Prólogo
Castillo de Ponteland, Northumberland, marca inglesa, septiembre de 1306
Dios mío, ¿quién será a estas horas?
Mary descendió por la escalera bajo la luz de las antorchas con el corazón en un puño, tratando de atarse el cinturón de la bata de terciopelo que se había echado sobre el camisón. Para alguien como ella, esposa de uno de los hombres más buscados de Escocia y cuyo principal enemigo era ni más ni menos que el rey más poderoso de la cristiandad, ser despertada en plena noche con la noticia de que alguien esperaba tras las puertas del castillo solo podía provocar una reacción: pánico. Un pánico que resultó ser totalmente justificado cuando por fin entró en el salón y la persona que allí la esperaba se dio la vuelta y retiró la capucha de la capa totalmente empapada que portaba.
Mary sintió que su corazón dejaba de latir. A pesar de que la mujer llevaba la larga cabellera dorada oculta bajo el tocado más horrible que jamás hubiera visto y que el barro salpicaba los delicados rasgos de su rostro, supo quién era al instante.
Observó horrorizada aquellas facciones que se parecían tanto a las suyas.
—Janet, ¿qué estás haciendo aquí? ¡No deberías haber venido!
Inglaterra no era lugar para un escocés, fuese hombre o mujer, que estuviera relacionado directamente con Robert Bruce. Y Janet, al igual que Mary, lo estaba. Su hermana mayor había sido la primera esposa de Robert; su hermano, también mayor que ella, había estado casado con la hermana de Robert; su sobrino de cuatro años de edad, actual conde de Mar, estaba siendo perseguido junto a la esposa y actual reina de Robert por las tropas inglesas; y su sobrina era la única heredera del rey escocés. Pocas cosas alegrarían más el día a Eduardo de Inglaterra que poder poner las manos sobre otra hija de Mar.
Al oír el tono de reproche en la voz de Mary, su hermana gemela, apenas unos instantes más joven que ella, sonrió de oreja a oreja y se llevó las manos a la cadera.
—Vaya, así es como recibes a tu hermana, la misma que acaba de rodear Escocia en barco y ha cabalgado casi quince kilómetros bajo una lluvia constante a lomos del rocín más viejo y antipático que puedas imaginar...
—¡Janet! —la interrumpió Mary, impaciente. A pesar de que su hermana parecía ajena al peligro, Mary sabía que no lo era. Ella siempre había preferido enfrentarse a la realidad cara a cara, mientras que Janet era más partidaria de echar a correr con la esperanza de que los problemas no lograran alcanzarla.
Su hermana frunció los labios como siempre hacía cuando Mary la obligaba a reducir la velocidad.
—¡He venido a llevarte de vuelta a casa! ¿No es evidente?
Llevarla de vuelta a casa. A Escocia. Mary sintió que el corazón le daba un vuelco. Dios, ojalá fuese tan sencillo.
—¿Walter sabe que estás aquí? —No podía creer que su hermano hubiese aprobado un viaje tan peligroso como aquel—. ¿Y se puede saber qué es eso que llevas puesto? —le preguntó, mirándola de arriba abajo.
Mary había cometido el error imperdonable de hacerle dos preguntas seguidas y ahora su hermana ignoraría la que menos le conviniera, como siempre solía hacer. Janet sonrió de nuevo, apartó la pesada capa de lana oscura a un lado y le mostró la tosca falda del vestido, también de lana pero de color marrón, como si estuviera hecha con la mejor de las sedas, lo cual, teniendo en cuenta su afición a vestir precisamente con ese tejido, hacía que su elección de atuendo resultara aún más extraña.
—¿Te gusta?
—Pues claro que no... es horrible. —Mary arrugó la nariz, y es que no podía ocultar que compartía el mismo gusto por lo bello que su hermana. ¿Eso eran agujeros de polilla?—. Pareces una monja con esa toca tan anticuada, una monja y además pobre.
Al parecer eso era lo que su hermana esperaba oír, puesto que sus ojos se iluminaron al instante.
—¿Lo dices en serio? Puse todo mi empeño, pero no tenía demasiado con lo que trabajar...
—¡Janet! —Mary la interrumpió antes de que se dejara llevar de nuevo por la emoción. ¡Dios, se alegraba tanto de verla! Sus ojos se encontraron con los de su hermana y enseguida sintió que se le formaba un nudo en la garganta—. No deberías estar a-aquí.
No pudo evitar que se le quebrara la voz, lo cual provocó que el buen humor de Janet se diluyera al instante. Un segundo más tarde Mary se encontró arropada entre los brazos de su hermana y ya no pudo contener más las lágrimas que llevaba aguantándose desde hacía seis horribles meses, los mismos que habían pasado desde que su marido la abandonara.
—Aquí estaréis a salvo —le había dicho él con tono despreocupado y la mente puesta ya en la batalla que le esperaba. John Strathbogie, conde de Atholl, había decidido qué camino quería seguir y no permitiría que nada ni nadie se interpusiera en sus deseos, y mucho menos ella, la niña que nunca había querido a su lado y la esposa de cuya existencia apenas era consciente.
—¿Por qué no podemos ir con vos? —preguntó Mary, tragándose el poco orgullo que le quedaba.
Él frunció el ceño y volvió el rostro hacia ella con gesto impaciente, el mismo rostro hermoso y perfecto que un día no muy lejano había conquistado el corazón de Mary.
—Intento protegeros, a David y a vos. —El hijo que casi le era tan desconocido como su propia esposa. Al ver su reacción, el conde suspiró—. Vendré a buscaros en cuanto pueda. Estaréis más segura aquí en Inglaterra. Si algo sale mal, Eduardo no podrá culparos de nada.
Por desgracia, no imaginaban hasta qué punto podían salir mal las cosas. Partió rebosante de confianza, seguro de la rectitud de su causa e impaciente por combatir en la batalla que le aguardaba. El conde de Atholl era un héroe, siempre entre los primeros voluntarios dispuestos a levantar la espada para responder a la llamada de la libertad. En los últimos diez años había participado en casi todas las grandes batallas que ingleses y escoceses habían disputado para conseguir la independencia de Escocia. Por la causa había sido encarcelado, obligado a luchar en el ejército de Eduardo, había entregado a su propio hijo como rehén hacía ya más de ocho años y sus tierras a ambos lados de la frontera habían sido confiscadas (aunque finalmente le fueron retornadas). Sin embargo, nada de todo eso había impedido que respondiera otra vez a la llamada, esta vez para apoyar las pretensiones al trono de Robert Bruce, el que fuera cuñado de su esposa Mary.
Sin embargo, el ejército de Robert se había dispersado tras caer derrotado en el campo de batalla en dos ocasiones y ahora su esposo, uno de los tres condes que había presenciado la coronación de Bruce para luego unirse a él en su rebelión contra Eduardo de Inglaterra, se había convertido en uno de los hombres más buscados de Escocia.
Hasta el momento, eso sí, Atholl no se había equivocado: Eduardo no había dirigido su vengativa mirada hacia la esposa y el hijo que el «conde traidor» había dejado tras de sí. El hijo que le había sido arrebatado con apenas seis meses para ser criado y educado en la corte inglesa y que aquel mismo año le había sido devuelto con la condición de que permaneciera confinado en sus propiedades de Inglaterra. Pero ¿hasta cuándo se librarían de la ira de Eduardo y de la mácula que suponía la traición del conde? No pasaba un solo día sin que Mary temiera asomarse a la ventana de la torre y encontrarse al ejército del rey rodeándolos.
Estaba cansada de vivir sumida en un miedo continuo, de tener que esforzarse para ser valiente a todas horas. Lloró sobre el hombro de su hermana, dejando que las emociones que durante tanto tiempo había luchado por reprimir se desbordaran en un torrente de sollozos sentidos y llenos de dolor.
—Por supuesto que tenía que venir —dijo Janet, murmurándole palabras de consuelo al oído hasta que las lágrimas por fin remitieron. Solo entonces sujetó a Mary por los hombros y la apartó para poder mirarla a los ojos—. ¿Se puede saber qué te has hecho? Estás escuálida como un junco. ¿Cuándo comiste por última vez?
Su voz se parecía tanto a la de su madre, fallecida hacía casi quince años ya, que a Mary por poco no se le escapó una sonrisa. A pesar de ser la menor de las dos, Janet siempre había sido la hermana protectora. La decepción del matrimonio de Mary, la separación de su hijo, la muerte de sus padres, de su hermana y de su hermano; Janet siempre se había ocupado de secar las lágrimas de su hermana gemela.
Mary ni siquiera se había dado cuenta de lo terriblemente sola que se sentía hasta que había visto a Janet de pie frente a la chimenea, calada hasta los huesos y vistiendo extraños ropajes, pero allí, con ella.
Sin esperar una respuesta, Janet se hizo con el mando y ordenó a una de las sirvientas que llevara vino, pan y queso. La joven observó por un momento los rostros casi idénticos de las dos hermanas, pero enseguida obedeció las órdenes de la menor de las gemelas. Mary no pudo evitar que se le escapara una sonrisa cuando, un poco más tarde, se encontró sentada a la mesa con un plato enorme de comida delante. Janet se había quitado la capa y la había colgado junto a la chimenea para que se secara, pero todavía vestía la toca y el velo que, junto con la gran cruz de madera que le colgaba del cuello, parecían sugerir que su hermana era una monja. La miró de nuevo y no pudo evitar sufrir por ella.
—No deberías haber venido, Janet. Duncan se pondrá furioso cuando sepa lo que has hecho. —Dudó un instante antes de preguntar—. ¿Cómo te las has arreglado para viajar desde el castillo de Tioram hasta aquí sin su ayuda?
Janet esbozó una sonrisa.
—Encontré un par de oídos que eran más compasivos que los suyos.
Los ojos de las dos hermanas se encontraron. No era difícil adivinar a quién se refería.
—¿Lady Christina?
Su hermano Duncan estaba casado con Christina MacRuairi, conocida como la Dama de las Islas, la única heredera legítima al señorío de Garmoran. Ella era una fuerza de la naturaleza, y nunca dudaba en desafiar a su formidable hermano si creía que la causa valía la pena.
Janet asintió.
—Lo del atuendo fue idea suya. También se ocupó de los hombres y del birlinn. —Por supuesto, pensó Mary. Solo los isleños de lady Christina poseían la destreza necesaria como marineros para pasar ante las narices de la flota inglesa sin que nadie se percatara de sus movimientos—. Desembarqué al norte de Newcastle-upon-Tyne y allí compré un caballo. ¡Doce libras por un rocín terco y malcarado, con más años que yo y que encima no vale ni siquiera la mitad de ese dinero! Espero que el dueño vaya al infierno por aprovecharse de una monja.
Janet estaba tan indignada que Mary decidió no recordarle que en realidad no era monja.
—Me ha llevado unas cuantas horas más de las que esperaba, pero lo he conseguido. Me he cruzado con un destacamento de soldados ingleses y ni siquiera me han mirado.
Mary se alegró de estar sentada. Solo su hermana era capaz de relatar un periplo de cientos de kilómetros bordeando la costa escocesa por aguas traicioneras hasta el corazón del reino de Inglaterra, seguido de una cabalgata de quince kilómetros más atravesando tierras asoladas por la guerra para finalmente encontrarse frente a frente con el enemigo como si nada de todo aquello tuviese la menor importancia.
—Por favor, dime que no has venido sola hasta aquí.
Janet la miró como si fuera estúpida.
—Pues claro que no. He traído a Cailin conmigo.
Mary masculló algo entre dientes. Cailin había cumplido, como mínimo, sesenta años, ni un solo día menos. Casado con su ama de cría, había sido maestro de caballerizas de su padre, y Janet hacía lo que quería con él desde que las hermanas tenían dos años. Estaba dispuesto a protegerlas hasta la muerte si era necesario, pero de ninguna manera podía considerarse un guerrero.
—Al principio no le hizo mucha gracia tener que raparse la coronilla —explicó Janet con una sonrisa en los labios—, pero lo cierto es que parece un monje de verdad. Lo he enviado a la cocina para que se seque y coma algo mientras recoges tus cosas y las de David. Tenemos que irnos cuanto antes. He traído un vestido como el mío para ti, aunque imagino que te vendrá demasiado grande. —Miró a su hermana de arriba abajo y arrugó de nuevo la nariz—. Por el sagrado templo de Jerusalén, Mary, estás enjuta como un gorrioncillo moribundo. —Janet era incapaz de morderse la lengua, ni siquiera en aras de la vanidad. Mary sabía que había perdido peso, pero no fue consciente de cuánto hasta que vio la expresión de preocupación en el rostro de su hermana—. Tendremos que arreglárnoslas tal como está. También he traído una capa para Davey; aún es demasiado joven para pasar por monje.
David tenía nueve años. Había sido concebido cuando Mary apenas había cumplido los catorce y nació mientras su padre permanecía prisionero en la Torre de Londres tras su primer conato de rebelión. Después de casarse, Mary había tardado casi dos años en volver a ver a su esposo, un presagio ciertamente agorero de lo que estaba por llegar.
Deseaba con toda su alma aceptar el ofrecimiento de su hermana y, si se hubiera tratado únicamente de ella, lo habría hecho sin pensárselo dos veces. Estaba dispuesta a hacer casi cualquier cosa con tal de poder regresar a Escocia, pero tenía que pensar en el futuro de David. Las rebeliones del conde de Atholl contra el rey Eduardo le habían robado la infancia y Mary no estaba dispuesta a permitir que ocurriera lo mismo con su patrimonio. No mientras existiera la posibilidad de escapar ilesos de la pesadilla en la que vivían inmersos.
Mary negó lentamente con la cabeza y por un momento creyó que no sería capaz de controlar las lágrimas.
—No puedo. Me encantaría, pero no me atrevo. Si intentamos abandonar Inglaterra, Eduardo nos considerará traidores y David perderá todos los derechos sobre el título de su padre. Atholl vendrá a buscarnos en cuanto pueda.
Tenía que confiar en él, no le quedaba más remedio. A pesar de todo lo que había sucedido, se negaba a creer que el conde fuera a abandonarlos a su suerte.
Janet permaneció inmóvil, con los ojos, enormes y azules, abiertos como platos.
—¿No lo sabes?
Algo en la voz de su hermana puso a Mary en estado de alerta; un escalofrío le recorrió la piel como una fina capa de hielo.
—¿Qué debería saber?
—Robert ha escapado, ha huido a las Islas con la ayuda de nuestro hermano y de lady Christina. Por desgracia, la comitiva de la reina fue interceptada en Tain hará poco más de una semana. El conde de Ross violó el santuario de Saint Duthac y los hizo arrestar. —Mary reprimió una exclamación de sorpresa ante semejante sacrilegio—. Por eso estoy aquí.
Mary sintió que se ponía pálida por momentos.
—¿Y Atholl? —preguntó aturdida, aunque ya sabía la respuesta.
Janet no dijo nada. No hacía falta que lo hiciera. Mary sabía que su marido estaba con las mujeres. Lo adoraban. Al fin y al cabo, era un héroe.
Pero ahora todo había terminado: el heroico conde escocés había caído en manos del enemigo. El corazón le dio un vuelco. Después de tantas decepciones, de tanto dolor, Mary aún sentía las punzadas del amor adolescente de los primeros años. Hacía tiempo que aquellos sentimientos se habían desvanecido casi por completo, pero imaginarlo encadenado en una mazmorra fue suficiente para resucitar cualquier vestigio que pudiera quedar de los sueños que una vez había albergado y que aún anidaban en su corazón.
«¿Por qué, John? ¿Por qué ha tenido que terminar así?» No sabía si se refería a su matrimonio o a su vida. Quizá a los dos.
—Lo siento —dijo Janet, cubriendo las manos de su hermana con las suyas. Nunca le había gustado el esposo de Mary, pero parecía comprender sus sentimientos—. Creía que lo sabías.
Mary negó con la cabeza.
—Aquí estamos solos. Sir Adam viene cuando puede, pero hace una semana su presencia fue requerida en la corte... —De pronto guardó silencio, consciente de que las fechas probablemente no eran una coincidencia. ¿Lo sabía?
Imposible. Mary rechazó la idea de inmediato. Durante los últimos seis meses, sir Adam Gordon había hecho todo lo que estaba en su mano para protegerlos, a David y a ella, hasta el extremo de convertirse en garantía para la liberación de su hijo. Era uno de los amigos más íntimos de Atholl. Habían luchado codo con codo en Dunbar y Falkirk, y, tras la derrota, habían servido en el ejército del rey Eduardo en Flandes. A pesar de que ambos defendían posiciones enfrentadas en cuanto a la coronación de Bruce —sir Adam seguía siendo fiel al derrocado rey Juan Balliol y se había posicionado contra Bruce del lado de sus antiguos enemigos, los ingleses—, Mary sabía que sir Adam haría todo lo que pudiera con tal de mantenerlos a salvo.
—No podemos demorarnos más —dijo Janet—. Los hombres de Christina nos están esperando. Tenemos que reunirnos con ellos antes del amanecer.
Mary aún dudaba, y es que la captura de Atholl apenas había cambiado las cosas. O quizá ahora era más importante que nunca no tomar decisiones apresuradas. Aun así, esperar para saber si la ira de Eduardo acabaría cayendo sobre ellos o no era como meterse en una jaula con un león hambriento y confiar en que el animal no se percatara de su presencia.
¿Qué hacer? Mary apenas sabía lo que era tomar decisiones importantes. Su padre primero y luego su esposo se habían ocupado de hacerlo por ella. Envidiaba la independencia de su hermana en aquel mundo dominado por hombres, y es que a pesar de haber estado prometida dos veces, en ambas ocasiones la boda había sido cancelada por la muerte del futuro esposo.
Janet se había percatado de su indecisión. Sujetó a Mary por los hombros y la obligó a mirarla a los ojos.
—No puedes quedarte aquí, Mary. Eduardo ha perdido el juicio por completo. Dicen que...
De repente guardó silencio, como si las palabras le resultaran demasiado dolorosas.
—¿Qué? —preguntó Mary.
Los ojos de su hermana se llenaron de lágrimas.
—Dicen que ha ordenado colgar a nuestra sobrina Marjory en una jaula en lo alto de la Torre de Londres.
Mary reprimió una exclamación de horror. ¿En una jaula? No podía creerlo, ni siquiera de Eduardo Plantagenet, el autoproclamado «Martillo de los escoceses» y el rey más despiadado de toda la cristiandad. Marjory, la hija que Robert había tenido con su difunta hermana, que apenas era una niña.
—No puede ser. Seguro que lo has entendido mal.
Janet negó con la cabeza.
—Y a Mary Bruce y a Isabella MacDuff también.
¡Santo Dios! Le costaba imaginar a alguien capaz de idear semejante barbaridad, y contra mujeres ni más ni menos. Tragó saliva, a pesar del nudo que le obstruía la garganta.
De pronto su hermana se volvió hacia la ventana.
—¿Has oído eso?
Mary asintió y, por segunda vez en una sola noche, sintió que se le aceleraba el corazón.
—Parecen caballos.
¿Sería demasiado tarde ya? ¿Habrían llegado los soldados que tanto temía?
«Una jaula...»
Las dos hermanas corrieron hacia la torre pele, una estructura defensiva de planta cuadrada muy habitual en la frontera. Estaba oscuro y seguía lloviendo a mares, pero Mary consiguió distinguir las siluetas de tres jinetes que se acercaban montados a caballo. Sin embargo, tuvo que esperar a que entraran en el círculo de luz que proyectaban las antorchas de la entrada para poder ver sus emblemas y respirar tranquila.
—Es sir Adam —anunció con un suspiro de alivio.
Pero la alegría le duró poco. Si sir Adam se tomaba la molestia de visitarla a aquellas horas de la noche, seguramente contaba con una razón de peso para hacerlo y, teniendo en cuenta las circunstancias en las que se encontraba Mary, era probable que no fuera nada bueno. El senescal del conde abrió las puertas del salón un poco más tarde y Mary ni siquiera esperó a que se cerraran tras él para abalanzarse sobre el caballero.
—¿Es cierto? ¿Atholl ha caído preso?
Sir Adam frunció el ceño, visiblemente sorprendido al ver que Mary ya sabía lo ocurrido, pero cuando vio a su hermana sentada a la mesa la sorpresa se desvaneció por completo.
—Lady Janet —dijo saludándola con un gesto de la cabeza—. ¿Qué hacéis aquí?
Antes de que su hermana pudiera contestar, Mary repitió la pregunta de nuevo.
—¿Es cierto?
Sir Adam asintió y la expresión de su rostro, impasible y curtido por mil batallas, se derrumbó. Solo tenía cuarenta años, los mismos que Atholl, pero los rigores de la guerra habían hecho mella en sus facciones. Tal como les había sucedido a todos, pensó Mary. Ella apenas tenía veintitrés años, pero a veces sentía que había vivido el doble.
—Sí, muchacha, es cierto. Ahora mismo lo llevan hacia Kent para ser juzgado en Canterbury.
Mary ahogó una exclamación de horror. Al escoger Kent como emplazamiento para el juicio, el rey Eduardo dejaba bien claro cuál sería el veredicto. Como tantos otros nobles escoceses, Atholl tenía un número importante de propiedades en Inglaterra, algunas de ellas en Kent. Precisamente para conservar esas tierras, Atholl había tenido que jurar lealtad a Eduardo, de modo que, a pesar de su origen escocés, sería juzgado como un súbdito inglés más.
El mundo se desmoronó a su alrededor; esta vez nada ni nadie librarían al conde de Atholl de pasar por el cadalso. Lo vio reflejado en el rostro de sir Adam, sin embargo también vio algo más.
—¿Qué ocurre?
Sir Adam desvió la mirada hacia su hermana gemela.
—No deberíais estar aquí, muchacha. No podéis permitir que os vean. —Miró a Mary y luego otra vez a Janet—. Si no os conociera tan bien me costaría distinguiros.
—¿Quién no puede verme? —preguntó Janet, poniendo voz a las dudas de Mary.
Sir Adam suspiró y se volvió hacia Mary.
—Por eso estoy aquí. Me he adelantado para avisaros. Eduardo ha enviado a sus hombres para recogeros a vos y al joven David.
Mary se quedó petrificada. De pronto, apenas era capaz de hablar.
—¿Nos van a arrestar?
—No, no. Perdonadme, no quería asustaros. El rey solo quiere asegurarse de que tanto vuestras necesidades como las de Davey estén convenientemente cubiertas.
Janet tuvo que reprimir una carcajada de incredulidad.
—¿Que sus necesidades estén convenientemente cubiertas? Curiosa forma de decirlo. ¿También se está ocupando de las necesidades de nuestra sobrina Marjory?
Sir Adam no pudo reprimir una mueca de disgusto.
—Ahora mismo Eduardo se está dejando llevar por la ira, pero cuando se calme reconsiderará sus decisiones. No puedo creer que piense colgar a esa pobre niña en una jaula. —Sus ojos se encontraron con los de Mary—. El rey no os culpa ni a vos ni a David de las acciones de Atholl. Sabe que habéis sido una súbdita leal y David es casi como un nieto para él, después de haber pasado ocho años con el príncipe Eduardo. No estáis en peligro, ni vos ni vuestro hijo.
—Pero ¿y si os equivocáis? —intervino Janet—. ¿Estáis dispuesto a arriesgar la vida de mi hermana poniéndola a merced del temperamento imprevisible de Eduardo Plantagenet? —Todo el mundo sabía de los ataques de ira del monarca, herencia de sus antepasados Angevin que, según las malas lenguas, descendían directamente del mismísimo diablo. Janet negó con la cabeza—. De ninguna manera, he venido hasta aquí para llevármela de vuelta a Escocia.
Sir Adam miró fijamente a Mary.
—¿Es eso cierto, muchacha? ¿Pensáis huir de Inglaterra?
Pero Mary no respondió a la pregunta. Lo miró a los ojos, suplicándole en silencio que le dijera la verdad.
—¿Tiene intención el rey de llevarse a mi hijo como prisionero a otra fortaleza inglesa?
En los ojos de sir Adam brilló un breve destello de incertidumbre.
—Lo desconozco.
Mary sintió que un intenso dolor le atravesaba el pecho. Habían transcurrido ya nueve años, pero el recuerdo del día en que le habían arrancado a su hijo de los brazos era tan intenso que bien podrían haber pasado apenas unas horas. De pronto tomó una decisión. No permitiría que le arrebataran a su hijo por segunda vez, su pobre hijo que ya era más inglés que escocés. Miró a sir Adam a los ojos.
—¿Nos ayudaréis?
Él dudó un instante, y nadie podía culparlo por ello. Mary odiaba tener que pedirle ayuda una vez más cuando ya había hecho tanto por ella, pero con los hombres de Eduardo tan cerca tampoco le quedaba otra elección.
Las dudas de sir Adam no duraron demasiado.
—¿Habéis tomado una determinación?
Ella asintió. Esta vez Atholl no acudiría en su ayuda, así que todo dependía de ella. Sir Adam suspiró, dejando bien claro que no estaba de acuerdo pero también que era consciente de que no conseguiría hacerla cambiar de idea.
—En ese caso haré lo que esté en mi mano para retrasarlos. —Se volvió hacia Janet—. ¿Tenéis forma de desplazaros?
—Sí —asintió Janet.
—Pues será mejor que busquéis a David y os marchéis cuanto antes. Llegarán en cualquier momento.
Mary abrazó al caballero.
—Gracias —le dijo, mirándolo con los ojos llenos de lágrimas.
—Haré lo que sea necesario para protegeros —respondió él con solemnidad. El corazón de Mary rebosaba gratitud. Ojalá su esposo hubiera estado dispuesto a hacer lo mismo por ella—. Le debo mi vida a Atholl. —El padre de sir Adam había caído durante la batalla de Dunbar, pero su hijo había podido escapar con vida gracias a la heroicidad del conde. Mary aún recordaba el tiempo en que se sentía orgullosa de la valentía y del arrojo de su esposo. Sin embargo, a él no le bastaba con tan poco. Admirar desde la distancia a un hombre así era muy distinto a estar casada con él.
Se puso las ropas que Janet había llevado consigo para ella, que efectivamente eran demasiado grandes y le colgaban de los hombros como un saco, y se dirigió hacia los aposentos de su hijo para despertarlo. Si su hermana percibió la desconfianza en los ojos del muchacho al mirar a su madre, no dijo nada al respecto. Davey necesitaba tiempo, eso era todo, se repitió Mary por enésima vez, aunque ya habían pasado tres meses desde su regreso y su hijo aún rehuía el contacto con ella. Quizá le resultaría menos doloroso si no se pareciera tanto a su padre, pero a excepción del cabello claro que había heredado de ella, por lo demás el chico era la viva imagen de su apuesto padre.
Por suerte, David no puso objeción alguna a que lo despertaran en medio de la noche, le echaran una capa de tosca lana sobre los hombros y lo hicieran salir al exterior, a pesar de la tormenta que aún seguía descargando. Crecer en Inglaterra como un prisionero más, aunque con más privilegios que la mayoría, lo había convertido en un maestro en el arte de guardarse sus opiniones para sí mismo, tanto que ni siquiera su propia madre había sido capaz por el momento de resolver el enigma que era su hijo.
Cailin, al verla, le dio un abrazo fuerte como el de un oso y Mary tuvo que disimular una sonrisa. Janet estaba en lo cierto: con el rostro redondo y jovial, y una panza igualmente generosa, ciertamente podía pasar por un monje sin despertar la más leve sospecha.
Cambiaron el caballo que Janet había llevado por dos de su propio establo —ella montaría con Davey y Janet haría lo propio con Cailin— y partieron rumbo a la costa.
Avanzaron lentamente por el camino, resbaladizo y cubierto de barro por culpa de la lluvia. La tormenta caía con tanta fuerza que no podían mantener las antorchas encendidas y apenas veían nada. Lo peor, sin embargo, era el miedo constante a que pasara algo, los nervios a flor de piel y los sentidos agudizados a la espera de percibir el más mínimo ruido que delatara la posición de sus perseguidores.
Afortunadamente, con cada kilómetro que dejaban atrás parte de ese miedo se desvanecía.
De pronto Janet confirmó lo que Mary ya sospechaba: se acercaban a su destino.
—Casi hemos llegado. El birlinn está escondido en una cueva, al otro lado del puente.
Mary no podía creerlo. ¡Estaban a punto de lograrlo! Por fin podría volver a casa. ¡A Escocia! Pero mientras cruzaban el puente de madera que atravesaba el río Tyne, oyó un sonido a lo lejos que le heló la sangre. No eran los cascos de los caballos sobre el barro que tanto había temido, sino el fragor del metal al otro lado del puente.
Janet también lo había oído. Sus ojos se encontraron durante una fracción de segundo; de pronto su hermana arreó su montura y se lanzó hacia el puente con un grito desgarrador.
Mary le gritó que se detuviera, pero Janet, con Cailin sentado detrás de ella, siguió avanzando al galope. Mary sujetó a su hijo por la cintura con todas sus fuerzas y arreó su montura tras ella, sumergiéndose en la oscuridad y dirigiéndose hacia el corazón de la batalla, que cada vez se oía más y más cerca.
—¡Janet, detente! —gritó. Su hermana se dirigía hacia una muerte segura. No sabía cómo, pero los ingleses habían conseguido dar con los hombres de las Islas, que ahora luchaban por sus vidas.
Afortunadamente, aunque Janet no estuviera pensando con la cabeza, Cailin sí lo hacía. El viejo sirviente tiró de las riendas del caballo hasta que este redujo la velocidad y Mary y David pudieron alcanzarlos.
Janet intentó arrancarle las riendas de las manos a Cailin.
—Cailin, devuélvemelas. —Mary estaba muy cerca y podía ver la tensión frenética en los ojos de su hermana—. Tengo que ir. Tengo que ver qué está pasando.
—Dejándoos matar no les seréis de ninguna ayuda —le espetó Cailin con dureza, más de la que Mary jamás había oído salir de su boca—. Si os cruzáis en su camino preferirán defenderos a vos que a sí mismos.
Los ojos de Janet se llenaron de lágrimas.
—Pero es culpa mía.
—Nada de eso —intervino Mary con vehemencia—. La culpa no es tuya, es mía. —Y era cierto. Jamás debería haber permitido que las cosas llegaran tan lejos. Tendría que haber huido hacía meses, pero cuando quedó claro que la causa de Bruce estaba perdida prefirió confiar en que su marido volviera a buscarlos. ¿Les había dedicado el conde un solo instante de sus pensamientos, a ellos y a lo que les sucedería en su ausencia, mientras cabalgaba veloz hacia la gloria eterna?
—¿Quién lucha, madre? —preguntó David.
Mary miró el rostro solemne y hermético de su hijo.
—Los hombres que nos han traído a tu tía.
—¿Significa eso que ya no nos vamos?
No pudo evitar sentir una punzada en el corazón al percibir el alivio en la voz de su hijo. Pero ¿acaso podía culparlo por no querer partir rumbo a Escocia? Inglaterra era el único hogar que conocía.
¡Dios, cómo le habían fallado!
No le respondió directamente, sino que miró a su hermana.
—Tenemos que regresar antes de que nos descubran.
No podían volver a Escocia, no por sus propios medios.
—No os deis por vencida todavía, mi señora —dijo Cailin—. Los MacRuairi saben luchar.
Pero ¿cuánto tiempo serían capaces de esperar?
Al final no tuvieron que tomar ninguna decisión. Apenas unos segundos más tarde oyeron el sonido de los cascos de los caballos acercándose en su dirección. ¡Los ingleses huían! Por desgracia se dirigían hacia el puente y ellos se encontraban precisamente en su camino.
—Rápido —exclamó Mary. Corrieron de nuevo hacia la otra orilla para evitar acabar atrapados entre los ingleses y los hombres de las Islas que, a juzgar por el fragor de la persecución, se habían lanzado al galope tras sus enemigos.
Mary acababa de llegar al otro lado del puente cuando, de pronto, oyó gritar a Janet tras ella. Se dio la vuelta justo a tiempo para ver cómo Cailin se caía del caballo y aterrizaba sobre las planchas de madera con un horrible estruendo.
De repente fue como si todo sucediera al mismo tiempo. Janet detuvo su montura y desmontó de un salto para ayudar a Cailin. El anciano se había desplomado de bruces y tenía una flecha clavada en la espalda. Mary levantó la mirada por encima de su hermana y vio que la colina de la que acababan de escapar estaba cubierta de hombres. Los feroces gritos de guerra de los isleños atravesaban el gélido viento nocturno. Los perseguidores habían alcanzado a su presa y las orillas del río se habían transformado en un auténtico campo de batalla.
Mary levantó la voz por encima del estrépito del metal.
—¡Déjalo, Janet! ¡Déjalo, por lo que más quieras! —Los ingleses se dirigían hacia su hermana en un vano intento por escapar de los hombres de las Islas. Si no hacía algo, y pronto, su hermana terminaría aplastada bajo sus botas.
Sus ojos se encontraron, a pesar de los quince metros que las separaban. Mary sabía que Janet jamás abandonaría a Cailin. Estaba intentando levantarlo del suelo, sujetándolo por las axilas, pero el anciano pesaba demasiado para ella.
Hizo girar su montura, decidida a sacar a su hermana de aquel puente arrastrándola si hacía falta, cuando de pronto le pareció oír una voz que gritaba «No» a sus espaldas justo en ese preciso instante en que un estruendo ensordecedor hacía temblar la tierra.
Gritó, apretó a David contra su pecho y sujetó las riendas del caballo como si le fuera la vida en ello, mientras luchaba por no caerse de la silla. Casi había conseguido dominar al animal cuando un destello sumió el puente en una luz cegadora. ¿Un rayo? Y el más extraño que jamás hubiera visto.
«¡Oh, Dios, Janet!» Horrorizada, vio cómo el puente estallaba en una bola de fuego y su hermana desaparecía engullida por la luz. Lo último que recordaba era a sí misma sujetando a su hijo contra el pecho mientras ambos se precipitaban de espaldas al suelo desde la grupa del caballo.
Más tarde, cuando despertó, seca y abrigada en sus aposentos, al principio pensó que todo había sido una pesadilla. Pero entonces se dio cuenta de que la pesadilla no había hecho más que empezar.
Cailin estaba muerto y su hermana seguramente había corrido la misma suerte al precipitarse a las oscuras aguas del río cuando el puente se había desintegrado bajo sus pies. La voz que había oído era la de sir Adam. El caballero había llegado justo a tiempo para verla caer. David estaba ileso, pero Mary había perdido el conocimiento al golpearse la cabeza contra una piedra y tenía la espalda fuertemente dolorida.
Sin embargo, las magulladuras eran el menor de sus problemas. Si no hubiera sido por sir Adam, las semanas siguientes habrían sido sin duda un auténtico calvario.
Para proteger a Mary de la ira del rey Eduardo, sir Adam mintió y dijo que los hombres de Bruce se la habían llevado contra su voluntad. También suplicó al rey que permitiera a la joven recuperarse de sus heridas antes de viajar a Londres. De este modo, Mary y David no tuvieron que presentarse ante el monarca hasta noviembre y pudieron pasar casi dos meses juntos hasta que los hombres de Eduardo se llevaron a David prisionero a la residencia del príncipe de Gales para que sirviera como guardia real.
Mary dejó la corte y regresó a Ponteland (donde debía permanecer siguiendo las órdenes del rey Eduardo) el 14 de noviembre, una semana después de que el conde de Atholl fuese ahorcado desde un patíbulo más alto de lo normal, especialmente construido para la ocasión tal como correspondía a alguien con un estatus tan «elevado» como el suyo —la cruel respuesta del rey Eduardo al recordatorio por parte de su esposo del vínculo familiar que los unía—. Mientras abandonaba la ciudad, Mary evitó levantar la mirada al pasar bajo los portones del Puente de Londres, donde la cabeza de su esposo había sido empalada junto a las de William Wallace y Simon Fraser, también ilustres traidores escoceses como él (o héroes, según en qué lado de la frontera se preguntara).
Era la última vez que el galante y apuesto caballero levantaba la espada en defensa de una causa noble. Mary había superado hacía ya mucho tiempo el amor que sentía por Atholl —¿o quizá no había sido más que una obsesión de juventud?—, de modo que la profundidad de su dolor la cogió por sorpresa. Pero no era solo dolor, sino también rabia e impotencia por lo que les había hecho.
Podía considerarse afortunada, o al menos eso era lo que se comentaba: no acabaría sus días en un convento como solía ocurrirles a las esposas y a las hijas de los traidores. Se había salvado gracias a su «lealtad», al aprecio que el rey sentía por su hijo y a la garantía que suponía el apoyo incondicional de sir Adam. En otras circunstancias habría aceptado con gusto la paz y la soledad de un convento, lejos del tumulto de la guerra que ya le había arrebatado a su padre, a su hermano y ahora a su esposo, pero se había prometido a sí misma que haría todo lo que estuviera en su mano para que algún día su hijo heredara el título de su difunto padre, y que jamás dejaría de buscar a su hermana, puesto que en lo más profundo de su corazón se negaba a creer que estuviera muerta. La vida que conocía, por desgracia, ya era cosa del pasado.
1
Newcastle-upon-Tyne, Northumberland, marca inglesa, julio de 1309
Mary entregó al comerciante el paquete que representaba casi trescientas horas de trabajo y esperó pacientemente mientras el hombre examinaba las distintas bolsas, cintas y cofias con la misma minuciosidad que había mostrado el primer día en que le había llevado sus mercancías para que las pusiera a la venta, hacía casi tres años.
Cuando terminó, el anciano se cruzó de brazos y la observó con el ceño fruncido.
—¿Habéis hecho todo esto en cuatro semanas? Debéis de tener un buen equipo de duendecillos trabajando por las noches para vos, milady, porque la última vez que nos vimos me prometisteis que este mes bajaríais el ritmo.
—El mes que viene, os lo prometo —le aseguró Mary—, tras la Fiesta de la Cosecha.
—¿Y qué me decís de la festividad del Arcángel Miguel? —preguntó el comerciante, recordándole la feria que se celebraría en septiembre.
Mary le sonrió, a pesar de que él insistía en observarla con el ceño fruncido. El hombre se estaba esforzando en esbozar su semblante más imponente, pero con su cuerpo generoso y su rostro afable y cercano lo cierto era que no estaba teniendo demasiado éxito.
—Cuando haya pasado la festividad del Arcángel Miguel, me volveré tan holgazana que tendré que comprarle una indulgencia al padre Andrew o mi alma estará en peligro.
El comerciante trató de mantener el rictus, pero finalmente no pudo evitar que se le escapara una carcajada.
—Me gustaría verlo con mis propios ojos —respondió, meneando la cabeza como lo haría un padre con un hijo travieso, y le entregó las monedas que habían acordado.
Mary le dio las gracias y las guardó en la bolsa que llevaba atada alrededor de la cintura, maravillada por el peso que tiraba de la tela hacia el suelo. El anciano arqueó una ceja oscura y poblada, salpicada aquí y allá de pelos largos y grises.
—No necesitaríais trabajar tantas horas si aceptarais alguno de los encargos que tengo para vos. Un bordado opus anglicanum tan delicado no debería desperdiciarse en manos de estos campesinos.
Sus palabras destilaban tanta indignación que Mary tuvo que esforzarse para contener la risa. Los clientes que frecuentaban aquel puesto no eran campesinos, sino más bien mercaderes aburguesados —gente como él— que estaban ayudando a convertir Newcastle-upon-Tyne en una ciudad importante.
Los mercados y las ferias como la de aquel día se contaban entre las mejores al norte de Londres. Y el puesto de John Bureford, siempre repleto de finas telas y elegantes accesorios, era uno de los más populares. En menos de una hora estaría rodeado de jóvenes en busca de las últimas modas en Londres y en el Continente.
Bureford cogió una cinta, una de terciopelo de color rubí en la que Mary había bordado con hilo de oro un motivo en forma de hoja de parra.
—Incluso en esto se dan cuenta. Las damas de la ciudad se disputan el honor de ser las primeras en procurarse vuestros servicios para un sobreveste o para un tapiz. Se conformarían con el dobladillo de una blusa. Permitidme que interceda en vuestro nombre; el precio lo determináis vos.
Mary observó al comerciante en silencio, paralizada por un viejo temor que nuevamente se materializaba.
—No se lo habréis dicho —preguntó, bajando la voz automáticamente hasta que apenas fue un susurro.
El anciano parecía ofendido.
—No he faltado a mi palabra, milady, a pesar de que no comprendo vuestro secretismo. Nadie tiene por qué saber que se trata de vos. ¿Estáis segura de que no queréis aceptar algún encargo, por pequeño que sea?
Mary respondió que no con la cabeza. Preservar su intimidad era mucho más importante que ganar unas cuantas monedas extra. Habían pasado ya tres años desde el terrible día en que descubrió que se había quedado sola, que carecía de la preparación necesaria para enfrentarse a sus nuevas circunstancias y que apenas contaba con un puñado de libras a su nombre para salir adelante. Podría haber acudido al rey en busca de ayuda como otros en su misma posición se veían obligados a hacer, pero temía llamar la atención sobre su persona. Sabía que la forma más rápida de acabar nuevamente casada por conveniencia era suplicando ayuda procedente de las arcas del rey. Podría haber acudido a sir Adam —él mismo le había ofrecido su ayuda en más de una ocasión—, pero no quería estar aún más en deuda con él de lo que ya lo estaba.
Las rentas del castillo apenas llegaban para pagar a los sirvientes y alimentarse a sí misma y a su única doncella. Sabía que tenía que hacer algo al respecto, pero ¿qué? «¿Qué haría Janet en mi lugar?», se preguntaba a menudo mientras se enfrentaba a la ardua tarea de encontrar la forma de salir adelante por sí misma.
Por su condición de noble y de mujer había recibido una educación basada en la sobreprotección y no en los conocimientos, por lo que sus opciones eran, cuanto menos, limitadas. Lo único que se le daba bien era bordar, habilidad que compartía con su hermana, y a pesar de que le traía recuerdos dolorosos, empezó a bordar pequeños objetos como cintas, cofias y finalmente bolsas: cosas que no despertarían la curiosidad de las clientas hacia su creadora.
Por desgracia, esa parte de su plan no había funcionado como ella esperaba y sus chucherías sí habían atraído la atención, aunque no hacia ella. Eduardo hijo no parecía albergar el mismo odio hacia su esposo y el resto de los «escoceses traidores» que su real padre. De momento la había dejado tranquila y Mary esperaba que fuese así por mucho tiempo.
—Tengo todo lo que necesito —le dijo al mercader, sorprendida al descubrir que era cierto.
Era consciente de que, tras perder a su hermana y a su esposo, verse separada nuevamente de su hijo por la fuerza y convertirse en una prisionera en tierras enemigas, lo más fácil habría sido derrumbarse. En sus labios se dibujó una sonrisa agridulce. Sin duda Janet habría luchado con todas sus fuerzas contra las cadenas de terciopelo y habría clamado sin descanso contra las injusticias de las que era víctima. Mary, sin embargo, siempre había sido la más pragmática de las dos y solía amoldarse a las circunstancias, aunque estas no coincidieran con sus deseos. No le gustaba perder el tiempo quejándose por cosas que no estaba en su mano cambiar. La prematura decepción de su matrimonio con el conde la había preparado para ello.
A pesar de que la búsqueda de su hermana apenas había dado frutos y que las visitas a su hijo eran cortas y escasas, poco a poco había ido forjándose una vida propia en Inglaterra, tranquila y pacífica, alejada de la destrucción de la guerra.
El peligro constante que suponía estar casada con Atholl había desaparecido, así como el dolor de compartir su vida con un hombre que apenas era consciente de su existencia. De repente, se sentía como si le hubieran quitado un peso de los hombros que ni siquiera había sido consciente de estar cargando. Por primera vez en su vida, no tenía un padre o un esposo que controlara sus acciones, o una hermana que la protegiera, y poco a poco había aprendido a confiar en sus propias decisiones. Descubrió que le gustaba sentirse independiente, que disfrutaba estando sola.
Los días se iban sucediendo a un ritmo constante. Mary se ocupaba de sus deberes como señora del castillo, dedicaba cada hora libre de su tiempo a bordar y, en general, llevaba una vida reservada. Había conseguido sacar lo mejor de su situación y, si no feliz, al menos sí podía decir que estaba satisfecha. Sus únicos anhelos eran tener noticias de su hermana y poder pasar más tiempo con su hijo, y a este último respecto confiaba que en breve sir Adam le llevase buenas nuevas.
No necesitaba atraer la atención hacia su persona aceptando más trabajo del que ya tenía.
El comerciante la miró como si hubiera blasfemado.
—¿Todo el trabajo que necesitáis? Pero ¿quién habla de necesidades? Nunca se tienen demasiadas monedas. ¿Cómo esperáis que haga una buena comerciante de vos si insistís en hablar de esa manera?
Su indignación le arrancó una carcajada.
—Me alegro de veros sonreír, milady —dijo el anciano, devolviéndole el gesto—. Sois demasiado joven para esconderos tras esos ropajes oscuros. —Solo tenía veintiséis años, pero aparentaba diez más. O al menos lo intentaba. El hombre hizo un mohín—. Y ese velo —continuó, sujetando en alto una de las cintas bordadas que Mary acababa de entregarle—. Hacéis estas hermosuras para las demás pero vos os negáis a llevarlas. Espero que esta vez me permitáis buscaros alguna prenda colorida que poner...
Mary lo interrumpió antes de que pudiera terminar.
—Hoy no, maese Bureford.
La monotonía de su ropa, al igual que la cantidad de horas que dedicaba a su trabajo, se habían convertido en temas recurrentes en sus conversaciones. Pero como todo lo demás, su apariencia estaba pensada para no atraer la atención. Con qué facilidad lo hermoso podía convertirse en vulgar. Ropas negras y sin forma, gruesos velos y tocados oscuros y poco favorecedores en contraste con el color de su piel o de su cabello, largas horas robadas al sueño e invertidas a la luz de las velas y, por encima de todo, la delgadez que afilaba sus facciones, antes suaves y delicadas. «Enjuta como un gorrioncillo.» Recordó las palabras de su hermana con una sonrisa nostálgica. Si Janet estuviera allí, le pondría un buen montón de tartas delante y no le permitiría levantarse de la mesa hasta que hubiera recuperado al menos diez kilos.
Mary era consciente de que Bureford no estaba de acuerdo, pero las diferencias sociales entre ambos le impedían seguir discutiendo.
—Tengo que irme —dijo ella al darse cuenta de la hora. El amanecer había dado paso a las primeras horas de la mañana y ya había gente arremolinándose alrededor de las paradas.
El cielo prometía un tiempo espléndido, como el de los últimos días. A Mary le gustaba el norte de Inglaterra durante el verano. Los paisajes, verdes y exuberantes, no eran muy diferentes de los de su infancia, al nordeste de Escocia, en el castillo de Kildrummy. Apartó la nostalgia de su mente antes de que tuviera tiempo de formarse. Ya no pensaba en su vida de entonces; así era mucho más sencillo vivir.
—Esperad —dijo el comerciante—. Tengo algo para vos.
Antes de que tuviera tiempo de objetar algo, el hombre desapareció en el interior de la tienda de lona que había levantado tras el mostrador, dejándola a solas y a cargo de la vigilancia de su mercancía. Mary sonrió. Podía oírlo rebuscar entre la infinidad de artículos que guardaba en su interior. Cómo era capaz de encontrar algo entre tantas cajas y baúles era un auténtico misterio.
Inconscientemente su mirada se paseó sobre la muchedumbre en busca de una cabellera rubia unida a una mujer de estatura media. Se preguntó si alguna vez sería capaz de estar rodeada de una multitud sin sentir la necesidad imperiosa de buscar a su hermana —y la consecuente decepción al no encontrarla—. Sir Adam le había suplicado en muchas ocasiones que dejara de hacerlo. Se estaba torturando ella sola, le decía. Sin embargo, a pesar de que sus pesquisas nunca daban resultados, Mary se negaba a aceptar que su hermana había fallecido. Ella lo sabría... ¿no?
De pronto, se dio la vuelta al oír un ruido y vio a una madre con dos niños pequeños que se había acercado para examinar las cintas de colores que descansaban sobre el lado opuesto de la mesa. Por sus ropas, era evidente que no tenían nada que ver con la gente adinerada que solía frecuentar el puesto de Bureford. Mary supuso que la mujer debía de ser la esposa de uno de los granjeros. Su agotamiento era evidente a simple vista. Llevaba a uno de los niños en brazos —un bebé de unos seis meses— y a la otra, una niña de unos tres o cuatro años, cogida de la mano. La niña, que observaba las cintas como si estuvieran hechas de oro macizo, intentó coger una, pero la madre tiró de ella con fuerza.
—No, Beth. No toques nada.
De pronto una segunda niña apareció por detrás de las faldas de la mujer y cerró una de sus rollizas manos sobre un puñado de cintas. Antes de que la madre pudiera detenerla, dio media vuelta y salió disparada hacia la multitud.
La mujer gritó tras ella, desesperada.
—¡Meggie, no! —Al ver a Mary al otro lado del mostrador y suponiendo que se trataba de la dueña de la parada, le puso el bebé en los brazos y le hizo coger la mano de la pequeña—. Lo siento. Ahora mismo os las traigo de vuelta.
Todo había sucedido tan deprisa que Mary necesitó unos segundos para darse cuenta de que estaba al cargo de dos niños, y lo cierto era que no sabía quién estaba más sorprendido, los pequeños o ella. Tanto el bebé como la niña la observaban con los ojos abiertos como platos, como si no acabaran de decidirse entre echarse a llorar o esperar.
Mary sintió que el corazón le daba un vuelco. Apenas conservaba recuerdos de los meses que había pasado junto a David tras su nacimiento, pero aquella mirada era inconfundible. Aún recordaba cuánto la temía, cuánto temía al bebé. Le daban miedo sus lloros, los sonidos que hacía mientras dormía, el simple acto de sujetarlo en brazos, la incertidumbre de no saber si la leche de la nodriza sería suficiente.
Le daba miedo que se lo llevaran lejos de ella.
Apartó el recuerdo a un lado. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Ella era muy joven y ahora...
Ahora todo aquello formaba parte del pasado.
Pero cuando su mirada se encontró con el azul intenso de los ojos del bebé, la sensación aumentó aún más. David era todavía más pequeño cuando se lo arrebataron y no recordaba haber sujetado en brazos a ningún otro bebé desde entonces. Había olvidado las sensaciones, la forma en que el pequeño se acurrucaba instintivamente contra su pecho, la calidez que desprendía su cuerpecito y el suave
