¿Y si nos conocemos?

Anna Vibes

Fragmento

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Prólogo

Hugo

No podía creer que se marchase. No únicamente por dejarme solo en medio de la calle sin parar de gritar una y otra vez su nombre y cuánto la amaba, sino también por irse de Madrid, mientras dejaba atrás a todas las personas que se preocupaban por ella. Al principio fue jodido, no podía pensar en otra cosa que no fuera ir a buscarla y rogarle para que se quedase conmigo. Pero poco a poco fui aceptando que no volvería. Me acostumbré a llorar en silencio por las noches, a no comer por el dolor que me causaba su ausencia, a escribirle miles de mensajes que nunca le envié. Iba a trabajar al pub como si no pasara nada. Como un robot. Pero su recuerdo me hacía sufrir, su imagen reaparecía en mis pensamientos. Las palabras «no creeré más en el amor» se clavaban en mi corazón como una puñalada. Me di cuenta de que nuestro intenso cariño no fue nada más que una simple ilusión. Una de tantas que tuve... En aquel momento me juré a mí mismo que jamás volvería a enamorarme, solo ella tendría las llaves de mi corazón. Porque los temas del corazón eran así de incomprensibles y dolorosos. Porque ella fue especial, no porque fuese mejor que el resto, sino porque ninguna otra era ella.

Mía

Se trataba de mi nuevo comienzo. Tomé una decisión. Era el momento de cambiar de aires y dejar atrás mis malas acciones. Me fui a vivir a Londres, aunque eso significase abandonar todo lo demás. Enseguida descubrí que la distancia no es un impedimento para estar con las personas que amas. Estábamos un poco más desconectados que en el pasado, pero eso no me quitaba el sueño. Quería olvidar los problemas para poder concentrarme en mi trabajo y en la nueva oportunidad que me habían ofrecido. Por fin, mi vida se estabilizaba y podía dedicarme a mí misma.

Porque, a veces, perderse era la mejor manera de encontrarse a uno mismo. Porque, cuando una persona no sabe qué camino escoger y siente que se ha olvidado de ella misma, de sus principios y de su esencia, esta es la mejor manera de recuperarse. Porque, me tomó un tiempo darme cuenta de que, a veces, no necesitas saber a dónde vas; solo tienes que confiar en ti misma y avanzar despacio. Porque aprendí que, a veces, simplemente, era cuestión de dejarse llevar por la corriente, abandonar el pasado, aceptar que cometí errores y centrarme en el futuro. Porque era lo que necesitaba, llegar a un punto en el que poder elegir de nuevo y sin equivocaciones.

Mis días eran muy ocupados y mis noches libres las dedicaba a ver películas y series y a leer libros. Parecía una vida aburrida y sin objetivos, pero a mí me encantaba. Los fines de semana me perdía en la ciudad conociendo nuevos lugares mientras experimentaba distintas sensaciones. Mi intención era volver a Madrid en unos meses, pero la verdad es que no tenía prisa por regresar. Porque ahora quería más que nunca regresar y mostrar a todos que había cambiado. Sobre todo, a él. Porque solo entonces nuestro amor merecería una segunda oportunidad.

Existía una razón por la que todo sucedía. Una razón por la que el destino me trajo hasta ese momento.

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Capítulo 1

MÍA

Sabía que mi trabajo no era el más querido por la sociedad.

¿Que cómo llegué a esta conclusión? Muy sencillo, podía basarme en mi experiencia.

Era teleoperadora desde hacía tres años y había comprobado que una de cada cinco llamadas terminaba con algún grito o algún insulto en mi contra.

Era consciente de que alguna vez había despertado a alguien de la siesta o había insistido más de la cuenta. Pero creo que las personas deberían ponerse en mi lugar. Sabía que se debía a falta de conocimiento, pues ellas desconocían nuestro día a día. Estaba casi segura de que, si lo hicieran, seguramente serían más amables y comprensibles con nosotros.

—¡Hola, Mía! ¡Buenos días! —me saludó Iván muy efusivo.

—¡Menudo susto me has pegado! ¿Se puede saber de qué vas disfrazado hoy?

Uno de los poquísimos lujos que teníamos los teleoperadores era que no se nos exigía ningún uniforme. E Iván se lo tomaba al pie de la letra sacándole el máximo partido y trayéndonos alegría a la oficina, apareciendo como ese día, disfrazado de algún superhéroe con un superdesayuno para todos.

Iván era mi héroe particular, uno de mis mejores compañeros. Tenía ya sus años y me cuidaba como a esa hija que nunca pudo tener.

—¿No lo adivinas? Pensaba que eras una chica más lista… ¡Fíjate en esto! —me dijo alzando un martillo enorme y posicionándose en modo de ataque.

—¿De verdad? ¿Thor? Aún te falta un poco… como diría… de tonificación para parecerte a mi queridísimo Chris Hemsworth —le dije mientras le daba un mordisco al croissant que le había robado hacía un momento de la bolsa.

—Me acabas de romper el corazoncito, Mía. Qué mala llegas a ser a veces. ¿Se puede saber cómo y cuándo me lo has cogido? —Señaló la pasta que me metí en la boca mientras terminaba con el ultimo bocado, me encantaba.

—Ahhh… Magia —le respondí con una mueca divertida.

—Pues te has dejado lo mejor de la mañana, princesita: la bebida. Aquí tienes, tu café latte sin azúcar —la dejó Iván encima de mi mesa.

—La verdad es que no sé qué haría sin ti… —le lancé un beso mientras se dirigía a su puesto.

Si es que esta clase de compañeros, que rompían al extremo lo monótono que podía llegar a ser nuestro trabajo, valían oro.

Porque sí, para los que no lo supieran, todas las llamadas que realizábamos durante el día tenían un guion que debíamos seguir a rajatabla y que nos convertía en teléfonos automáticos con piernas.

Ya me gustaría ver a más de uno haciendo nuestro trabajo.

Regla número uno para un teleoperador: todas las frases que salían de nuestra boca debían ser positivas. Las frases negativas habían sido exterminadas de nuestro vocabulario. Porque, según nuestros jefes, si hablábamos en negativo a nuestros clientes, dábamos pie a que rechazasen el producto que les ofrecíamos.

En realidad, tenía toda la lógica del mundo.

Regla número dos: debíamos hablar sin prisa, pero sin pausa, y sobre todo, debíamos tener mucha, muchísima labia.

Regla número tres: ¡si nos rechazaban una vez, teníamos la obligación de insistir hasta que el cliente lo hiciese tres veces! Eso sí, con mucha sutileza. Sin agobiar al personal.

Y, por último, nos obligaban siempre a exhibir lo que yo llamo «sonrisa telefónica». ¿Para qué? Pues ni idea, porque v

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