Grados de pasión

Yolanda Díaz de Tuesta

Fragmento

Capítulo 1

1

Terrosa, Extremadura, miércoles 7 de agosto de 1850. A pesar del bochorno que hacía a primera hora de la tarde, poco después de la una, la gran casa de madera y piedra gris que se alzaba a las afueras del pueblo hervía de agitación.

No era para menos. Desde la muerte de la señora, las visitas del señor eran raras, y más en verano, cuando siempre hacía demasiado calor. Bernardo Salazar, el mayor terrateniente de la localidad, nunca aparecía por Terrosa hasta finales de otoño, y eso solo en las raras ocasiones en las que decidía visitar el hogar familiar; prefería, con mucho, el clima más suave de la España del norte o incluso el neblinoso frío inglés en el que llevaba ya mucho tiempo establecido de un modo oficial.

Ese año, además, Terrosa y los pueblos de sus alrededores estaban sufriendo una sequía especialmente intensa. La primavera había traído pocas lluvias y el verano se estaba mostrando todavía peor. Llevaban varias semanas en las que un sol despiadado se había adueñado de un cielo que mostraba un azul sin mácula de la mañana a la noche, sin atisbos de nubes, sin la más mínima humedad en la brisa.

«¿Qué traerá a padre por aquí?», se preguntó por enésima vez Candela Salazar, la única hija del terrateniente. ¿Qué podía inducirlo a ir a Terrosa en verano, en plena época de la recogida del corcho que tanto odiaba? ¡Y con tantas prisas! Casi acababa de llegar el mensaje de Bilbao en el que anunciaba que estaba en España y se encontraba en camino, cuando ya lo tenían allí, prácticamente entrando por la puerta. Eso significaba que habían azuzado a los caballos sin tregua, y que apenas se habían detenido para descansar un poco en alguna posada.

¿Se habría dado prisa para poder celebrar con ella su cumpleaños? Qué pregunta más absurda, pues claro que no. Faltaban un par de días para que Candela cumpliera los veinticinco años y alcanzara la mayoría de edad, un hito importante para cualquier persona, pero seguro que Salazar no había caído en la cuenta. Ella no recordaba la última vez que su padre estuvo presente en esa fecha, para celebrar su aniversario a su lado.

Tenía más sentido pensar que venía a comprobar de primera mano cómo iban las cosas en sus negocios locales. Llevaban demasiado tiempo teniendo que arreglárselas por sí mismos, sin los habituales envíos de dinero desde Inglaterra, dados los descalabros continuos que las empresas de Salazar habían sufrido en los últimos años.

La situación empezaba a ser desesperada, y su padre debía haber considerado que esa vez sí que merecía la pena el esfuerzo de un viaje tan largo, y el sufrir, aunque fuera con protestas, aquellas altas temperaturas.

Sí, eso debía ser. ¡Diantre, es que no salían de aquella terrible mala época! Si había una posibilidad de que algo fuese mal, el destino la encontraba de inmediato. Era como si hubiese por ahí una mano negra actuando a su gusto, o como si les hubiese caído una maldición desde el fiasco de los Reynolds, la familia inglesa que había controlado durante años la explotación del corcho en la zona y con la que Salazar había tenido mucho trato.

Candela hizo una mueca, irritada por no tener una forma real de intervenir, de hacer algo al respecto. Hasta su acceso a la información era limitado. Desde que cumplió los veinte años sabía que adoraba Castillo Salazar, tal era el pomposo nombre que llevaba la gran casona de su familia, que le interesaban todos los asuntos de la hacienda y que hubiera disfrutado mucho dirigiéndola, buscando el modo de llevar prosperidad a la zona.

Pero era una mujer, y para su padre mandar no era algo propio del sexo femenino. Qué decir de la contabilidad, a la que parecía considerar una especie de arte esotérico reservado al entendimiento de los varones. Por esa razón había contratado a un administrador. Poco importaba que Federico Almeida fuese un hombre vago y corrupto, más interesado en imponer su criterio o aumentar su fortuna personal que en cuidar de la hacienda de su señor.

Al principio, Candela había intentado enfrentarse a él, pero Almeida se había negado a hablar de esos temas con ella, despreciándola con su continuo «joven damita», y luego se había mostrado furioso el día que la encontró en su despacho, revisando documentos.

Su enfado, por supuesto, se debía a algo más que al hecho de afrontar que una mujer pretendiera saber hacer mejor que él su trabajo. Lo que Almeida temía era que Candela descubriese lo que ya había averiguado: que alteraba la contabilidad y hacía sus propios negocios aprovechando la ausencia de Salazar para enriquecerse a su costa.

Ella lo amenazó con contárselo a su padre y él utilizó sus malas artes como contable y los prejuicios de Salazar para quitarle toda credibilidad.

La disputa terminó con un mensaje de Bernardo Salazar en el que la conminaba a ocuparse de asuntos más femeninos, como bordar o hacer muecas ante el espejo mientras su doncella le probaba nuevos peinados. ¡Al menos que sirviera de algo su cabeza!

Candela rompió la carta y ni se dignó a contestar. Si su padre pensaba que Almeida era mejor que ella para dirigir todo aquello, ese hombre era el administrador que se merecía. Pero no por eso dejó de interesarse por lo que consideraba que eran sus asuntos, aunque no los tachasen de femeninos. Era su hacienda, su herencia, y no pensaba dejarla abandonada a su suerte en manos de aquel canalla.

Eso sí, tomó medidas. Desde entonces Almeida no había vuelto a descubrirla fisgoneando en su despacho, como lo había llamado con desprecio, pero ella no había dejado de estar atenta a cada movimiento económico relacionado con la hacienda. Con la ayuda de los dos criados de su mayor confianza, Titán y Alba, que habían actuado de vigías, había podido dedicarse durante horas a hacer cuentas y revisar informes.

En realidad, no resultó difícil. Almeida nunca permanecía mucho rato en el despacho, y había días que ni siquiera iba por Castillo Salazar. Prefería con mucho pasar el tiempo cazando con sus amigos, o en reuniones elegantes en las que podía alardear de posición, antes que estar allí sentado, trabajando.

Gracias a eso, Candela había reunido toda la información necesaria para demostrar que Almeida robaba día sí, día también, y esperaba poder utilizarla en un futuro para despedirlo. Sola en su dormitorio, se mordisqueó la punta de un dedo, preguntándose si tendría opciones con su padre en esa ocasión, si podría enseñarle de una vez los malditos documentos.

Quizá, si se los estampaba en la cara...

—Madre mía, Candela —se dijo en un susurro—. Haz el favor de mantener la calma.

Al menos, no lo consideraba un trabajo inútil. Además de mantenerse al tanto de la situación económica general, aquello la ayudaba a la hora de saber dónde se necesitaba intervenir y qué medidas había que tomar para minimizar pérdidas o ayudar a las gentes que trabajaban en la hacienda, tanto en la casa grande como en campos de cultivo o en la explotación del alc

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