Una última tentación (Una última noche en Almack's 5)

Ruth M. Lerga

Fragmento

una_ultima_tentacion-2

Prólogo

Londres, 1845

Penelope le había oído hablar del karma a una sola persona, pues eran pocos los británicos que conocían la cultura hindú. Sin embargo, un amigo de su tío Howard, un caballero soltero que dejaría su fortuna a un sobrino lejano, había pasado más de treinta años viajando a lugares lejanos en el extranjero y, de todos ellos, afirmaba que el más exótico era la India; había tomado el té en innumerables ocasiones en la casa de lord Howard Kinsale y había deleitado a su pequeña audiencia con cientos de historias. La que más esperanza dio siempre a la joven Penelope fue el concepto de karma.

No es que lo entendiera bien, pero sabía que tenía que ver con el equilibrio y que a las personas buenas les ocurrían cosas buenas.

Pues, al parecer, tras semanas de penurias el karma había decidido ser benévolo con ella para compensar el revés que la vida la había dado. Llevaba cuatro meses en Londres y cada noche se planteaba volver a su hogar —aunque fuera desde hacía diez años la casa de su tío, antes lo había sido de su padre— y acceder a las condiciones que le exigían para regresar. O así había sido hasta hacía diez días, cuando la agencia de colocación de señoritas trabajadoras la llamó para limpiar las oficinas de un periódico. Aceptó de inmediato: el salario era decente, trabajaría cuando los empleados se fueran, por lo que no se cruzaría con ningún hombre que, por saberla pobre y fregona, pretendiera tener derechos arrogados sobre ella, y, además, podría leer el diario de manera gratuita, aunque se tratase de la edición del día anterior.

Sí, el karma le había sonreído al llevarla a aquel periódico de noticias para la clase burguesa y obrera que regentaba, sin embargo, un lord: el tercer hijo del conde de Morrington, si había entendido bien.

Negó con la cabeza al tiempo que revisaba un artículo. Todas las noches pasaba demasiado tiempo en la mesa de quien debía de ser el corrector y, aun sin querer, ojeaba algunas líneas y acababa con la pluma en la mano, modificando los errores más básicos y los que no lo eran tanto. Siempre se le dio bien la escritura, su padre le enseñó que tan importante era una buena caligrafía como una buena ortografía. Le hizo estudiar a los clásicos y a los modernos, tratados de Historia y Geografía, y algunas novelas.

Así que era ineludible para Penelope corregir. Se consideraba, con humor, una especie de heroína de las letras.

El reloj dio la una de la madrugada. Lanzó un gritito desesperado. Se le había hecho tarde una vez más y saldría, por tanto, casi al amanecer. Cualquier día se cruzaría con uno de los dueños y se metería en problemas. Era lo único que le había traído su aspecto físico: problemas.

Cerca de allí la acechaba, sin que lo supiera, lord Jared Morrington. La semana anterior Waldo Hundy, su corrector, no acudió a trabajar por estar enfermo. No obstante, en su escritorio había encontrado algunos artículos ya revisados. Cuando la enfermedad del hombre se alargó, curioso, corrigió él una parte y dejó en días alternos algunas noticias sobre la mesa. Como sospechaba, las encontró cada vez, a la mañana siguiente, enmendadas. Había buscado al responsable, pero nadie asumió haber hecho la labor, una tarea que supondría un ascenso a quien fuera, pues necesitaba de un segundo corrector. Decidido a encontrar al responsable, ese día estuvo especialmente atento al escritorio de Waldo, pero, llegada la hora del cierre, el artículo seguía sin haber sido retocado. Dispuesto a no dormir, a pesar de que el trabajador anónimo podía haber abandonado su labor tras una semana de diversión, decidió esperar también durante la noche y, por lo visto, su paciencia había sido recompensada: escuchó un gritito en la sala contigua y vislumbró luz en la mesa en cuestión.

Se asomó, despacio, para sorprenderse al ver a una jovencita dejar un legajo en el lleno tablero del señor Hundy. Entró en la sala repleta de mesas y sillas alineadas y la saludó con voz fría:

—Buenas noches.

Llegó a sus oídos un segundo grito, más fuerte esa vez, y a sus ojos una mirada de vuelta cargada de disculpa.

—Milord.

Ni la reverencia que recibió, perfecta en su ejecución, ni la pronunciación, de inmejorable dicción, se correspondían con lo que sus ojos se empeñaban en mostrarle: a una humilde fregona. Una limpiadora que, por cierto, tenía prisa por desaparecer.

—No se escape.

La voz era una orden directa. La muchacha se quedó donde estaba. Jared se acercó y aumentó la luz de gas de la pared. Tomó a la joven de la muñeca y la llevó a la zona más iluminada.

—No me haga daño, por favor. —La escuchó suplicar.

Se dio cuenta de que temblaba y soltó su agarre y se separó unos centímetros, evitando así intimidarla con su altura y envergadura.

—Nunca —le aseguró.

La promesa, suave, relajó a Penelope. Alzó el rostro para ver a un caballero alto, mucho más que ella, rubio y atractivo, cuyos labios constituían una delgada línea, tan serio estaba al tiempo que la observaba.

Morrington pasó por alto el cuerpo esbelto y la cara hermosa; buscaba un corrector, no una amante; aunque amén que la muchacha era una belleza. La estudió con cuidado: tez pálida, por lo que había pasado pocas horas al sol. Tampoco las manos eran las de una mujer que se dedicara a la limpieza: suaves. Los dedos, se dio cuenta, tenían restos de tinta reciente, muestra inequívoca de que había estado utilizando la pluma poco antes. Al fin lo había logrado, se felicitó. Aunque ella no lo supiera todavía, iba a convertirse en su nueva empleada.

—¿Quién eres? —No pretendía ser brusco, pero el tono resultó inquisitivo.

—Soy la nueva limpiadora, milord.

—Eres una dama.

No tenía sentido negarlo, aunque tampoco era necesario extenderse y regalarle una información que no le había pedido.

—Soy una dama que limpia las oficinas, milord —respondió, escueta.

La miró durante unos segundos, el tiempo que le costó decidir que no necesitaba conocer su historia.

—¿Algún padre o marido que te esté buscando y que vaya a meterme en un lío?

No quería problemas con sus pares. Le estaba costando mucho esfuerzo hacerse un hueco entre la aristocracia por sus propios méritos y no por su nacimiento; quería llegar lejos y no podía, pues, permitirse enemigos. O no todavía.

—Quizá un tío —anunció con calma Penelope—, aunque dudo mucho de que el hermanastro de mi padre se tome la molestia. El viejo con el que iban a casarme ya habrá encontrado a una muchacha más dispuesta.

Rio el caballero, una carcajada seca. Aquella era la historia más antigua del mundo y, sin embargo, en la voz de la joven no había tristeza, sino desafío y orgullo.

Extendió la mano él.

—Soy lord Jared Morrington, milady.

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos