El corazón de un guerrero

Violeta Otín

Fragmento

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1

Aryn necesitaba tomarse un momento para descansar, solo un momentito.

Por desgracia, tiempo era lo que menos tenía. Dobló el cuerpo por la mitad y apoyó las manos en las rodillas. Inspiró con fuerza, exhausta. La tormenta seguía azotando la playa en tinieblas. Sintió el violento lametón del agua contra las botas empapadas y se alejó un poco más de la orilla para evitar que las olas tiraran de ella hacia el mar.

Bastante le había costado escaparse.

Se llevó la mano al pecho; el contacto de la piel helada sobre su cuerpo helado la hizo estremecerse. A ciegas, avanzó con dificultad por la arena, tropezando con su propio vestido, sin tener ni idea de hacia dónde seguir. No veía nada; tendría que esperar a que el siguiente relámpago iluminara el cielo, y ser más rápida la próxima vez.

—¡Brighyd! —gritó.

Trató de disimular la desesperación en su voz para no asustar más a la niña que, de todos modos, debía de estar muerta de miedo.

La niña no respondió, y el terror la paralizó por un instante.

—¡Brighyd! —llamó con más fuerza.

Se pasó la mano por la cara, y la repugnante mezcla de agua salada, barro y sangre la mareó. A lo lejos creyó oír la voz, cada vez más débil, de la niña, por lo que dirigió sus pasos torpes hacia ahí, sin atreverse a gritar su nombre de nuevo. Algo más allá escuchó como un retumbar grave y supuso que sería alguno de los hombres que querría atraer su atención.

—No te preocupes —masculló entre dientes, más para sí misma que para el otro—. Ya te queda muy poco.

Y eso, si es que todavía quedaba alguien, porque quizá solo había sido un trueno lejano.

El viento, que soplaba con fuerza desde el mar, la embistió por la espalda, y Aryn cayó de rodillas sobre algo duro. Al principio no notó nada, pero poco después el dolor ascendió afilado como la hoja de una espada. Se llevó la mano a la pierna y notó un hilillo cálido, apenas un puñado de lágrimas, que le escurría entre los dedos.

Pero, aunque fuera sangre, y casi con toda seguridad lo era, no podía perder más tiempo. Tanteó el suelo y encontró algo metálico, que lo mismo podía ser un cuchillo que un seax. Fuera lo que fuese, y dado que acababa de convertirse en su única posesión, se lo enganchó de cualquier manera al cinto y siguió avanzando hacia la voz. Quería llamarla a gritos, como una loca, hasta que la niña le contestara, pero tenía demasiado miedo de que alguien más la oyera y tratara de llevárselas otra vez. Se mordió la lengua. La angustia le encogió las tripas y el paladar se le empapó de regusto a vómito.

Una eternidad después, el cielo se tornó blanco. Barrió la playa con la vista y distinguió un bulto agazapado junto a unas cañas. Reprimió las ganas de ponerse a aullar y se echó a correr.

La niña no era lo único que había allí. Algo se movía en su dirección. Un momento antes habría jurado que ya no sería capaz de correr más rápido, pero estaba claro que se equivocaba. Otra vez. Como siempre. Se equivocaba. Llegó junto a Brighyd y se dejó caer delante de ella, con una mano cerrada sobre la empuñadura del cuchillo y la otra palpando el aire negro. Tocó algo blando y un suspiro de alivio escapó de sus labios.

—Moðor...

La voz no era voz, sino un soplido al que se le escapaba la vida, y Aryn tuvo que recordarse que, en una ocasión, hacía unos cuantos años, se había prometido a sí misma no volver a llorar por nada. ¿De qué demonios servía llorar? Lo único que servía de algo era apretar los dientes y seguir luchando.

—Aquí. Ya te he encontrado, Brighyd. ¿Puedes moverte?

Sintió, o quizá solo imaginó, la cabecita balanceándose. Le pasó el brazo alrededor del cuerpo y levantó a la niña para acomodársela en la espalda.

—Te llevaré así, ¿de acuerdo? ¿Puedes sujetarte?

Esta vez estaba segura de que no había contestado, de que no se había movido. Apoyó la bota con firmeza en el suelo y se puso en pie con cuidado de no hacerle daño. Hasta que no la viese a la luz de un fuego, o del sol del día siguiente si eran afortunadas, no había manera de saber si estaba herida o no.

Aryn sí lo estaba. Le costaba apoyar la pierna derecha. Ojalá fuera solo el corte. Desplazó el peso del cuerpo, se aseguró de que no había nada roto y caminó para alejarse lo antes posible. La tormenta aún tardaría en escampar. El viento helado soplaba con fuerza, barría con violencia las crestas de las olas y arrojaba charcos de espuma hacia la playa.

Junto a su oreja, los dientes de Brighyd castañeteaban sin freno. Necesitaba quitarle toda la ropa mojada y colocarla cerca de una hoguera. Apretó el paso y se esforzó en ignorar el dolor de la pierna. No era fácil, ni una cosa ni la otra, por culpa de la arena embarrada. Se le atascó la bota, enredada en lo que parecían restos de algas, y sacudió el pie para liberarla.

Solo que no se trataba de algas.

Lo que la sujetaba del pie le atrapó el muslo. Una mano grande, que deseaba hacer daño. Desde el suelo, alguien rugió. Furia y dolor. Un berrido que le erizó el vello del cuerpo entero. Lanzó a la niña sobre la arena sin cuidarse de ver dónde caía y trató de recuperar el cuchillo del cinto, pero el mango resbaló de sus dedos temblorosos.

No sabía quién era ni se preocupó de averiguarlo. Con una urgencia desesperada, se agachó y a tientas buscó a su alrededor hasta encontrar algo puntiagudo. Una piedra. Golpeó allí donde suponía que estarían los ojos. Oyó un chasquido y después un gruñido; volvió a golpear y un chorro de sangre le salpicó el rostro. Por si acaso, atizó una última vez con todas sus fuerzas y no se quedó a comprobar el resultado.

Aupó a la niña y salió huyendo lo más deprisa que pudo. Atrás, derrotados por la tormenta, a merced de las olas que engullían la playa, quedaba un puñado de cadáveres flotando entre los restos del naufragio.

Aryn abrió los ojos. Todavía no había amanecido, pero un resplandor purpúreo comenzaba a regar la tierra. Ya no llovía; el viento había desparramado lejos los restos de nubes. Se quedó muy quieta. No era la luz lo que la había despertado, sino un murmullo, una voz ahogada. Extendió la mano por debajo de la capa empapada y tocó el cuerpecito de la niña, hecha un ovillo a su lado. Se movía con la respiración, y, por el momento, aquello bastaba.

Un escalofrío le recorrió la espalda cuando los recuerdos de la noche anterior se aparecieron en su mente a fogonazos: la tormenta que había jugado con el barco, las rocas, el agua que los arrastraba hasta el fondo. Brighyd se había caído y ella había saltado detrás para salvarla. Probablemente, aquello las había salvado a las dos, porque poco después las olas habían estrellado el barco contra los salientes rocosos. Le costaba creer que hubieran conseguido llegar enteras hasta la orilla.

Oj

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