Prólogo
Meadow solo recordaba haber estado tan asustada el día en que recibieron la llamada de teléfono diciéndoles que sus padres habían tenido un accidente de coche y que fueran corriendo al hospital.
Bueno, la verdad es que no recordaba mucho de aquella noche. Solo a su hermano Erik cargando con ella, arrastrándola de un sitio a otro mientras se encargaba de todo, de ella incluida. Estaba tan en shock que ni siquiera podía andar.
En ese momento se sentía más o menos igual, solo que no podía dejar que su hermano volviese a ocuparse de todo. Era su problema y ella sola tenía que resolverlo. La cuestión era que no sabía cómo.
Se sentó en el borde de la bañera y volvió a mirar el palito que sujetaba entre los dedos temblorosos. Positivo. Había dado positivo.
Estaba embarazada y no sabía qué hacer. Solo tenía dieciocho años, acababa de empezar la universidad. Lo único que había tenido siempre claro en la vida es que quería estudiar Economía para ayudar a su hermano en la granja familiar que sus padres les habían dejado. A ella le gustaban los animales, aunque no tanto como a él, y le encantaban los números. Nunca había sido mucho de letras. Así que ambos habían decidido trabajar allí; él desde dentro, ocupándose del ganado, y ella desde el despacho. Igual que habían hecho sus padres cuando vivían y…
Meadow sabía que no era momento de ponerse a pensar en eso. Tenía otro problema más importante entre manos al que prestar atención.
Se puso de pie y se miró al espejo. Estaba ojerosa. Tenía las mejillas y la nariz llenas de pecas, y su piel tan blanca las acentuaba aún más, algo que nunca le había gustado pero que los demás encontraban adorable. Su pelo, que llevaba por debajo de las orejas, había vivido tiempos mejores. Ni siquiera recordaba haberse peinado esa mañana. En lo único en lo que había podido pensar era en llegar al pueblo vecino sin que nadie la viese y entrar en la farmacia para comprar un test de embarazo.
La respuesta le había llegado en forma de amigas. Las mismas que en ese momento la esperaban fuera, sentadas en la cama de Buffy.
Bajó la vista hasta su mano, concretamente al test, y lo apretó con fuerza contra su corazón. Estaba muy asustada. Había cometido una imprudencia y el resultado era un embarazo no deseado. Eso estaba claro, pero también el hecho de que ya se había enamorado de él. O de ella. De lo que fuese que estuviera creciendo en su interior.
Apoyó una mano en el vientre y sonrió. Y lo hizo de verdad, con ganas, porque, pese al miedo, estaba feliz.
—Te cuidaré, ¿me oyes? Pase lo que pase, estemos solos o no, tú siempre serás mi prioridad y nunca haré nada que pueda hacerte daño.
Era una locura, era imposible que pudiera sentir ya las patadas del bebé. ¿Qué tendría, el tamaño de un guisante? Quizá era incluso más pequeño. No tenía ni idea, pero a Meadow le pareció sentirlo, y esa fue la señal que le hizo saber que lo que estaba a punto de suceder era lo mejor que le podía pasar en la vida.
Abrió la puerta del baño y tres pares de ojos se volvieron hacia ella, cautelosos y reservados, esperando descubrir si debían sonreír o romper a llorar.
Meadow cogió aire y levantó el test.
—Positivo. Estoy embarazada.
Aiko se llevó las manos a la boca. Zoe se mordió el labio y abrió mucho los ojos. Buffy se puso de pie y miró a la pelirroja con la mejor de sus sonrisas.
—¿Y estamos felices? —preguntó.
Meadow no tardó ni medio segundo en asentir.
—Estamos muy felices.
Buffy fue la primera en tirarse a los brazos de su amiga, seguida al instante de las otras dos. Chillaron, se rieron y también lloraron. Le tocaron el vientre e hicieron planes.
Meadow sabía que tenía que hablar con Matthew; un bebé no se hacía solo, pero prefirió esperar al día siguiente. Esa noche era suya. Suya y de sus amigas, esas tres locas tan distintas entre ellas, pero tan necesarias las unas para las otras. Las cuatro se complementaban a la perfección, y Meadow no podía imaginar su vida sin ellas. Al fin y al cabo, eran las Green Ladies.
Por la noche, cuando se acostó, volvió a llevarse la mano al vientre, un gesto que repetiría muchas veces. La vida de Meadow Anne Smith estaba a punto de cambiar.
Aunque no sería la única vez que lo haría. Porque las mejores cosas son las imprevistas.
1
Fuera estaba lloviendo a cántaros y hacía tanto viento que las ramas de los árboles golpeaban contra las ventanas del comedor, amortiguando los gritos que salían de allí. Se podía decir que estaban viviendo una auténtica tormenta de verano.
Meadow solo podía dar gracias por que Ethan estuviera con su hermano y no fuera testigo de aquello. Era lo último que quería para su hijo.
Se acercó a la chimenea y se apoyó en la repisa. Le dolía demasiado la cabeza, solo pensaba en quedarse sola, servirse una copa de vino y bebérsela mientras escuchaba música metida en la bañera. Pero estaba claro que él no iba a dejar que lo hiciera.
Una mano le rodeó el codo, pero ella dio un tirón, soltándose de su agarre.
—Por última vez, como vuelvas a tocarme, te juro por Dios que te corto los cinco dedos.
—Meadow, princesa…
—Ni princesa ni leches. He dicho que me sueltes y que te largues.
Aunque le estaba dando la espalda y no podía verle la cara, sabía perfectamente cómo la estaba mirando; con esos ojos llenos de súplica y esa sonrisa que tantas veces había hecho que le flaquearan las piernas, pero que ahora solo le provocaba escalofríos, y de los malos.
—Meadow…
Ella se giró enfadada. Le hervía tanto la sangre que no sabía cómo no había explotado todavía. Lo miró a los ojos y lo apuntó con el dedo, desafiante.
—Matthew, es la última vez que te lo digo. Márchate.
—¿Y a dónde quieres que vaya?
A Meadow estuvo a punto de entrarle la risa.
—¿Lo dices en serio?
—Vamos, princesa, esta también es mi casa.
—No. Esta es mi casa, y tú ya no eres bienvenido en ella. Y deja de llamarme «princesa».
Matthew no se movía; permanecía allí, quieto, mirándola fijamente a los ojos sin ni siquiera pestañear. Parecía una estatua. Meadow siempre se había caracterizado por su paciencia infinita; paciencia para ordeñar las vacas, para estar horas y horas cepillando a los caballos en el establo hasta que relucían, para pasarse días con la cara pegada a la pantalla del ordenador comprobando tíquets y cuadrando cuentas; paciencia para sentarse a hacer los deberes con su hijo o para escuchar a las demás madres de la asociación de padres y madres del colegio de Variety Lake, hablando sobre cómo organizar las subastas o cualquier otra cosa que se les ocurriera.
Pero esa paciencia había desparecido con la llegada de Destiny, la ayudante de Matthew en la clínica; la chica con quien, por lo visto, se estaba acostando en su cama de matrimonio, en la casa que sus padres le habían dejado a ella en herencia y en la que ambos vivían junto a su hijo Ethan.
Pensar en Ethan le dolía, estaba muy unido a su padre y no sabía cómo iba a explicarle que se había marchado de casa para siempre. Pero ya se le ocurriría algo llegado el momento. Ahora, en lo único que debía centrarse era en conseguir que Matthew se largara de una vez de su casa.
Se pasó una mano por la cara, cerró los ojos y respiró hondo, con grandes y largas exhalaciones, tal y como le había enseñado a hacer Buffy en las clases de pilates a las que las chicas la habían obligado a apuntarse hacía unos meses. Cuando ya llevaba diez respiraciones, abrió de nuevo los ojos. Matthew seguía en la misma posición.
Bendita paciencia.
—Voy a subir. Cuando baje, espero que ya no estés aquí. No te olvides de cerrar la puerta al salir.
Meadow dio la espalda al padre de su hijo y se dirigió a las escaleras. Aún no había subido el primer escalón cuando su voz la paralizó.
—¿Y qué pasa con Ethan? —Meadow lo miró por encima del hombro—. No puedes separarme de él.
Meadow se echó a reír a carcajadas, solo que estaban carentes de humor. Se dio la vuelta y se cruzó de brazos.
—Que seas un marido horrible no quiere decir que también seas un padre nefasto. Jamás te separaría de tu hijo. Nunca le haría eso a Ethan.
—¿Y qué vas a decirle cuando vuelva mañana de casa de tu hermano y no me vea aquí?
—Ya se me ocurrirá algo.
Matthew dio un par de pasos hacia delante, pero se detuvo en seco cuando vio la mirada de Meadow. Se pasó una mano por el pelo, que llevaba más largo de lo normal, despeinándoselo. Bajó los brazos, derrotado, y volvió a mirar a Meadow con ojos suplicantes.
—No rompas esto. No destruyas nuestra familia.
—Yo no he roto nada. Te recuerdo que eres tú el que se está follando a otra. A lo mejor, con tanto cabalgamiento, estás perdiendo la memoria.
Meadow pudo ver en los ojos de Matthew que sus palabras le habían dolido, pero poco le importó. Más le había dolido a ella volver a casa y encontrarse a su marido con aquella chica en su cama.
Apartó esa imagen de la cabeza y se centró en lo que deseaba en esos momentos: subir, llenar la bañera con agua caliente y cubrirla de espuma y sales de colores.
—Lo de Destiny ha sido…
—¿Un error? —Meadow completó la frase. Él hizo una mueca con la boca y negó con la cabeza—. ¿Y cuánto hace que dura ese error? Y ni se te ocurra decirme que era la primera vez que te la tirabas, porque te puedo asegurar que vuestros gritos se escuchaban ya antes de abrir la puerta y he podido oír eso de: «Cariño, haz lo que sabes que me gusta». Así que compórtate como el medio hombre que se supone que eres y dime cuánto tiempo llevas follándote a tu ayudante.
Matthew no sabía dónde meterse. Le sudaban las axilas y las palmas de las manos, y aunque no llevaba corbata, sentía como si algo le estuviese oprimiendo la garganta, dejándolo sin respiración. No quería contestar a su mujer. Lo que quería era acercarse a ella, abrazarla y jurarle que esa había sido la única vez.
Pero sabía que, tarde o temprano, Meadow terminaría sabiendo la verdad, como siempre hacía, así que tragó saliva y habló:
—Seis meses.
Meadow empezó a echar cuentas. Seis meses.
Matthew llevaba seis meses tirándose a Destiny.
Pero Destiny llevaba trabajando en la clínica solo cuatro.
Ella lo miró entrecerrando los ojos y él supo lo que estaba pensando. Mierda, tendría que haber dicho dos meses, pero ya había metido la pata y, si quería el perdón de su mujer, lo mejor sería confesarlo todo.
—La conocí en la despedida de soltero de Erik.
—¿Qué?
Matthew soltó el aire mientras asentía con la cabeza.
—Era la stripper.
Meadow se llevó la mano a la boca para sofocar el grito que luchaba por salir de su garganta. ¿Matthew se había tirado a la stripper de la despedida de su hermano? ¿Lo sabía Erik y no le había dicho nada?
Todo empezó a darle vueltas y sintió que se mareaba. Apoyó una mano en la pared, pero no fue suficiente y tuvo que sentarse en el escalón. Erik… ¿Cómo había podido? Las preguntas se sucedían una tras otra. Preguntas para las que no tenía respuesta, y eso la ponía muy nerviosa porque siempre tenía una respuesta para todo, y si no, la buscaba. Pero ahora pensar en Erik le dolía demasiado.
Mientras se sostenía la cabeza con las manos y cerraba los ojos, se dio cuenta de que lo de Matthew le dolía, pero lo que le había hecho Erik le oprimía tanto el pecho que no sabía si sería capaz de volver a respirar con normalidad. Junto con Ethan, era lo único que tenía. Su hermano y ella habían sido siempre uña y carne, y jamás habían tenido secretos el uno con el otro.
Se llevó una mano al pecho y dio gracias por estar sentada, pues las piernas habían comenzado a fallarle y sentía que podía caer redonda al suelo en cualquier momento. Escuchó los pasos de Matthew acercándose a ella y levantó la cabeza de golpe.
—Ni se te ocurra —ladró.
Él se detuvo en seco. Quería consolarla. Meadow era todo su mundo. Desde el instituto, cuando se había enamorado de la pelirroja de mirada alegre y ojos verdes que danzaba mientras andaba, y lo seguía siendo en ese momento, aunque aquellos ojos lo mirasen como si no fuera nada más que una mísera cucaracha a la que se moría por aplastar.
—Erik no lo sabe —se apresuró a decir. Meadow lo miró sin comprender y vio cómo su nuez subía y bajaba cuando tragaba—. Él nos pidió por favor que no hubiera strippers en su despedida, pero ya sabes cómo son estos y…, bueno, contratamos a una. Cuando el espectáculo terminó, Destiny entró en una de las habitaciones para cambiarse. Yo fui al baño. Coincidimos en el pasillo, nos pusimos a hablar, nos reímos y, sin saber cómo, ella empezó a besarme y…
Matthew siguió hablando, relatándole cómo se había dejado seducir por la chica y cómo había sido arrastrado al cuarto de baño, donde había tenido lugar el feliz encuentro. Pero Meadow solo podía centrarse en la paz que había sentido en su pecho al saber que Erik no la había traicionado. Aun así, quería descolgar el teléfono y preguntárselo. O hacerlo mirándolo directamente a los ojos. Erik no sabía mentir, por eso nunca había sido bueno jugando al póquer.
Se levantó más segura que hacía unos segundos y enderezó los hombros.
—La contraté un par de meses después porque… —continuó diciendo Matthew, pero ella ya había desconectado por completo. No le importaba lo más mínimo. Alzó la cabeza y lo silenció con la mirada. Él calló.
—Me importa entre nada y una mierda por qué la contrataste, Matthew. Te puedo asegurar que ya he escuchado más que suficiente. Te mandaré un mensaje para decirte cuándo puedes venir a buscar a Ethan. Hasta entonces, ahí está la puerta. Cierra al salir.
Subió las escaleras sin mirarlo, sin dejarlo hablar, y se encerró en su habitación. Miró la cama deshecha y le entraron ganas de vomitar. Cogió las sábanas, hizo una bola con ellas y las lanzó por la ventana. Sonrió cuando las vio caer al suelo y empaparse en cuestión de segundos con la lluvia que seguía cayendo. Miró al cielo y asintió, dándole las gracias. Después, cerró la ventana y fue hasta el cuarto de baño. Puso el tapón a la bañera, reguló el agua caliente y echó un chorro de jabón. Bajó la intensidad de la luz hasta dejarla tenue y buscó el móvil. Lo conectó a los altavoces y le dio al play a la lista de jazz. Mientras la bañera se llenaba, bajó a la cocina. Suspiró satisfecha al comprobar que Matthew se había ido. Sacó la botella de vino de la alacena y cogió una copa. Antes de volver a subir, fue hasta la puerta principal, cerró con llave y echó la cadena. Por si acaso.
Cuando entró de nuevo en el cuarto de baño, la bañera ya estaba casi lista. Sacó las sales con olor a sandía del armario y las esparció por el agua. Se desnudó y entró despacio. Sumergió el cuerpo entero dejando escapar el aire y luego se sentó.
Ni se acordaba de la última vez que se había dado un baño.
Alargó el brazo hasta alcanzar la copa y la llenó de vino. Lo olió y después se lo llevó a la boca, saboreándolo.
Fue en esos momentos, mientras su cuerpo se cubría de espuma y la música la ayudaba a calmarse, cuando fue consciente por primera vez de lo que había pasado. No quería romper a llorar, pero era inevitable. Llevaba con Matthew desde los dieciocho años y tenían un hijo de ocho que era toda su vida.
No llorar habría sido hasta inhumano.
Así que dejó salir las lágrimas y que estas le empaparan las mejillas, y soportó los pinchazos en el pecho. Pero se prometió que solo sería esa noche. Matthew Cooper no se merecía más.
Su nueva vida empezaría justo al día siguiente, y pensaba vivirla al máximo.
2
Sentado en aquel taburete, Duncan se había dado cuenta de dos cosas. La primera, que odiaba a su primo Timmy con todas sus fuerzas a pesar de que fuera casi más un hermano que un primo. La segunda, que odiaba los pueblos y echaba de menos la gran ciudad. Aún no sabía cómo se había dejado engañar para terminar viviendo en aquel lugar dejado de la mano de Dios.
Mentira. Claro que lo sabía: por culpa de Timmy. De ahí su primer motivo para odiarle.
Timmy apareció de nuevo en su campo de visión y le ofreció otro botellín de cerveza. Duncan lo cogió sin querer mirarlo a los ojos.
—No te enfades.
—Me enfado si me da la gana.
—Siempre has sido el más cascarrabias de la familia, ¿lo sabías?
—Y tú el más tocapelotas.
—Cierto. Díselo a mi chico, le encanta que se las toque. —Duncan dio un trago a su cerveza y no pudo evitar sonreír. Por eso odiaba a Timmy tanto como lo quería. Siempre conseguía sacarle una sonrisa, aunque estuviese de mal humor.
—¿No es más fácil sonreír que ir todo el día con el ceño fruncido? Ya estás muy cerca de los cuarenta, y un tío con arrugas no es nada atractivo. Además, no sé de qué te quejas. Te has venido a vivir a Variety Lake, no al culo del mundo.
—Me he ido de Chicago.
—Porque has querido.
—Porque tú me has obligado.
Timmy echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír a carcajadas. Aunque estaba trabajando, era el dueño, y podía hacer lo que quisiera. Además, todavía era pronto y había muy poca gente en el local, de modo que sacó otra cerveza de la nevera y le quitó la chapa. Después, apoyó los codos sobre la barra y chocó su botellín con el de su primo antes de dar el primer sorbo.
—Te gustará, ya lo verás.
—¿Tú crees? —preguntó Duncan con escepticismo.
Adoraba Chicago. Era el lugar donde había nacido y vivido toda su vida. Hasta entonces.
Hacía justo un año y medio, en la fiesta de aniversario de sus tíos, los padres de Timmy, se habían desafiado en un partido de baloncesto. Duncan lo había retado a que prescindiera de su amado Chevrolet Camaro durante un año y se lo cediese a él si ganaba; Timmy le había propuesto abandonar Chicago e irse a vivir a Variety Lake con él durante trescientos sesenta y cinco días. Duncan había aceptado. Había sido jugador profesional en el instituto y el baloncesto era una de sus pasiones. ¿Qué podía salir mal?
Todo. Cuando Timmy encestó por última vez y ganó, Duncan decidió que era el momento de empezar a odiar a su primo. ¿Cómo iba a dejar Chicago? No es que fuera un urbanita empedernido, ni mucho menos, pero adoraba la ciudad. Tenía un trabajo estable y una vida cómoda que le gustaba. Hubiera preferido raparse el pelo.
Pero una promesa era una promesa. Pidió trabajo donde su primo, muerto de risa, le había recomendado, y rezó para que el teléfono nunca sonase, pero lo hizo. Hacía un mes, para ser exactos. Empezaría a trabajar a finales de agosto. Por lo visto, su solicitud de empleo les había caído del cielo.
Así que, sin comerlo ni beberlo, se había visto subiéndose a su coche y yéndose a vivir con su primo y la pareja de este. De eso hacía cuatro días. No podía decir mucho del pueblo porque todavía no había podido verlo con detenimiento, pero era pintoresco. Con sus casas bajitas de colores uniformes, sus calles adoquinadas y la torre de la iglesia coronando el lugar. No parecía muy grande, pero tenía todo lo que cualquier pueblo de Estados Unidos podía desear, lago incluido.
Dio el último trago y se giró hacia la puerta cuando esta se abrió. Un grupo de unas quince personas entraron en tropel seguidas de un par de grupos más.
—Parece que la cosa se empieza a animar —dijo Cam, la pareja de Timmy, apareciendo de la nada. Dio un beso a su chico en los labios y sonrió a Duncan—. ¿Sabes lo que podrías hacer para dejar de tener esa cara tan mustia? Pasarte a este lado de la barra y ayudarnos a servir.
En ese momento el que se rio a carcajadas fue Duncan.
—Ni lo sueñes.
—¿Temes romperte una uña?
—Tus pullas no van a poder conmigo esta vez, primo. Es mi primer viernes en el pueblo y pienso pasarlo aquí, sentado, bebiéndome toda la cerveza que tienes en esa nevera y en ese barril.
—No tienes cuerpo para aguantarla toda.
—Tú dame un par de horas y verás.
Timmy chasqueó la lengua, negó con la cabeza y se fue a atender a un par de chicas que se habían acercado a pedir. Duncan lo observó mientras trabajaba y sonrió para sus adentros.
Aunque lo odiaba, estaba orgulloso de él. Había encontrado su lugar en el mundo y parecía feliz. Nunca hubiera pensado que su primo terminaría sus días sirviendo copas tras una barra, y mucho menos después de estudiar Derecho como su padre. Pero a veces la vida nos sorprende.
La música sonaba por los altavoces y el local comenzó a llenarse. La pista de baile estaba hasta los topes y su primo, Cam y el resto de los camareros no daban abasto.
Duncan se pidió otra cerveza mientras estudiaba a la gente que entraba. Había personas de todos los colores, formas y tamaños, por así decirlo, y le gustó que muchas eran de su edad. A pesar de que la música estaba muy alta y de que las voces llenaban el local, una risa lejana logró captar su atención. Aguzó el oído y volvió a escucharla. La buscó entre la multitud y no tardó en encontrarla.
Una joven pelirroja estaba de pie rodeada de otras cuatro chicas. Llevaba una corona en la cabeza y una banda de color rosa chicle le cruzaba el pecho. Aunque se cubría la boca con la mano, la risa se le escapaba por entre los dedos y los ojos le brillaban, divertidos. Una de sus amigas, que llevaba el pelo corto por debajo de las orejas y de color azul, se subió a una de las sillas y levantó la copa que llevaba en la mano.
—¡¡Por Meadow y sus veintisiete años!! —gritó con todas sus fuerzas. Las otras chicas, y alguno más que estaba a su alrededor, la imitaron.
La pelirroja, que debía de ser Meadow, se tapó la cara con las manos, abochornada. Cuando las apartó, tenía las mejillas del mismo tono que su pelo, rojo brillante. Se mordió el labio y negó con la cabeza.
Duncan, que no había dejado de mirarla durante no sabía cuánto tiempo, se dijo que era preciosa. Pero no era una belleza al uso, sino una poco convencional. Era una de esas mujeres que son guapas sin proponérselo. Por lo poco que podía apreciar, no iba maquillada. Lucía un aspecto natural y de lo más casual, sobre todo si la comparabas con la rubia que tenía al lado, que llevaba un vestido rojo ceñido; o con la chica de los ojos almendrados que tenía a su izquierda, que iba con unos pantalones negros de vestir y una camisa blanca. La chica en la que él se había fijado llevaba un vestido azul con lunares amarillos y una rebeca color salmón. En los pies, unas zapatillas de deporte. Nada más. Pero tenía algo que la hacía destacar. Duncan no sabía lo que era, pero le atraía, y algo le impedía apartar los ojos de ella.
Hasta que alguien lo golpeó en la espalda.
Se volvió para enfrentarse al que lo había hecho, pero su furia se apagó al ver a Cam, que lo miraba serio y agobiado.
—¿Qué pasa? —preguntó alarmado.
—Te dejo seguir durmiendo en mi sofá si te pasas a este lado y me despejas la parte izquierda.
Duncan se lo quedó mirando; sabía que seguiría ocupando el sofá lo ayudase o no, pero no era tan cabrón. Suspiró, dejó el botellín y se puso de pie. Anduvo hasta el final de la barra y pasó por el hueco que había debajo. Cam se acercó a él y le palmeó la espalda.
—Surtidores de cervezas, neveras y copas. Licores detrás de ti y hielo en el congelador. La lista de precios la tienes pegada en la barra y siempre se cobra nada más servir, por si acaso. —Miró alrededor y entonces pareció caer en algo. Se volvió para mirarlo y lo apuntó con el dedo—. Ni se te ocurra invitar a todas las mujeres del local. ¿Alguna pregunta?
—¿Cuánto piensas pagarme?
Cam le enseñó el dedo corazón y se marchó entre risas. Duncan se remangó la camisa hasta los codos y empezó a servir. Antes de coger la primera copa, buscó a la pelirroja con la mirada y sonrió cuando la vio dirigirse al centro de la pista seguida por las otras chicas y comenzar a mover las caderas de una forma tan sexy que Duncan dudaba que él fuera el único chico del local en reparar en ella.
3
Ahora tienes que mover el trasero haciendo twerking —le dijo Buffy a Meadow sin dejar de sonreír, moviendo las cejas. Esta la miró todo lo seria que pudo.
—Estás de coña.
—No. Mira. Zoe, sígueme.
La amiga rubia se situó al lado de Buffy y así, una junto a la otra, separaron las piernas y comenzaron a agacharse hasta acabar en cuclillas. Después, movieron el culo muy rápido, provocando las carcajadas de Aiko, Marie y la propia Meadow. Luego se pusieron de pie y se inclinaron hacia delante haciendo una reverencia mientras las otras tres aplaudían.
—Ahora tú. —Buffy se acercó a su mejor amiga, le dio un cachete en el trasero y la cogió por las caderas—. Mueve ese pedazo de culo que Dios te ha dado.
—¡Buffy, no! —gritó Meadow entre risas, pero ya era demasiado tarde. Su amiga tenía más fuerza que ella y ya la estaba empujando hacia abajo. Separó las piernas a tiempo de no caerse y movió el trasero tal y como sus amigas habían hecho segundos antes.
Zoe, Marie y Aiko chillaron, aplaudieron y saltaron, llamando la atención de más de uno, que no dudó en unirse a la fiesta. Meadow estaba muerta de vergüenza, pero, no sabía si por culpa del alcohol, no le importaba. O no tanto como debería. Meneó el culo y se estiró de un salto, con los brazos hacia arriba y dando vueltas sin dejar de reír.
Era su cumpleaños. Cumplía veintisiete años y se había prometido, antes de salir de casa arrastrada por las locas de sus amigas, que se iba a divertir como no lo había hecho en mucho tiempo. Dejaría tras la puerta sus problemas con Ethan, que no llevaba nada bien la separación de sus padres y se lo ponía cada día un poquito más difícil, y, sobre todo, con Matthew. Habían pasado cinco meses desde aquel día, desde que lo había encontrado con Destiny en la cama y lo había echado de casa. Cinco meses en los que Matthew no había dejado de presentarse allí, complicándoselo cada vez más con Ethan y…
Meadow cerró los ojos durante unos segundos y sacudió la cabeza. No iba a pensar en eso. Se había propuesto pasárselo bien y eso era lo que iba a hacer.
Se volvió hacia sus amigas y sonrió.
—Vale, ¿qué viene ahora?
Aiko desplegó el papel y observó la lista.
A sus amigas les había parecido divertido hacer un listado de veintisiete cosas que hacer para celebrar su cumpleaños. A Meadow le dio miedo cuando se lo propusieron, pues las conocía muy bien, sobre todo a la loca del pelo azul, y sabía que en esa lista podía haber cualquier cosa. Pero cuando le dijeron que la primera era salir con zapatillas de deporte, pensó que no parecía tan terrible.
La quince había sido hacer twerking. A ver la dieciséis…
—Tienes que tomarte un chupito de tequila —dijo Aiko, y Meadow asintió satisfecha. No era tan difícil.
Entonces Buffy le arrebató la lista a Aiko de las manos.
—Pero tienes que beberlo del cuello del camarero.
—¡¿Qué?! ¡¡Eso no es verdad!! —Meadow le quitó la hoja a Buffy y miró horrorizada el número dieciséis. Después, el diecisiete. Alzó la vista y se encontró con cuatro pares de ojos—. ¡Os habéis pasado! No pienso lamerle el cuello a nadie.
—Has accedido a cumplir todo lo de la lista —le dijo su cuñada. Meadow miró a Marie con dardos en los ojos.
—Eso fue antes de saber que erais tan malas.
—No somos malas, pequeña Meadow, queremos que te diviertas.
—¿Y para eso tengo que lamerle el cuello a un tío? —le preguntó Meadow a Aiko, que parecía ser la única de las cuatro que la miraba con algo parecido al pudor.
Meadow las conocía demasiado bien, al fin y al cabo, las cuatro eran amigas desde la escuela infantil, y Marie se les unió cuando empezó a salir con su hermano. Sabía que no la dejarían en paz hasta que cumpliera, al pie de la letra, todo lo que había en aquella maldita lista. Así que, suspirando, se volvió y miró hacia la barra del bar. Le costó un poco al principio, un montón de gente le dificultaba la visión, pero al final los vio. Cam y Timmy atendían a un grupo de chicos, Aisha ligaba con una chica mientras bebían chupitos y Spike, el nuevo, sudaba la gota gorda mientras le ponía una copa a un hombre trajeado.
Vale. Los conocía a todos. Tampoco pintaba tan mal la cosa.
Enderezó los hombros y se dirigió hacia la pareja, que eran los dueños del local. A Cam lo conocía desde que ella llevaba pañales y él le tiraba bolas de barro cuando ni siquiera levantaban dos palmos