Mi poli favorita (Cuerpos pasionales 4)

Marian Arpa

Fragmento

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Capítulo 1

Dennis Moore era un veterinario de Texas, Estados Unidos, que se trasladó a España por problemas familiares. Su esposa, de la cual se había separado, le hacía la vida imposible, hasta el momento que él dejó su casa, trabajo, familia y amigos, y empacó sus bártulos para empezar desde cero en otro lugar. Era eso o algún día terminaría ahorcando a aquella arpía.

Al tener una amiga que vivía en Izarbo y que poseía una casa rural, fue a pasar unos días allí. Necesitaba aclararse las ideas.

A Paola Jiménez la había conocido durante una estancia en Nueva York, donde había acudido a unas conferencias. Los dos se alojaban en el mismo hotel y habían hecho muy buenas migas. Ella le había hablado de su tierra y del negocio próspero que había levantado de la nada, el cual le daba unos buenos beneficios.

Paola era una mujer con la que era muy fácil entablar conversación, era dicharachera y divertida. En los pocos días que coincidieron se habían hecho amigos; y al despedirse, se dieron sus números de teléfono con la promesa de hablar de vez en cuando. De eso hacía ya cuatro años, y solían llamarse cada pocas semanas. Fue tal el feeling que creció entre ambos, a pesar de la distancia, que se conocían mejor que si fueran hermanos. En cierta forma, esa fue la relación que fueron cultivando.

Cuando Dennis llegó a Las vistas de Paola, que era como se llamaba la casa rural, su amiga lo recibió con alegría. Lo alojó, y en pocas horas él le había contado su problema.

—Tranquilo, te quedas aquí el tiempo que necesites. Ya sabes que mi casa es tu casa.

—No quisiera abusar.

—No te preocupes por eso, también te puedo mandar a trabajar, aquí nunca se termina la tarea —dijo ella guiñándole un ojo. Los dos rieron.

Eso era lo que le hacía falta a Dennis.

Al pasar los días, en los que él recorría el entorno, se fue enamorando del lugar. Los Pirineos eran maravillosos en abril. Los campos revivían del crudo invierno; los vivos colores verdes, los animales pastando por las montañas y los ríos caudalosos por el deshielo de las cumbres le daban la paz de la que hacía mucho que no disfrutaba.

Empezó a ayudar a su amiga en su negocio: iba a la compra con una Renault Kangoo y los vecinos empezaron a acostumbrarse a su presencia.

Una tarde en la que estaba cortando leña, vio un movimiento entre la maleza al otro lado del río Ara. Miró hacia allí y vio un animal que parecía estar herido. No lo dudó ni un segundo, clavó el hacha en el tocón y fue a cruzar el puente sobre las aguas turbulentas para llegar hasta lo que resultó ser un perro pastor de los Pirineos. Desde una distancia prudencial pudo ver la sangre que cubría su pelaje y que se lamía una pata delantera.

—Sh, tranquilo, amigo, te voy a ayudar —susurró.

El chucho pareció entenderlo, se le acercó despacio para no asustarlo y se acuclilló a su lado. Al reconocerlo vio que tenía una pata rota y una fea herida en el lomo, parecía como si lo hubiesen atropellado. Soltó un taco. Él amaba a los animales y no comprendía cómo podían existir personas que los abandonaran a su suerte después de un accidente. Susurrándole tonterías, lo cargó y lo llevó al establo donde Paola tenía la leña bien apilada.

—¿Qué pasa? —preguntó ella, que lo veía llegar con el perro en brazos.

—Está herido. En mi habitación tengo un maletín, ¿me lo puedes traer? —dijo al tiempo que dejaba al perro sobre una manta vieja en el suelo.

—Enseguida.

Mientras esperaba, cogió una de las toallas que usaba para lavarse en la fuente antes de entrar en la casa y la empapó de agua. A medida que iba limpiando las heridas del perro, que parecía estar alerta por lo que le hacía, se tragaba mil insultos.

Cuando Paola apareció, desinfectó las heridas del pastor y, dándole un anestésico local, le puso unos cuantos puntos y le entablilló la pata.

—Trae un cacharro con agua —pidió a su amiga. El animal lo vació enseguida y volvieron a llenarlo—. ¿Sabes de quién es?

—Podría ser de Juan, tiene varios de esta raza.

—Dime dónde puedo encontrarlo, imagino que se habrá dado cuenta de que le falta un perro.

Dennis fue en busca de Juan a la montaña frente a la casa rural y allí lo encontró. El hombre, de unos setenta años, estaba sentado en una roca y no se había percatado de la ausencia del perro, tenía otros cuatro que vigilaban las ovejas y correteaban en torno al rebaño. Cuando le dijo que estaba herido y lo había atendido, empezó a renegar.

—Hace un rato han pasado como locos cuatro motos de esas que se empinan por todas partes...

—¿Quads? —Había escuchado el ruido que hacían mientras cortaba leña.

Juan movía las manos como molinillos, señalando hacia la derecha, y Dennis pensó que se habrían ido por allí. Era posible que al perro lo hubiesen atropellado con un quad; sin embargo, imaginó que era improbable, el conductor habría ido por los suelos al chocar contra el chucho y era posible que se hubiese herido.

—Cualquier día de estos voy a venir con mi escopeta de caza y voy a pegar tiros a esos tipejos.

—No —exclamó Dennis, conteniendo las ganas de reír por las expresiones de ese hombre—. El monte es de todos, y se buscaría usted un buen lío si lo hace.

—Esos hijos de puta lo único que hacen es estropear los campos.

Él entendía la furia de ese hombre, había visto con sus propios ojos cómo dañaban los caminos y los alrededores.

***

Curar al perro de Juan hizo que corriera la voz por el pueblo de que era veterinario, y sin saber cómo se encontró que lo llamaban cuando alguien tenía problemas con algún animal.

Eso, junto con lo bien que se sentía en aquellas tierras, hizo que pensara en establecerse en aquel pueblo que, sin saber cómo, lo había enamorado. Su tranquilidad, su belleza y sus gentes que lo trataban como si hubiese nacido allí, a pesar de su fuerte acento inglés.

Un día, paseando por los alrededores, vio una granja que se vendía. Estuvo mirándola por todos los lados y al fin llamó al número que había colgado en un cartel.

Un mes más tarde ya estaba en plenas obras de restauración de la vieja construcción. Pensaba conservar el estilo de la casa, le gustaba, y dentro pondría las comodidades a las que estaba acostumbrado. También tenía hombres reconstruyendo los establos, que iba a dedicarlos a su clínica veterinaria. La propiedad era bastante grande y tenía terrenos de cultivo y bosques de pinos y abetos. ¡Le encantaba!

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Capítulo 2

Miranda Bernal era policía nacional en Huesca. A sus treinta y un años se había ganado el respeto de todos sus compañeros. Era concienzuda en su trabajo y tenía una intuición que raramente le fallaba. En su día a día se encontraba con delincuentes que, al ser mujer, trataban de tomarle el pelo, ¡pobres idiotas! Podrían engañar a alguno, pero a ella no. Hasta su superior le había pedido su opinión en algún caso que no acababa de ver claro.

Se mantenía en forma corriendo por la ciudad y en el gimnasio de la comisaría. Su unidad era como una familia bien avenida, a pesar de ser ella la única mujer y que, cuando llegó destinada allí, a algunas esposas de sus compañeros no les hizo ninguna gracia. No les gustaba que sus maridos trabajaran con aquella chica tan guapa. Eso terminó con el tiempo. Cuando la conocieron mejor, toda esa tontería pasó al olvido.

Miranda era una mujer con la que se podía contar las veinticuatro horas del día. No le importaba que cualquiera de sus compañeros la llamara para que lo cubriera en su turno. Al no tener pareja, no le molestaba trabajar más de la cuenta y doblar turnos.

Vivía en un piso en el paseo Ramón y Cajal de Huesca, cerca de donde pasaba el río Isuela. Le encantaba escuchar el sonido del agua cuando se tumbaba en la cama a descansar.

En sus días libres le gustaba perderse por las montañas, coger una mochila con bocadillos y salir a caminar por ahí. Tenía un jeep Gran Cherokee color marengo y recorría los caminos por sus amados Pirineos. Le encantaba parar por ahí, hacer caminatas y luego comer bajo la sombra de un árbol y beber agua de los ríos que en ese mes de abril bajaban caudalosos.

Ese lunes, que libraba, se preparó la mochila y bajó al aparcamiento del edificio. Se había calzado sus botas y unos vaqueros con una camiseta amarilla, cogió el anorak, en el monte hacía más frío que en la ciudad. Salió de la urbe, le apetecía pasar el día en Izarbo, un pintoresco y pequeño pueblo con una plaza Mayor que era una maravilla. Daría un paseo por los alrededores y luego comería en la casa rural de Paola, era una excelente cocinera y se conocían de las veces que había ido a hacer excursiones por allí. De eso hacía ya varios años.

Después de su caminata, fue a Las vistas de Paola.

—¡Cuánto tiempo sin verte! —exclamó su amiga, al tiempo que se acercaba a abrazarla.

—Sí, cierto.

—¿Todo bien? —preguntó Paola.

—Sí, sí, es solo que he estado vagabundeando por otros lugares —dijo con una risa—. Ya sabes que me gusta perderme por ahí.

—Claro que sí, ¿cómo te va la vida? —preguntó mientras servía dos cervezas. Se sentaron en una de las mesas del comedor principal, donde solían comer sus clientes y que ese día estaba vacío—. Te vas a quedar a comer, ¿verdad?

Miranda asintió y pasó a contarle casos en los que había trabajado en las últimas semanas.

—No hace mucho detuvimos a un grupo que se dedicaba a vender éxtasis cerca de la universidad. Son como una plaga, quitas uno de las calles y salen tres, como los champiñones.

—Si no tuviesen beneficio se buscarían otro lugar para hacer sus trapicheos.

—Lo jodido está ahí, que entre los estudiantes siempre hay quien compra. Los maestros están alerta y si ven algo raro nos avisan. Sin embargo, es difícil, los jóvenes quieren experimentar, y cuando empiezan...

El ruido de unas pisadas hizo que las dos se giraran hacia la puerta.

—Oh, te voy a presentar a Dennis, ¿te acuerdas que te he hablado de él en alguna ocasión?

—¿El americano? —Paola asintió—. ¿Qué está haciendo aquí?

—Es una larga historia, vino a pasar unos días y se quedó a vivir aquí. Está construyéndose una clínica veterinaria.

Él se paró en el umbral y, al ver la sonrisa de Paola, entró.

—Buenas tardes —saludó con su fuerte acento.

—Hola, Dennis, ven, te voy a presentar a mi amiga.

Las dos se levantaron.

—Soy Miranda —dijo extendiendo la mano—. Y tú debes ser Dennis, del que tanto me ha hablado Paola.

—Sí, el mismo. Es un placer conocerte, Miranda. —Él le estrechó la mano y pudo apreciar el firme apretón.

—Tenía ganas de conocerte. No sabes las veces que esta mujer me ha hablado de ti.

—Espero que bien. —Su sonrisa la dejó mirando aquella boca ancha y carnosa.

—Oh, sí. Le causaste muy buena impresión en Nueva York.

Mientras ellos hablaban, Paola fue en busca de otra cerveza para su amigo y se sentaron los tres.

—Me siento en desventaja, a mí nunca me habló de ti. —Dennis quedó hechizado bajo la mirada ámbar de aquella mujer. En unos segundos se dio cuenta de lo guapa que era, su pelo castaño con reflejos dorados estaba sujetado en una cola en la coronilla y deseó poder pasar los dedos entre ellos. Tenía una nariz respingona y una boca de labios gruesos que estaba hecha para el placer. Su cuerpo con suaves curvas era una gran tentación. Se reprendió a sí mismo, diciéndose que hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer.

La risa de las dos lo sacó de sus cavilaciones.

—Le estaba contando que te quedas a vivir en el pueblo.

—Sí, creo que he encontrado mi lugar en el mundo —contestó él mirando aquellos ojos ámbar que, al fijarse mejor, vio que tenían motitas verdes.

—Paola me dijo que vivías en Texas, ¿no estabas a gusto allí? —Su voz ronca y sensual era otro atractivo más.

—Miranda, deja tu vena policíaca, es de confianza. —Paola se reía de su amiga.

—¿Eres policía? —preguntó Dennis.

—Sí. Dame la satisfacción, ¿quieres? Respóndeme.

—Sí, durante muchos años. Hasta que... tuve que alejarme.

Su instinto policial hizo que Miranda se percatara de que había un motivo de peso para que él se marchara de su tierra, de su país. No lo iba a acribillar a preguntas, pero haría sus pesquisas. Si había algo turbio en aquel hombre no quería que estuviera cerca de su amiga.

Paola preparó unos solomillos de vaca con setas y una ensalada. Mientras comían, Dennis les contó los avances de las obras de lo que sería su casa y su negocio. Tenía unas ganas tremendas de que terminaran los obreros y disfrutar de la paz que estaba seguro de que encontraría en aquel lugar.

—En pocos días me llegará la maquinaria que necesito para la clínica.

Paola lo miró sonriendo.

—Aunque te has dado cuenta de que la mayoría de los ganaderos te llama para que vayas tú a sus granjas.

—Sí, pero necesito poder analizar sangre o hacer radiografías.

—No dudo que tendrás clientes; muchas veces, cuando ha habido problemas, el veterinario de la ciudad no ha llegado a tiempo y los animales han muerto.

—Eso es lo que quiero evitar.

Después de tomarse un arroz con leche, se sentaron en el patio con unos cafés. Miranda no apartaba la mirada de ese hombre tan atractivo. Su cabello negro tenía reflejos azulados cuando le daban los rayos de sol, y sus ojos oscuros parecían querer traspasarla. Modulaba muy bien las palabras con aquellos labios apetecibles. Siempre le habían gustado los hombres altos, y este además era musculoso. Un festín para sus ojos.

¿De qué estaría huyendo?

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