El recluta (La guardia de los Highlanders 6)

Monica McCarty

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Castillo de Ponteland, Northumberland, marca inglesa, septiembre de 1306

Dios mío, ¿quién será a estas horas?

Mary descendió por la escalera bajo la luz de las antorchas con el corazón en un puño, tratando de atarse el cinturón de la bata de terciopelo que se había echado sobre el camisón. Para alguien como ella, esposa de uno de los hombres más buscados de Escocia y cuyo principal enemigo era ni más ni menos que el rey más poderoso de la cristiandad, ser despertada en plena noche con la noticia de que alguien esperaba tras las puertas del castillo solo podía provocar una reacción: pánico. Un pánico que resultó ser totalmente justificado cuando por fin entró en el salón y la persona que allí la esperaba se dio la vuelta y retiró la capucha de la capa totalmente empapada que portaba.

Mary sintió que su corazón dejaba de latir. A pesar de que la mujer llevaba la larga cabellera dorada oculta bajo el tocado más horrible que jamás hubiera visto y que el barro salpicaba los delicados rasgos de su rostro, supo quién era al instante.

Observó horrorizada aquellas facciones que se parecían tanto a las suyas.

—Janet, ¿qué estás haciendo aquí? ¡No deberías haber venido!

Inglaterra no era lugar para un escocés, fuese hombre o mujer, que estuviera relacionado directamente con Robert Bruce. Y Janet, al igual que Mary, lo estaba. Su hermana mayor había sido la primera esposa de Robert; su hermano, también mayor que ella, había estado casado con la hermana de Robert; su sobrino de cuatro años de edad, actual conde de Mar, estaba siendo perseguido junto a la esposa y actual reina de Robert por las tropas inglesas; y su sobrina era la única heredera del rey escocés. Pocas cosas alegrarían más el día a Eduardo de Inglaterra que poder poner las manos sobre otra hija de Mar.

Al oír el tono de reproche en la voz de Mary, su hermana gemela, apenas unos instantes más joven que ella, sonrió de oreja a oreja y se llevó las manos a la cadera.

—Vaya, así es como recibes a tu hermana, la misma que acaba de rodear Escocia en barco y ha cabalgado casi quince kilómetros bajo una lluvia constante a lomos del rocín más viejo y antipático que puedas imaginar...

—¡Janet! —la interrumpió Mary, impaciente. A pesar de que su hermana parecía ajena al peligro, Mary sabía que no lo era. Ella siempre había preferido enfrentarse a la realidad cara a cara, mientras que Janet era más partidaria de echar a correr con la esperanza de que los problemas no lograran alcanzarla.

Su hermana frunció los labios como siempre hacía cuando Mary la obligaba a reducir la velocidad.

—¡He venido a llevarte de vuelta a casa! ¿No es evidente?

Llevarla de vuelta a casa. A Escocia. Mary sintió que el corazón le daba un vuelco. Dios, ojalá fuese tan sencillo.

—¿Walter sabe que estás aquí? —No podía creer que su hermano hubiese aprobado un viaje tan peligroso como aquel—. ¿Y se puede saber qué es eso que llevas puesto? —le preguntó, mirándola de arriba abajo.

Mary había cometido el error imperdonable de hacerle dos preguntas seguidas y ahora su hermana ignoraría la que menos le conviniera, como siempre solía hacer. Janet sonrió de nuevo, apartó la pesada capa de lana oscura a un lado y le mostró la tosca falda del vestido, también de lana pero de color marrón, como si estuviera hecha con la mejor de las sedas, lo cual, teniendo en cuenta su afición a vestir precisamente con ese tejido, hacía que su elección de atuendo resultara aún más extraña.

—¿Te gusta?

—Pues claro que no... es horrible. —Mary arrugó la nariz, y es que no podía ocultar que compartía el mismo gusto por lo bello que su hermana. ¿Eso eran agujeros de polilla?—. Pareces una monja con esa toca tan anticuada, una monja y además pobre.

Al parecer eso era lo que su hermana esperaba oír, puesto que sus ojos se iluminaron al instante.

—¿Lo dices en serio? Puse todo mi empeño, pero no tenía demasiado con lo que trabajar...

—¡Janet! —Mary la interrumpió antes de que se dejara llevar de nuevo por la emoción. ¡Dios, se alegraba tanto de verla! Sus ojos se encontraron con los de su hermana y enseguida sintió que se le formaba un nudo en la garganta—. No deberías estar a-aquí.

No pudo evitar que se le quebrara la voz, lo cual provocó que el buen humor de Janet se diluyera al instante. Un segundo más tarde Mary se encontró arropada entre los brazos de su hermana y ya no pudo contener más las lágrimas que llevaba aguantándose desde hacía seis horribles meses, los mismos que habían pasado desde que su marido la abandonara.

—Aquí estaréis a salvo —le había dicho él con tono despreocupado y la mente puesta ya en la batalla que le esperaba. John Strathbogie, conde de Atholl, había decidido qué camino quería seguir y no permitiría que nada ni nadie se interpusiera en sus deseos, y mucho menos ella, la niña que nunca había querido a su lado y la esposa de cuya existencia apenas era consciente.

—¿Por qué no podemos ir con vos? —preguntó Mary, tragándose el poco orgullo que le quedaba.

Él frunció el ceño y volvió el rostro hacia ella con gesto impaciente, el mismo rostro hermoso y perfecto que un día no muy lejano había conquistado el corazón de Mary.

—Intento protegeros, a David y a vos. —El hijo que casi le era tan desconocido como su propia esposa. Al ver su reacción, el conde suspiró—. Vendré a buscaros en cuanto pueda. Estaréis más segura aquí en Inglaterra. Si algo sale mal, Eduardo no podrá culparos de nada.

Por desgracia, no imaginaban hasta qué punto podían salir mal las cosas. Partió rebosante de confianza, seguro de la rectitud de su causa e impaciente por combatir en la batalla que le aguardaba. El conde de Atholl era un héroe, siempre entre los primeros voluntarios dispuestos a levantar la espada para responder a la llamada de la libertad. En los últimos diez años había participado en casi todas las grandes batallas que ingleses y escoceses habían disputado para conseguir la independencia de Escocia. Por la causa había sido encarcelado, obligado a luchar en el ejército de Eduardo, había entregado a su propio hijo como rehén hacía ya más de ocho años y sus tierras a ambos lados de la frontera habían sido confiscadas (aunque finalmente le fueron retornadas). Sin embargo, nada de todo eso había impedido que respondiera otra vez a la llamada, esta vez para apoyar las pretensiones al trono de Robert Bruce, el que fuera cuñado de su esposa Mary.

Sin embargo, el ejército de Robert se había dispersado tras caer derrotado en el campo de batalla en dos ocasiones y ahora su esposo, uno de los tres condes que había presenciado la coronación de Bruce para luego unirse a él en su rebelión contra Eduardo de Inglaterra, se había convertido en uno de los hombres más buscados de Escocia.

Hasta el momento, eso sí, Atholl no se había equivocado:

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