El triunfo de Sophia (Los colores de la belleza 3)

Corina Bomann

Fragmento

Capítulo 1

1

Julio de 1934

El tictac del reloj me causaba sopor. Era la única esperando en esa sala desangelada de paredes blancas y carente de mobiliario excepto por unos pocos bancos de color marrón. Aburrida, jugueteaba con la moneda antigua que Darren me había regalado en una de nuestras primeras salidas juntos y que llevaba pendida en una cadena de plata. Al sentir el metal en mi piel, recordé esa isla que en otros tiempos había sido el hogar de un capitán pirata y añoré el olor de la brisa marina y los gritos de las gaviotas.

Sin embargo, en ese hospital solo había olor a desinfectante, pasos a lo lejos y, de vez en cuando, ruido de puertas.

Recorrí la estancia con la mirada.

El periódico que reposaba en el banco junto a la ventana era del día anterior. Sabía de qué trataban sus artículos porque Darren estaba abonado a él. En una de las paredes colgaba un cuadro pequeño que mostraba un velero. Lo había visto tan a menudo en los últimos días que conocía de memoria todas sus pinceladas.

Finalmente volví la mirada hacia la ventana. Un chubasco había convertido el polvo de los cristales en unas estrías oscuras. En ese instante la luz del sol intentaba abrirse paso entre los nubarrones.

Había visto cosas mejores a través de una ventana de hospital. El dormitorio situado al otro lado resultaba gris y deprimente. La fachada presentaba grandes desconchados de pintura. La escalera de incendios, que allí era habitual en prácticamente todos los edificios de cierta altura, estaba oxidada.

Por lo menos en París había un jardín, que en esa época del año estaba completamente florido. Siempre que me sentaba en esa sala pensaba, al menos una vez, en el Hôpital Lariboisière, tal vez porque Henny había ido a visitarme allí.

Jamás habría imaginado que llegaría un momento en que se invertirían nuestros papeles. Henny siempre había sido la fuerte, capaz de adaptarse a cualquier situación. En París ella había triunfado con rapidez, había encontrado un amante y había prosperado; yo, en cambio, ahí no había tenido donde caerme muerta y menos mal que Henny me había ayudado.

Ahora ella llevaba ya casi dos semanas allí. Convertida en una mujer pobre y enferma y lejos de su hogar, se había desplomado al llegar al apartamento de Darren.

¡Qué fácilmente habría podido yo encontrarme en esa situación después de que mi padre me echara de casa! De no haber sido por Henny, si ella no me hubiera acogido en su apartamento de Berlín, yo posiblemente habría caído muerta en cualquier lugar. Ahora era yo quien debía ayudarla.

—¿Miss Krohn?

Una voz me apartó de pronto de mi ensimismamiento. Una voz grave y tranquilizadora, muy adecuada para serenar a los pacientes.

Lentamente me volví hacia esa figura vestida de blanco que había aparecido bajo el umbral de la puerta.

—¿Sí, doctor?

Aunque él me había dicho su apellido en nuestro primer encuentro, yo no lo recordaba.

—Su amiga ya está despierta. Si quiere, puede ir a verla.

—¡Muchas gracias!

Me levanté y cogí el bolso. Con mi traje sastre de color azul y los zapatos de tacón a juego parecía una mujer de negocios. En el curso de mis visitas había comprobado que cuando iba muy bien vestida recibía un trato más agradable.

Fui con el doctor y abandoné la sala de espera.

Higgins. En cuanto atravesamos la puerta del departamento, me vino a la cabeza. El hombre al que estaba siguiendo era el doctor Higgins. Era el sustituto del doctor Miller, y llevaba al cuidado de Henny desde el principio de la semana. Tenía el pelo muy rubio, espeso y bien cuidado, pero las ojeras oscuras bajo sus ojos azules hablaban de la dureza de su trabajo, de las largas horas junto a camas de enfermos, de encuentros con pacientes desesperados y sus allegados.

Nos detuvimos ante la puerta de la habitación de Henny. Había tenido suerte de disponer de una habitación de dos camas. De hecho, ese tipo de cuartos estaba destinado a pacientes en mejor situación económica. Sin embargo, su enfermedad exigía un cierto aislamiento; además, las salas para enfermos se encontraban completamente llenas.

—Le alegrará saber que su amiga sigue haciendo progresos —dijo el doctor Higgins—. Por fortuna la neumonía está remitiendo. Lo que nos preocupa cada vez más es su adicción al opio. No podemos administrarle ningún opiáceo medicinal para los pulmones por miedo a que sufra una parada respiratoria. Sin embargo, el proceso de desintoxicación le produce repetidos episodios de ansiedad y fuertes sudoraciones.

Me quedé mirando al médico.

—Y esto entonces ¿cómo proseguirá? —quise saber—. A fin de cuentas, tiene que deshabituarse de esa sustancia, ¿no?

—Por supuesto. —Una arruga de preocupación asomó en la frente del doctor. Por un instante, me dio la impresión de estar debatiéndose consigo mismo, pero luego respondió—: No será fácil. Los opiáceos tienen efectos en la mente. Cabe esperar miedos, delirios y depresiones. Como le estamos administrando sedantes, los síntomas no se muestran de forma muy marcada. La desintoxicación debería realizarse solo bajo un estricto control médico. Preferiblemente en un ambiente hospitalario. Hay sanatorios preparados para combatir las adicciones. Le puedo dar algunas direcciones. Sin embargo, la estancia en ellos no resulta nada económica.

Me estremecí a la vez que sentí un acceso de rabia contra Jouelle. Si él no le hubiera ofrecido opio…

—Sería muy amable por su parte —respondí apartando de mí esos pensamientos. Ya habría tiempo luego de preocuparme del amante de Henny y de los gastos de su recuperación—. Gracias.

—De acuerdo. En ese caso, veré qué puedo hacer. Por lo demás, supongo que mañana nos encontraremos de nuevo, ¿verdad?

Asentí.

—Sí, mañana nos vemos. Muchas gracias, doctor Higgins.

El médico me dirigió una sonrisa, se dio la vuelta y desapareció por el pasillo con la bata ondeando al aire.

Inspiré profundamente, saqué un trocito de tela del bolso y me lo até para cubrirme la boca tal y como me había aconsejado una enfermera. Luego llamé a la puerta.

Sabía que Henny solo podía responder con un murmullo, así que aguardé un momento y después apreté la manija de la puerta.

Me había acostumbrado al olor a desinfectante, pero el aroma a menta siempre me sorprendía un poco. Las enfermeras aplicaban unas gotitas de aceite de menta japonés a unos paños que colocaban cerca de la cabeza de Henny. Según decían, eso la ayudaba a respirar mejor.

Aquel olor me devolvía al instante a la fábrica de madame Rubinstein, a las largas mesas en las que otras mujeres y yo quitábamos las hojas secas de algunas plantas aromáticas y las clasificábamos. Curiosamente aquel recuerdo me resultaba más agradable que el tiempo que había pasado trabajando para miss Arden. Me dolía pensar qu

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