El secreto de Riverview College

Susanne Goga

Fragmento

Londres, julio de 1665

Katie trastabilló al bajar la escalera, perdió el equilibrio, y en el último momento logró sujetarse contra los ásperos ladrillos. Había estado a punto de caer. Se restregó los dedos un instante y notó que por las hendiduras rezumaba mortero húmedo. Siguió bajando, mientras notaba a cada paso los escalones gastados. Estaba aterida. No sabía si era de frío o por la debilidad de su estado.

Con todo, una voz la empujaba a adentrarse en aquella oscuridad fría y húmeda. Los gritos admonitorios de esa anciana, con su pelo blanco y fino como seda de araña cayéndole sobre los hombros y señalando al cielo con dedo acusador.

—¡Miradla! ¡Ahí! ¡En lo alto! ¡Una estrella de fuego, un cometa anunciando una tragedia! ¡Se cierne sobre nosotros una plaga horrenda, como aquella que sufrimos tiempo atrás! ¡Implorad el perdón! ¡Salvaos si podéis!

Hacía ya algunos meses que había visto a esa mujer en la calle, rodeada de curiosos con la vista alzada hacia el cielo y santiguándose. Entonces Katie creyó que aquello era una solemne tontería, un sinsentido agorero que haría reír a su padre. ¿Quién a esas alturas podía creer en señales del cielo? Era casi como en tiempos remotos, cuando se interpretaban las entrañas de animales sacrificados, o se sacaban conclusiones del vuelo de los pájaros.

Sin embargo, cuando se lo contó a su padre, él no se había echado a reír; había mirado a Katie con semblante grave y se había reclinado en su butaca antes de señalar hacia la ventana dibujando un círculo con un gesto.

—Nunca antes la ciudad había estado tan abarrotada. La guerra ha terminado, se ha restituido la monarquía, el ejército se ha disuelto y todo el mundo viene a Londres. Se dice que entre estos muros viven cien mil personas más que antes.

—¿Y qué? —preguntó Katie con prudencia, sintiéndose un poco tonta por no entender adónde quería llegar.

—Evidentemente, no hay relación entre los fenómenos que ocurren en el cielo y el destino de las personas. No creo en esas cosas. Pero el hacinamiento de la gente en espacios pequeños, la suciedad de las calles, los vapores insanos que emanan de charcos y ríos..., todo esto puede provocar enfermedades. Si ahora estallase una plaga en Londres... ¡Que Dios nos asista!

Al decir esto, su esposa lo reprobó con la mirada:

—No asustes a la niña, John —le dijo, volviendo la atención a su bordado.

Los recuerdos de los últimos meses asomaron como fantasmas en medio de la oscuridad, ahora solo iluminada por la vela que Katie llevaba en la mano: comerciantes traficando con talismanes y rollos de pergaminos con hechizos que supuestamente ayudaban a combatir la epidemia. Profetas autoproclamados, como esa anciana, encaramados sobre cajas de madera en las esquinas de las calles pregonando a gritos el fin del mundo. En las paredes de las casas, carteles de curanderos anunciando las bondades de remedios que todo lo curaban.

Muchos de esos charlatanes se estaban haciendo de oro a costa de los desesperados que se agolpaban frente a sus puestos y tiendas, ávidos por hacerse con una pócima mágica. Katie había recorrido las calles con asombro, atraída mágicamente por los gritos de la gente que comerciaba con milagros.

Extendió la mano. Ahí estaba. La puerta. La madera fría y desigual al tacto, los herrajes de hierro, ásperos por la herrumbre. Sostuvo la vela en alto, se palpó el bolsillo de la falda para sacar la llave y la metió en la cerradura bajo la luz titilante.

En el sótano el aire era frío, olía a rancio y a viejo; de todos modos, era preferible a lo que había fuera, en la ciudad, donde el bochorno sin viento del verano pendía sobre las calles como una neblina pesada. Katie recordó el olor de las numerosas chimeneas que, pese a la época del año, no dejaban de arder porque, según se decía, purificaban el aire —olor a pimienta, a lúpulo y a incienso quemado y el omnipresente olor a tabaco—. Para evitar el contagio se instaba a fumar a todas las personas, también a los niños.

Katie hizo acopio de todo su valor, alzó la vela e iluminó la sala del sótano. Se encaminó hacia la pared más antigua de todo cuanto le rodeaba. Con un último esfuerzo estiró el cuerpo y retiró un ladrillo suelto. A continuación, introdujo la caja en el hueco que se abría detrás. Por un instante reposó la mano sobre la madera lisa. Permaneció así un rato, con el brazo extendido y los ojos cerrados, despidiéndose.

Luego se giró, abandonó el sótano con paso tambaleante y regresó al piso de arriba para aguardar el final.

Capítulo 1

1

Londres, septiembre de 1900

Adela miró a su alrededor con desesperación. Los lobos la acechaban, sus ojos relucían como ascuas en la oscuridad. El corazón le latía con tal fuerza que la garganta se le agitaba y a duras penas pudo dejar escapar un gemido asustado... ¿Más mermelada, querida?

La señora Westlake le acercó el tarro a Matilda con gesto distraído acariciando con la otra mano las hojas que tenía delante. Frunció el ceño con ademán pensativo.

—Me pregunto si acaso los lobos no estarán demasiado vistos.

Matilda levantó rápidamente la vista del periódico.

—Disculpe, ¿qué dice que ha visto usted?

Su casera se echó a reír.

—Pero, bueno, ¿qué hay que sea más interesante que mi heroína en apuros? —Al reparar en el artículo que Matilda estaba leyendo adoptó una expresión seria—. Maldita guerra. Hombres matándose entre sí en países remotos en los que no se les ha perdido nada. —Tras percatarse de la mirada de asombro de la joven, se encogió de hombros y se puso el dedo frente a los labios—. Aunque esto, claro está, yo solo lo digo en mi propia casa, cualquier otra cosa sería traición al Imperio.

Matilda tragó saliva y luego asintió:

—Tiene usted razón. Si por mí fuera, mi hermano se podría dedicar a vender limonada o salchichas por la calle, cualquier cosa con tal de que estuviera a salvo. Pero Harry siempre ha sido impetuoso, un aventurero, es totalmente incapaz de permanecer quieto. Así que se alistó.

La madre de Matilda había muerto cuando ella tenía trece años, seguida por su padre cuatro años después. Desde entonces solo habían sido ella y Harry. Su hermano era tres años mayor

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