Demasiadas páginas para olvidarte

María Monrabal

Fragmento

1. Cuéntame tus miserias

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Cuéntame tus miserias

No sabía dónde estaba, pero desde luego no era ahí. Cuando te descubres en un escenario en el que en el fondo no querrías estar, tu cabeza empieza a divagar y te lleva lejos. Lejos a otro tiempo, lejos a otras sábanas, lejos a plasmar tu sonrisa tonta en las pupilas de otra persona, lejos a ahogarme contra tu pecho, a escuchar Cigarettes After Sex en una caravana alquilada mientras exploramos el mundo, a las noches sin dormir para no despertarme nunca por si era todo un sueño, a Vetusta Morla, a creerme libre en Budapest. En definitiva, lejos a todos esos momentos en los que me gustaría estar, a pesar de no querer pensar ni un segundo más en nosotros. O en ti, más bien. Porque igual nosotros nunca existimos y solo sucedimos en mi cabeza. A veces creo que ni siquiera tú exististe de verdad. A veces creo que te construí. Que fuiste tan mentira como todo lo que tuvimos. Que te inventé de cero a partir de todo lo que quería a mi lado y todo lo que creí que podríamos llegar a ser. Igual tuvimos todo lo que se pudo, que no fue mucho. Es algo que mi cabeza repite cuando mi corazón se empeña en creer que no es así, cuando las mariposas del estómago resurgen de sus cenizas y revolotean confusas pidiéndome más, porque no se han enterado de que ya te has ido. Secuelas de algo que acabó a destiempo. Me digo entonces que se ha terminado, que cumplimos con el cupo que el amor nos permitió, un cupo humilde, y te juro que, por un momento, hasta me creo esas palabras y me siento con fuerzas para olvidarte, para seguir sin ti o empezar sin ti, como quieras verlo; pero luego aterrizo en otra cama que no es la tuya, después de haberme convencido de que alguien me hará olvidar. Y no es así. Mi cabeza no te borra, sino que orbita a tu alrededor. Lo repasa todo en bucle, cae en tu gravedad y empieza a comparar cada uno de tus detalles con el que viene a ocupar tu puesto y, entonces, llego a la conclusión de que el impostor de turno no será suficiente. Porque no se ríe igual que tú, porque no entiende mis bromas, porque no me descubre el tiempo como tú, porque no ha volado conmigo por el cielo de Viena, porque no apila libros en su habitación, porque no ha corrido por Europa conmigo de la mano, porque no tiene los ojos tan oscuros, ni un hoyuelo como el tuyo, ni un lunar del mismo tamaño que el abalorio del único collar de plata que llevo siempre; porque le hablo de la felicidad y no la entiende. Porque no eres tú.

He llegado a la conclusión, y creo que estoy en lo cierto, de que nadie puede competir con alguien de quien todavía no te has desenamorado. Una persona idealizada juega en otra liga. Podría aparecer el tipo perfecto, el que «lo tiene todo», el que me sepa querer como tú no quisiste intentarlo y, aun así, no sería suficiente porque no serías tú. Qué putada, ¿verdad?

A veces creo que es posible que ya haya querido todo lo que soy capaz de querer y me asusta pensar que, a partir de ahora, no podré hacer más que rellenar vacíos y tiempos muertos. Me llamarías pedante si pudieras escuchar lo que pienso, pero me encantaría ser más tonta. Creo que a los tontos les cuesta menos enamorarse. No se plantean qué quieren, así que cualquier cosa les vale. Ojalá fuera tonta para enamorarme de otro tonto y no pensar en ti. Ojalá dejase de hablar contigo en mi cabeza cuando estoy con otros, ojalá dejase de mantener diálogos con alguien que ya no está.

No sé qué pensarías de mí si te contase lo que estoy haciendo, Niko. Te resultaría irónico. Me dirías que no me pega nada actuar así, pero tampoco me juzgarías; te resultaría divertido, igual porque no te importo tanto. Y es que hoy he decidido meterme en la cama de cualquiera porque no salías de mi cabeza, pero solo he acabado en la cama de cualquiera contigo más adentro que nunca mientras otro me la mete. Ni siquiera me acuerdo del nombre de este tío. Empezaba por «P». Pedro, Pablo... Ni idea. Era nombre de apóstol, eso seguro. Lo he conocido en una fiesta y no me he acercado porque fuese especialmente guapo, divertido o carismático. No tenía ningún interés en saber nada de él. Me he acercado solo porque no quería pensar en ti y he visto en una mirada cómplice la oportunidad de olvidarte por un rato, de difuminar tus recuerdos; pero no te vas y quiero que te largues ya de mi cabeza. Me pregunto si tú también estarás pensando en mí. La duda me ha asaltado mientras este desconocido me clava las pupilas, frunce el ceño decidido, resopla y aprieta sus caderas contra las mías. Eso me ha gustado. He gemido sin querer. El vaivén de su cuerpo se acelera y ahora ha dejado caer sus labios sobre mi piel para lamerme el cuello y trepar hasta el lóbulo de mi oreja, dejando un rastro húmedo por el camino. Lo miro en silencio, cojo aire y me agarro a las sábanas. «Vale, Ana, ahora estás aquí y te está gustando. Es mejor que tocarte sola. Es mejor que usar un vibrador viendo porno. Esto es de verdad. Has vuelto a tu vida de siempre. Lo otro ya no existe. Esa burbuja ha explotado». Me repito esto sin decir nada y, entonces, trepo por los brazos de mi apóstol, lo agarro del cuello y lo acerco hacia mí. Lo beso con tantas ganas que el gesto se convierte casi en una mentira, porque no le tengo tantas ganas como él cree ahora. Entrelazo fuerte sus caderas con mis piernas para pedirle más. Lo ha entendido. Se lanza a morderme el cuello y ahora mi salvador me la mete con más fuerza. «Por favor, no pares ahora. Quiero correrme ya», pienso mientras le paso la mano por la melena y le recoloco rápido un mechón tras la oreja. Tiene el pelo largo como tú. P. se acerca a mí jadeando, me besa y noto el sabor a tequila de su boca en mi lengua. Vuelvo a apretar su cuerpo contra el mío con ayuda de mis piernas para que no baje la intensidad ni el ritmo, porque en realidad quiero terminar ya e irme a dormir a mi cama.

—Me voy a correr enseguida si lo hacemos tan fuerte —me avisa jadeante.

—Da igual. Me gusta así —respondo decidida.

Y entonces envuelve mi cintura con su brazo izquierdo, haciéndome sentir pequeña e insignificante, apoya el otro en el colchón y, agarrándose del cabezal de la cama, la hunde dentro de mí sin cuidado con un gesto decidido que hace que nos acaloremos y cambiemos la expresión. Estamos idos, cachondos, extasiados, deseosos. Yo grito y aprieto la mandíbula mientras toda la cama golpea fuerte contra la pared una y otra vez y, de repente, me siento viva.

—¿Te hago daño?

—No, sigue.

Y él continúa unos segundos más mientras me tiemblan las piernas, un cosquilleo me nace en las plantas de los pies y se abre camino hacia mi ombligo como una enredadera que crece a toda velocidad y se expande por mi cuerpo, consiguiendo que durante un segundo, solo durante un segundo, nada más exista. El mundo se diluye a manos de dos gemidos acompasados que quedan flotando en el aire. Un punto de fuga en forma de orgasmo. Una pequeña muerte llena de vida que agradezco, porque al fin estoy en paz conmigo misma. Cojo aire y miro a través de la ventana de esta habitación que no tengo intención de volver a visitar nunca. Una farola a la altura de este segundo piso nos mira con sigilo en esta ciudad dormida y es testigo de la felicidad efímera provocada por mi discípulo.

—Dios... —espira él—. Lo siento, suelo aguantar más tiempo. —Sonríe y se deja caer sobre mí haciendo que el sudor de nuestros cuerpos termine de entremezclarse.

—Da igual —respondo aún jadeando—, yo me he quedado bien —confieso para que se relaje.

P. se tumba a mi lado y fija sus ojos en mi pecho palpitante, sin decir nada. Yo me doy la vuelta sobre el colchón, le doy la espalda para evitar una actitud cariñosa que no me apetece fingir y me quedo mirando de soslayo la ventana mientras la luz de la calle se cuela a través de unas cortinas translúcidas. En este ambiente cargado de sudor y un silencio que pesa, empiezo a repasar el cuarto de este tío, me sitúo en el lugar y juego a adivinar al desconocido que tengo a mis espaldas, desnudo. Pero la habitación de un becario en un piso compartido no suele dar mucha información. Veo una silla con una chaqueta en el respaldo, un escritorio bajo la ventana con un portátil abierto al lado de varias libretas y un monedero sobre ellas. Ningún libro. Un cesto de mimbre lleno de ropa en una esquina, un ventilador de mesa mal escondido tras el cesto. Una puerta entreabierta que comunica con un baño privado. Un cuarto que podría ser de cualquiera, al no decir mucho de nadie.

—Ufff... —resopla reuniendo fuerzas para incorporarse—. Voy a limpiarme —dice, y se la sujeta mientras salta por encima de mí para ir al baño; luego se saca el condón por el camino.

—Vale. —Lo miro amable.

—Mi compañero de piso nos habrá oído seguro —bromea al encender la luz del lavabo.

—Bueno, no se puede vivir siempre en silencio.

El resplandor del cuarto contiguo me revela unas letras estampadas en la espalda de la chaqueta vaquera que cuelga de su silla: «Héroes del sábado». Una canción de La M.O.D.A. Me quedo mirándola mientras él enciende el grifo y empiezo a cantar la letra en mi cabeza: Van por ahí los héroes del sábado... Van a intentarlo una vez. Si les hieren hoy, si les hacen daño... Van a intentarlo una vez...

—¿Te gusta ese grupo? El de tu chaqueta, digo. —P. tira de la cadena y apaga la luz de nuevo. Deshace su camino hacia mí sin decir nada, como si no tuviera prisa por responderme o no le interesase demasiado la pregunta, y vuelve a tumbarse a mi lado.

—No —dice al rato tranquilo, clavando los ojos en el techo—. Me la regaló alguien y la iba a tirar.

—¿Alguien te regaló una chaqueta de un grupo que no te gusta? —pregunto más por inercia que por interés.

—Me gustaba cuando me la regaló —contesta pensativo, sin cambiar el gesto.

Yo dibujo una sonrisa irónica y fijo mis pupilas en las suyas. De repente me doy cuenta de que somos dos corazones rotos intentando pasar página con la misma mala estrategia.

—¿Qué pasa? —dice sonriendo mientras acerca sus labios a los míos.

—Nada. Me ha hecho gracia tu respuesta. —Y aparto la mirada para no facilitarle más besos que ya no quiero dar—. ¿Lo dejasteis hace mucho? Háblame de ella, va. Podemos saltarnos la parte de fingir que nos hemos enamorado y que por eso hemos decidido acostarnos. Podemos decir la verdad.

—¿Podemos?

—Sí —digo repasando tus facciones en mi cabeza—. No pasa nada. Cuéntame tus miserias y yo te cuento las mías.

Me vuelvo hacia él y apoyo las manos bajo la almohada mientras espero a que empiece a hablar. Él se ríe.

—Me choca tanta sinceridad, la verdad.

—Es que estoy harta de mentiras —confieso—. Va, cuenta.

—Vale —resopla, y parece que viaja a otro tiempo—, pues se llamaba Carla... Bueno, se llama. En realidad no lo dejamos hace mucho, aunque tampoco sé decirte si hemos llegado a estar juntos o no. Ella salía de una relación, no quería meterse en nada y yo ahora estoy muy centrado en las prácticas, no quería distracciones... Y bueno, digamos que me empecé a pillar, me acojoné y dije... «hasta aquí».

—Típica excusa mala.

—¿Cuál?

—«Me acojoné y le dije que no quería nada». No te gustaría tanto, ¿no?

—No, no. Me encantaba. Hacía mucho tiempo que no tenía tanta complicidad con nadie. La tía era muy... madura. Y superdivertida. Pero no era el momento. Para ninguno de los dos. Así que preferí dejarlo estar.

—¿Y ella cómo se lo tomó?

—Bien. Lo entendió. Dijo que también prefería que lo dejáramos si yo estaba sintiendo algo.

—¿Así sin más?

—Sí... Me escribió un mensaje al día siguiente diciéndome que le daba pena que nos alejásemos, pero que lo entendía y que ella por desgracia ahora no estaba dispuesta a entrar en ninguna relación; entonces era mejor no complicar las cosas.

—Vaya... —digo abstraída—. Ojalá yo pudiese ser tan racional con mis sentimientos.

—Era una tía muy racional, sí.

—Qué suerte.

—Bueno, está bien para unas cosas, no tanto para otras. Pero supongo que yo también soy bastante racional, así que...

—¿Y estuvisteis mucho tiempo quedando?

—Un tiempo, sí... Desde... julio... hasta marzo, o sea, hasta el mes pasado, vamos.

—¿Tienes fotos? Tengo curiosidad por saber cómo es.

—Sí, espera —susurra, aparta el brazo y lo alarga para alcanzar el móvil de su mesita de noche. P. desbloquea la pantalla: 8799. Se mete en la galería y desliza el dedo hacia arriba haciendo un recorrido que parece tener aprendido de memoria. Se detiene en las últimas fotos de agosto y aprieta una imagen que termina por ocuparlo todo. En ella aparece una chica al otro lado de una mesa en una terraza con vistas al mar; sujeta una copa de vino blanco y tiene una sonrisa contagiosa. Carla mira a cámara achinando sus ojos negros, con una mirada divertida y cargada de picardía, mientras un mechón de pelo baila cerca de su mejilla derecha, haciéndola parecer dulce y despreocupada.

—Qué guapa, ¿no? —comento, y me pregunto por qué nos empeñamos en fastidiar las cosas que nos hacen felices.

—Sí, de las chicas más guapas que he conocido.

—¿Y no habéis vuelto a hablar?

—No —contesta recolocando el brazo tras de mí—. Llevo casi un mes sin saber nada de ella más allá de lo que sube a redes, que es poco.

—Casi un mes limpio...

—¿Cómo?

—Nada. Una tontería mía. A veces pienso que olvidar a alguien es como desintoxicarse. El amor es otra droga, ¿no? Llevas casi un mes limpio. Lejos de tu droga.

—Ah... Pues sí, se podría decir... —responde riéndose—. A ver si no recaigo.

Y el comentario me hace reflexionar...

—¿Las adicciones se curan o solo aprendes a vivir con ellas? O sea, ¿uno puede dejar de ser adicto al crack o puede dejar de ser alcohólico? ¿O lo sigue siendo siempre, pero aprende a vivir sin consumir eso que le mata?

—Digo yo que si no consumes, no eres adicto, ¿no? —responde reduciendo la magnitud del dilema.

—No lo sé. Yo diría que sí, porque todavía quieres tener algo que no es bueno para ti, te sigue atando, sigues pensando en ello, pero aprendes a renunciar a eso que quieres porque te das cuenta de que te hace daño. Entonces entiendo que continúas siendo adicto... porque de alguna manera te genera una dependencia peligrosa.

—Ni idea, la verdad —dice P. desinteresado en mi analogía.

Y yo me quedo pensando si tal vez desenamorarse es imposible, y lo único que cambia con el tiempo es nuestra forma de querer.

—Bueno, ¿y tú qué? —añade volviendo a un tema menos complicado—. ¿Qué nombre tienen tus miserias? ¿De quién sigues colgada?

—De alguien que conocí en otra vida —respondo sonriendo mientras recuerdo esa vida. No me apetece hablar de ti. Voy a intentar esquivarte esta noche, esquivar la conversación que he abierto para sacarte a escena.

—¿Un amigo imaginario? —se burla.

—Algo así... —susurro.

Él no me dice nada más. Quizá porque no le importa, porque ha entendido que no quiero indagar en el asunto o solo porque son las tres de la madrugada, mañana es viernes, quiere dormir y no sabe cómo echarme de aquí.

—Escucha —digo incorporándome—. Me voy a casa, ¿vale?

—¿Sí? Te puedes quedar y te vas mañana, eh. No me molestas, la cama es grande.

—Nada, da igual. Vivo a unas calles —resuelvo mientras busco mis bragas por el suelo.

—Vale. Pues nos vemos entonces —responde, y evita decir mi nombre. Estoy casi segura de que él tampoco se acuerda del mío, pero resulta violento presentarse después de follar. Supongo.

—Seguro que sí —añado por cortesía recogiéndome el pelo en una coleta alta, y sigo vistiéndome.

—Por cierto, llévate mi chaqueta si quieres. Te la regalo.

—Solo me sé tres canciones de ese grupo.

—Pues regálasela a alguien que se sepa más —responde incorporándose.

Saca unos calzoncillos limpios de la mesita de noche. Yo acabo de recoger mis cosas, me pongo la chaqueta y le doy las gracias por el suvenir.

—Oye.

—¿Sí?

—Gracias por esta noche. —Sonríe sincero antes de que salga de su habitación.

—A ti. —«Apóstol de una noche», pienso—. Nos vemos pronto —susurro procurando no hacer ningún ruido. Y me marcho convirtiendo las últimas horas de esta noche en un recuerdo al que no regresaré.

Al pisar la calle la magia de la madrugada se diluye con cada uno de mis pasos. La humedad me empieza a rizar el pelo y se me pega en la piel. El frío cala y se me cuela por la ropa mientras llego a mi habitación en un piso compartido situado en el paseo de Gracia. Una zona privilegiada por trescientos cincuenta euros al mes cuyo precio subirá cuando termine el semestre.

«Te gustaría este piso», pienso inevitablemente. Tiene un balcón que deja entrar la vida. Me recuerda al de Céline. Es mejor que el de La Teixonera y por el mismo precio. Además, está cerca del máster y de mi nuevo trabajo en otra tienda de ropa, esta vez un Zara. Te parecería que este curro es poco para mí, aunque me apoyarías igualmente. Puedo escucharte diciéndomelo. Pero lo que dirías ya da igual, porque no me lo vas a decir y, además, no quiero volver a casa pensando en ti. No quiero que se me empañen los ojos otra vez por el camino ni sentir que tengo algo atravesado en la garganta porque no estás. Te voy a sacar a la fuerza de mi cabeza y eso no va a pasar llorándote una noche más. Hoy me he sentido un poquito más libre. Un poquito más desligada de ti. Puede que esta estrategia no sea tan mala al fin y al cabo. Igual viviendo te acabo olvidando. Igual mañana le digo a Raúl que vayamos a tomar algo después de clase para celebrar que estoy empezando a dejar de quererte; y puede que hasta me vaya de fiesta con él y sus amigos para brindar por ello. Ya no estamos en Budapest. No voy a dormir abrazada a ti nunca más y mañana no me despertaré contigo. Así que voy a comenzar a borrarte reduciendo nuestra historia a unas cuantas letras. De repente siento que si lo escribo todo y te dejo sobre el papel, saldrás de mi cabeza para siempre. Lo veré todo con la perspectiva del tiempo, distanciándome de mí misma. De ti. «Necesito entender qué nos pasó en Hungría y por qué nos dejó de pasar», me digo a mí misma mientras cruzo el portal. Y aunque son casi las cuatro de la madrugada y mañana trabajo, en cuanto entro en mi habitación cojo el portátil con la intención de trasladarme a otro tiempo por última vez.

Ya es viernes y voy a empezar a escribir nuestra historia.

2. Lista para volar

2

Lista para volar

2016

Abrí los ojos y dibujé una sonrisa porque sabía que aquella noche dormiría en otro país. Me incorporé y visualicé mi cuarto por última vez. Lo recorrí haciendo una foto mental del escenario que me había acogido desde que empecé el grado de Traducción en Barna. Un escenario diminuto, para ser honesta. Uno con el espacio justo para meter una cama individual, un armario de dos puertas de IKEA y una mesa de estudio coja a la que le tuve que poner, en algún momento, un folio doblado en cuatro partes bajo una de las patas para que el tablero no bailase mientras pasaba los apuntes a limpio en mi HP.

Apoyé las manos en el fastidioso colchón de muelles de la residencia y noté la pesadez en el cuerpo y el cansancio en los párpados. El aire caliente entraba por la ventana sofocando la habitación, así que decidí levantarme a por un vaso de agua para calmar aquel bochorno de mediados de junio.

El día anterior había cumplido veinte años y celebré la nueva década bailando hasta las diez de la mañana con mis compañeros de la carrera y mi amiga Sandra, quien estudió conmigo en el colegio y luego me acompañó a Barcelona para continuar juntas en la misma universidad.

La madrugada se alargó más de lo previsto y tuvimos que seguir la fiesta en la playa. Lo hicimos descalzos, con el pelo revuelto, ya sin maquillaje, la piel impregnada de sal y arena y la voz perdida por la noche. La discoteca cerraba a las siete, pero había tanto que festejar que no quisimos que aquello terminase nunca. Era el día de mi despedida, el final de los exámenes, el inicio de mis veinte y el principio del verano. Todo a la vez. Así que quisimos estirar ese momento, tratar de hacerlo eterno, y cuando la última canción terminó y las luces se encendieron revelando una realidad poco glamurosa, salimos a la Barceloneta para ver el amanecer juntos, poner música hasta agotar el último porcentaje de todas las baterías, esperar con valentía en la orilla y sentir en los pies el agua fría de las olas debilitadas, arrastrándose hasta alcanzar tierra firme.

Recuerdo que encaré aquel cumpleaños como los afronta una cuando es la cifra de delante la que cambia: algo acojonada, exhausta e ilusionada por empezar a rellenar una página en blanco.

No soy alguien que suela conceder gran importancia a los aniversarios, a celebrar fechas, quiero decir. Que pase el tiempo no es mérito tuyo; al fin y al cabo, no tienes que hacer mucho más que esperar y tratar de permanecer vivo, lo cual, por suerte, no había sido complicado hasta entonces. Entiendo que los padres celebren los primeros cumpleaños de sus hijos, sin embargo. Debe de ser difícil conseguir que alguien que se empeña en meter los dedos en los enchufes, llevarse a la boca productos tóxicos, agarrarse de superficies inestables para aprender a andar, sentir una inexplicable atracción por los elementos punzantes y una larga lista de intenciones que complican la supervivencia humana llegue vivo al año siguiente. Pero una vez superado ese periodo inicial, celebrar el tiempo pierde gracia y sentido, ¿no? Al menos yo siempre lo he sentido así. Hasta aquel cumpleaños, claro. Porque aquel principio iba a ser diferente. Era uno de verdad: me iba a Budapest de Erasmus y tenía el billete comprado para esa misma noche. En unas horas estaría sentada en un avión dejando atrás mi mundo, contemplándolo desde la ventanilla y viendo cómo todo lo que conocía hasta el momento quedaba reducido a una constelación de lucecitas parpadeando en la oscuridad. Tenía ganas de marcharme; de irme y de llegar.

Mis compañeros de la facultad, los que también estudiarían fuera el primer cuatrimestre, llegarían a sus destinos una semana antes de empezar el curso, pero yo quería salir lo antes posible de España, de mis círculos de siempre, de la casa de mis padres en Zaragoza, de las mismas noticias, las mismas novedades, del pueblo sin playa, de echar de menos Barcelona... Quería sentirme de alguna parte y quería sentirme yo. No sé si me explico.

A mi madre no le hizo gracia que no fuera a pasar las vacaciones en casa después de haber estado todo el año en otra ciudad. Tampoco era una reacción rara viniendo de mis padres. Por lo general, a ellos no les hacía gracia nada de lo que yo decidía. Supongo que por eso procuraban que tomase el menor número de decisiones posible, que me limitase a acatar y a vivir bajo su voluntad. Y ¿sabéis qué? Que lo hacía. Pero en esto no cedí. Quería marcharme, así que les expliqué que iba a necesitar un tiempo prudencial para encontrar piso y trabajo en Budapest, sobre todo teniendo en cuenta que no hablaba húngaro. Justifiqué mi decisión diciéndoles que, en verano,

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