precios competitivos y ofertas de fin de semana que fueron un gran éxito. Pero, sobre todo, controló al personal que se había relajado en exceso.

No ignoraba que sus empleados lo consideraban un tirano y no era en absoluto popular entre los trabajadores. Sabía que le apodaban el Míster a sus espaldas porque alguien dijo en una ocasión que trataba a sus empleados como un entrenador a los jugadores de un equipo de fútbol, controlando cada minuto de sus vidas en el horario laboral.

Sus asalariados no faltaban al trabajo por nimiedades ni solicitaban favores personales que, de todas formas, no les serían concedidos. A su hotel se iba a trabajar, no a confraternizar ni a escaquearse de las tareas; a cambio ofrecía generosos salarios. Los turnos se cumplían a rajatabla, nadie entraba con retraso ni salía un minuto antes de su hora. Tampoco después. Todo funcionaba con la precisión de un reloj suizo. Siempre había sido meticuloso en sus tareas, opinaba que el orden era la esencia de la vida.

De pequeño soportaba las bromas de sus hermanos, mucho más traviesos que él, sobre su forma de ser. Tanto Daniel como Nico eran unos trastos y hacían piña, y lo mismo se apoyaban que se zurraban cuando tenían algún desacuerdo. Él jamás participaba de esas peleas, si tenía un desencuentro con ellos —algo bastante habitual porque eran muy diferentes— acudía a sus padres para que tomaran las medidas pertinentes.

A pesar de su carácter, nunca tuvo problemas en el colegio, su sola mirada intimidaba a todos los compañeros, que preferían apartarse de él.

Tampoco se había enamorado nunca ni mantenido una relación estable con una mujer. Desde la adolescencia, su hermano Nico tuvo una larga cola de chicas detrás con las que, intuía, mantenía sexo desde muy joven. Daniel, en cambio, siempre tenía novia. Siempre estaba enamorado y mantenía relaciones fijas y estables que duraban más o menos tiempo pero, mientras persistían, se mantenía fiel y ponderaba las maravillas de estar en pareja.

Él no; él nunca embelesó a una chica ni sufrió los estragos de Cupido. Como hombre joven y sano que era, tenía sus necesidades que satisfacía con regularidad más bien esporádica con alguna mujer. Era joven y de físico agradable, y sobre todo disponía de dinero, por lo que siempre encontraba féminas dispuestas a pasar un rato con él, pero se limitaban a un intercambio sexual más bien frio. Ninguna le había propuesto nunca repetir y mucho menos ir más allá. Tampoco lo hubiera permitido, no quería una mujer en su vida. Solían ser mandonas y exigir dedicación y atención constante, algo que no estaba dispuesto a ofrecer de ningún modo. Su prioridad era su hotel, su obsesión, decían sus hermanos. Vivía en él, dormía en él y en las noches de insomnio pensaba en él: en hacer mejoras, en añadir servicios, en ofrecer a sus clientes todas las comodidades posibles.

Aquella mañana, después de desayunar en su habitación, se sentó en su despacho dispuesto a comenzar la jornada laboral en la que recibía informes de los distintos empleados. La primera solía ser la gobernanta, que le informaba de posibles incidencias que hubieran surgido en alguna habitación relacionada con la limpieza, pérdidas u olvidos por parte de los clientes. Después la recepcionista le pasaba un listado con las reservas realizadas cada día, las cancelaciones, las cuentas abonadas y otros asuntos relacionados con su trabajo. Y así, todo el personal de relevancia del hotel pasaba por su despacho a lo largo de la mañana para mantenerlo informado de la marcha del establecimiento.

Justo cuando estaba a punto de llamar a la gobernanta, le sonó el móvil. Comprobó contrariado que la llamada procedía de su tío Andrés, por lo que no podía ignorarla. Este nunca le telefoneaba en horario de trabajo si no se trataba de un asunto importante. Esperaba que fuera rápido en su información y no lo retrasara en sus horarios. Solía tener las mañanas muy ocupadas y le gustaba realizar cada tarea en su momento.

—Hola, tío —saludó.

—Hola, Jorge. —La voz grave al otro lado tenía un toque de cautela, lo que le indicó que no se equivocaba al pensar que no lo llamaba para saludarlo—. ¿Cómo estás?

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