Al calor de tu invierno (Amar en Cuatro estaciones 1)

Zahara C. Ordóñez
Ángeles Valero

Fragmento

al_calor_de_tu_invierno-2

Capítulo 1

Jimena

Todos los seres humanos, en el fondo, nos parecemos. Tenemos miedos, malos recuerdos, inseguridades; momentos de felicidad, sueños por cumplir y coraje para superar los retos. Cuando comenzó esta historia, yo estaba más llena de lo primero que de lo segundo, y esa parte de mí, valiente y dispuesta a afrontarlo todo, se hallaba encerrada en un cajón con una llave hecha con mis temores. No obstante, a la vida poco le importa lo que estés dispuesto o no a hacer frente, si tiene que ponerte delante de tus mayores miedos, lo hace. Y hay veces en las que huir no es una opción. Por eso había cargado una maleta, con la poca ropa de invierno que tenía, en mi coche, corriente aunque de un color rojo muy bonito, e iba de regreso a Cuatro Estaciones, el pueblo que me vio nacer.

Su nombre real era Villa Santa Bárbara, pero casi nadie lo llamaba así. Enclavado en un valle entre montañas, sus casas de piedra y tejados de pizarra se vertían en la ladera de una de ellas. Rodeado de naturaleza en estado puro, admirarlo era una delicia para todos los sentidos, en cualquier época del año. Era un lugar casi mágico. En la mayoría de las guías de viaje lo describían como uno de los pueblos más bonitos del país y, a pesar de eso, estaba muy poco poblado. Años atrás, con el boom de las ciudades, la mayoría de la gente joven lo había dejado y solo resistían en él unos pocos, dedicados a negocios locales, algunos vinculados al turismo rural. Por suerte, paso a paso, llegaban nuevas familias huyendo del bullicio de las capitales, en busca de más naturaleza y menos estrés. Gracias a eso había recibido una oferta que pensé que jamás llegaría: alguien quería comprar la casa de mis padres. Una casona con techos altos, vigas de madera y una chimenea frente a la que podría calentarse un ejército, pues si algo caracterizaba a Cuatro Estaciones era que estas se hacían presentes en todo su esplendor: días nevados en invierno, paisajes verdes y florados en primavera, cálidos rojos en otoño y sol amable en verano. No obstante, pese a su belleza, el frío de los meses invernales no era algo que todo el mundo pudiera soportar.

Había dejado el que fue mi hogar cuando me fui a la universidad y no había regresado a él desde entonces. Y es que, dos días después de marcharme, mis padres murieron en un trágico accidente de tráfico en la estrecha y sinuosa carretera que llevaba al pueblo. Sospecharon, por las marcas de la calzada, que un animal se les había cruzado. Desde entonces, no tuve fuerzas de enfrentarme a los recuerdos de esa casa, de ese pueblo, y estuvo cerrada a la espera de que alguien la comprase hasta con el último mueble que guardaba.

Sin embargo, al recibir la oferta, algo se agitó dentro de mí. Quizá porque habían pasado casi catorce años, quizá porque Sonia, mi mejor amiga en la ciudad, insistió o porque me parecía cruel abandonar las cosas a su suerte en manos de otras personas. Saber de nuestras fotos quemadas o tiradas, las pertenencias de toda una vida condenadas al olvido, solo porque yo era incapaz de enfrentarme a ellas... No me parecía justo. Cierto es que cuando llegamos a este mundo venimos sin nada y nada nos llevamos, que las cosas materiales no tienen valor, pero me sentí como si estuviera traicionando a mis padres, a mis abuelos, a todos los que habían vivido allí, al desdeñarlas sin más. Sacando coraje de donde no lo tenía, decidí regresar al único lugar al que había podido llamar «hogar», pues el apartamento en el que vivía en nada se parecía a eso. Era más bien una caja de cerillas a la que iba a dormir después de diez horas de trabajo. Un trabajo que también se había comido mis sueños, porque en nada se asemejaba a lo que siempre había querido hacer. Pero pagaba las facturas y eso bastaba.

Sentada en el coche, con las manos bien aferradas al volante y el pulso tembloroso, dejé al fin atrás el punto trágico que se llevó las vidas de mis padres y centré la vista en la carretera. Estrecha, discurría paralela a la pared de la montaña, quedando el lado del copiloto a poca distancia de una caída considerable. Traté de no pensar en ello mientras hablaba con Sonia por el altavoz. Ella intentaba animarme.

—Aunque te duela, las fotos de tu infancia te traerán buenos recuerdos, ya lo verás. Si hay alguna divertida, pásamela.

—Seguro que no. A las dos cosas. No pienso mandarte nada o acabarás enseñándosela a toda la oficina.

—¡Venga! Apuesto que estabas guapísima con dos coletas. Al jefe le encantaría.

—Como la niña esa de Monstruos S.A., sí.

—¿Boo? ¡Es adorable! —No sé qué dijo a continuación porque se entrecortó—. ¿... volverás?

—Sonia, hay muy mala cobertura. —A medida que ascendía el puerto de montaña, esta se perdía cada vez más. Suerte que al menos no nevaba y la carretera estaba despejada, por lo que debían de haber retirado hacía poco la nieve. Los montones podían verse a un lado del camino—. ¿Me oyes?

—Sí. Te oigo. ¿Tú a mí me...?

Un sonido blanco salido del altavoz irrumpió en la conversación. Por un momento me pareció que fuera a hablarme por él una voz de ultratumba. A los pocos segundos, comenzó a nevar. Y no fueron pequeños los copos: eran grandes como cabezas de gato.

—¿Sonia?

Escuché su voz entrecortada, mezclándose con el ruido blanco.

—E... Ba... Lu... Ji...

Eso parecía un jeroglífico.

—Te llamo cuando llegue al pueblo, ¿vale? Supongo que, desde allí, al estar en alto, el repetidor funcionará mejor.

La suerte quiso que pudiera escucharme.

—Vale. Cuida...

La llamada se interrumpió. Al momento sonó la voz del locutor de radio de la emisora que había sintonizado kilómetros atrás.

—Oh, gracias a Dios, por lo menos tú sí que funcionas.

—Y ahora, la canción navideña por excelencia: All I Want for Christmas Is You.

—No, por favor —resoplé—. Si tengo que volver a escucharla me hago el harakiri.

Me peleé con el sintonizador, en busca de otra emisora, dejando atrás a Mariah Carey y su éxito. Solo di con una religiosa en la que un hombre de voz profunda leía algunos pasajes del Apocalipsis según San Juan.

—No es verdad —volví a resoplar—. ¿El Apocalipsis? Ya podría haber sido el Génesis y al menos así tendría a Adán tapado solo con una hoja de parra alegrándome la vista. No, el Apocalipsis... Justo lo que necesito ahora.

Volví con Mariah y esperé a que la canción terminase, mientras centraba los sentidos en la carretera. A causa de la tormenta de nieve, el cielo se puso casi negro y tuve que encender los faros. Los copos de nieve se recortaban frente a mí tornándose dorados a su luz. Y mi ansiedad fue creciendo tanto como su tamaño y virulencia. A los pocos minutos, casi no veía. Apagué la radio y tomé aire. Era la primera vez que conducía bajo una torment

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