Lord Thorn necesita una esposa (The Rosegarden Family Tree 1)

Bethany Bells

Fragmento

lord_thorn_necesita_una_esposa-2

Capítulo 1

Rosegarden House, Londres. Finales de abril de 1883

—Está usted de broma. —En el despacho que tenía en su casa de Londres, lord Thorn III Rosegarden, tercer marqués de Farrose, frunció el ceño a su secretario. El hombre había insistido en hablar con él cuanto antes, sin ninguna consideración hacia su resaca, y todo para darle una noticia que solo podía aumentar su dolor de cabeza—. Pero ¿qué me está diciendo? ¡Es la cuarta institutriz este mes!

—La quinta, milord —replico Barnes, con su habitual expresión impasible. Thorn lo conocía desde siempre. Había heredado el secretario de su padre, junto con el título, la mansión familiar, la fortuna y aquellos hermanastros tan irritantes—. Una no llegó a bajar del carruaje.

—¿Qué le hicieron?

—No estoy seguro. Sus hermanos dicen que solo sonrieron para darle la bienvenida. La señora Waits, sin embargo, se sintió, eh…

—¿Cómo? ¡Hable, hombre!

—Amedrentada. Dijo que la miraban y sonreían de un modo que la atemorizó. Y que la casa, al fondo, tan tétrica y, cito textualmente, «casi atrapada entre los rosales», daba auténtico miedo.

Ambos hombres intercambiaron una mirada de comprensión.

—Oh. Entiendo —masculló Thorn.

Y claro que entendía, perfectamente. Rosegarden Park era un lugar hermoso, pero también extraño. Nadie recordaba de dónde había salido la piedra gris oscuro con la que había sido construido, un tipo de granito que no se daba en ninguna cantera de la zona, y tan oscura que a veces hasta parecía negra, como la madera de sus puertas o de los marcos de las ventanas.

Las gentes de Rosegarden-on-the-Water, el pueblo cercano, construido a orillas del río Lea, tenían una leyenda en la que se contaba que habían sido arrancadas una a una del corazón del mismísimo infierno, a fuerza de pecados de la familia, para convertirse en el hogar terrenal de los herederos del diablo.

Era una historia absurda, por supuesto. El diablo jamás hubiese elegido a los Rosegarden como herederos, eran demasiado malos incluso para él. Pero aquellos malditos rosales trepadores sí que parecían llegados del averno, como si se hubieran abierto paso poco a poco desde las profundidades del mundo...

Dado que un equipo de jardineros los podaba y mantenía sanos y vigorosos en cada momento del año, y que nadie limitaba su crecimiento por orden expresa de lord Thorn I el Loco, su abuelo, estaban ya por todas partes, trepando por las paredes y colándose por ventanas, balcones y puertas. También por grietas, y por todo hueco que pudieran encontrar o crear entre las piedras en cuanto los jardineros se despistaban, lo cual resultaba mucho más dañino. Horadaban, perforaban, se abrían paso con tiempo y con una inmensa paciencia.

Algo que —nadie lo mencionaba, pero seguro que todos pensaban en ello— podría terminar provocando la ruina y la destrucción del lugar.

De niño aquellos rosales le causaban auténtico pavor. De no haber sido adscritos en su momento como parte de las propiedades del título, durante la creación del marquesado de Farrose por el rey William IV, él mismo los habría arrancado de raíz nada más heredarlos y los hubiera usado para alimentar durante semanas las chimeneas de la mansión. Pero no podía hacer nada, solo custodiarlos, con todo lo demás, hasta que pasasen a su heredero.

O quemarlos, claro. Quemar el maldito sitio, quemarlo todo, edificio y rosales al completo, hasta calcinar sus raíces malditas y más allá, y luego decirle a la reina, y a todos los que preguntasen al respecto, que había sido un lamentable accidente, una chimenea de la que escaparon algunas chispas…

Alguna que otra vez hasta había ensayado la cara desolada ante el espejo. ¡Qué pena, con lo bonito que había sido todo! Quedar así, convertido en cenizas, en polvo, en olvido…

Era una posibilidad que mantenía en mente, aunque nunca se decidía a ello. Se había limitado a permanecer lo más lejos posible y a no invertir en reparaciones. Al fin y al cabo, también esa era una forma de ayudar a verlo destruido.

—Maldita sea… —gruñó—. Ya sabe lo que pienso al respecto. Le daré mil libras a usted si va y lo incendia.

—¡Milord!

—No se preocupe, le proporcionaré una buena coartada. Diré que estuvo conmigo todo el tiempo, en un burdel.

El secretario, hombre que llevaba casado más de la mitad de su vida, padre y abuelo feliz, abrió todavía más los ojos, lo que le provocó una carcajada.

—¡Milord!

—Perdone, perdone… Pero ¿qué quiere que le diga? Es la verdad, Barnes, quiero que ese lugar horrible arda y no quiero que lo reparen, nada en absoluto. Y usted debería entenderme. —Sus ojos le dijeron que sí, que claro que lo hacía, porque sabía que lo habían echado de allí cuando tenía siete años—. Si le soy sincero, cada vez que me voy preferiría no regresar nunca, y poder olvidarme de esos hermanastros tan molestos.

Barnes lo miró con pesadumbre.

—Quizá no debió pelear por su custodia, a la muerte de sus padres.

—A la muerte de mi padre y de lady Peony —le corrigió con frialdad. Su padre y su segunda esposa habían fallecido cinco años antes, en el naufragio del barco en el que viajaban—. Esa mujer jamás fue madre, ni siquiera de sus propios hijos.

—Cierto, milord. Me refería a la muerte de los padres de sus hermanos.

—Hermanastros.

Barnes hizo una mueca, un gesto más triste que contrariado.

—Por supuesto, milord.

—Y sabe que no me quedó más remedio —siguió Thorn, al cabo de un par de segundos de silencio tenso—. Mi padre me pedía en su testamento que me ocupase de ellos. Era un maldito bellaco, pero… —Agitó la cabeza—. Bah, supongo que yo también. Y solo han pasado cinco años, pero no me cuesta admitir que yo era demasiado joven como para reaccionar, de otra manera hubiese ignorado ese tema. Además, me ofusqué, por odio a lady Cordellia —añadió, recordando la batalla legal llevada a cabo con los condes de Abbott, los abuelos de sus hermanastros. Los padres de lady Peony—. Qué idiota. No me han traído más que quebraderos de cabeza. Yo, que preferiría no tener que preocuparme de nada. —Bufó—. Emborracharme, joder, eso es lo único que quiero.

El secretario lo miró con desaliento.

—Me temo que no va a ser posible, milord —musitó al cabo de un momento—. Hay que tomar medidas. Hay que buscar el modo de que algo así no vuelva a ocurrir.

—Eso va a ser difícil…

Thorn conocía poco a sus hermanos, pero sí lo bastante como para saber que eran capaces de infundir pánico en el mismísimo corazón del demonio. Sobre todo Bramble. O esa arpía de Roseanne. O todos, porque hasta la pequeña Rosehip dejaba entrever de vez en cuando esa oscuri

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos