Cúbreme de plumas y purpurina

Pilar Piñero

Fragmento

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Capítulo 1

REGINA

(Yelo)

—Niña, son las siete. Se te han pegado las sábanas, ¿eh?... ¡Uy, vaya desorden tienes aquí liao!

Mi abuela ha irrumpido en mi habitación, una mañana más, como un elefante en una cacharrería: ha levantado la persiana sin delicadeza alguna, cuando todavía es de noche, y hablando como si estuviera en la granja de Eustaquia esperando los dos litros de leche diarios de sus preciosas vacas.

La oigo remover los papeles que hay sobre el escritorio, odio que lo haga, pero no le digo nada, nunca lo hago; me limito a cerrar los ojos y suspirar con resignación, ya volveré a dejarlos tal y como estaban cuando se marche. El desorden que ella ve es para mí la esencia del orden.

—¿Estuviste trabajando hasta tarde anoche?

—Me dieron las tres, quería acabar un diseño que tenía a medias.

El sonido del despertador nos sorprende a ambas: mi abuela me mira con una sonrisilla de disculpa y yo a ella con una de todo menos amigable.

—Tienes el reloj un poco atrasado —dice mientras se sienta en la cama—. Recuerda que Bruna te espera para que le pongas esa inyección que le pinchas en la barriga.

—La heparina, yaya...

—Eso. Y el tío Manolo te pidió que lo ayudaras a bajar no sé qué cacharro del trastero.

—El brasero eléctrico...

—Eso, que Félix no viene hasta mañana. ¡Venga, levántate! —acompaña las palabras con un azote en mi culo—. Y abrígate, cariño, que estamos en el mes de octubre más frío que mis huesos recuerdan.

—No ayudas, abuela...

—¡Va, leñe, que se te enfría el café con leche y las tostadas!

Mi abuela tira del nórdico con todas sus ganas y me deja sin abrigo; inmediatamente, todo el vello de mi cuerpo se pone de punta y empiezo a tiritar. Arrecida de frío me levanto abrazándome para intentar mantener el calorcito residual de la cama hasta entrar en el baño para meterme bajo el chorro de agua hirviendo.

Mientras el agua de la ducha se calienta, enchufo el calefactor y hago mis necesidades matutinas, pero la puerta del baño se abre y rompe el momento.

—¡Abuela, ¿te importa?, estoy haciendo pis!

—Para nada, cariño, a mí no me molesta en absoluto —contesta, cargada con un montón de ropa que ella ha decidido que debe lavarse.

La miro intentando sopesar si es que no me ha entendido o si me está tomando el pelo, algo muy habitual en ella.

—Es que me gustaría un poquito de intimidad cuando estoy sentada en la taza del váter, ¿sabes?

—¡Ah, vale! Perdona, hija. Te espero fuera, mientras iré arreglándote la habitación.

Tras un suspiro de resignación me meto bajo el chorro de agua bien caliente.

Mi abuela es así, un torbellino, y, si no ha cambiado en sesenta y dos años, no va a hacerlo a estas alturas. No conozco persona más activa que ella: se levanta cada día a las seis de la mañana y no para hasta las nueve de la noche —hora en la que sale de la cocina, pues soy yo la que me encargo de fregar los platos de la cena— para sentarse en su sillón orejero frente a la chimenea y leer. Es una gran mujer, muy querida por todo el pueblo y, aunque nos enganchamos a menudo por tener formas de ser completamente diferentes, no podemos vivir la una sin la otra.

Su carácter jovial, alegre y positivo fue decisivo a la hora de enfrentarse al revés más duro que la vida puede darte: la pérdida de un hijo, mi madre. Mi abuelo es más reservado y no llevó de igual modo la pena, pero mi abuela tiró de los dos anteponiendo nuestro bienestar a su tristeza. Fueron momentos horribles para ellos: de un día para otro, se vieron lidiando con un dolor inmenso y a cargo de una niña huérfana de siete años.

Recuerdo el día en que mi vida y la de ellos cambió para siempre...

Estaba en clase de Matemáticas atendiendo a las explicaciones de la profesora, la señora Luisa, que ponía todo su esfuerzo y tesón para explicarnos cómo calcular el volumen de un cilindro, cuando la puerta de la clase se abrió precipitadamente sin que nadie hubiera llamado.

—Luisa, ¿puedes salir un momento? —le preguntó la directora de sopetón, con gesto serio y los ojos enrojecidos.

—Claro, Eva. Vuelvo enseguida, chicos, no os levantéis de vuestros pupitres. Id haciendo el ejercicio número cinco.

La maestra no había salido todavía del aula y ya nadie ocupaba su silla: estábamos emocionados por el festival de primavera que el colegio organizaba cada año y, reunidos en pequeños grupos, nos pusimos a conversar animadamente sobre qué actuación íbamos a hacer, qué vestuario nos pondríamos, cómo decoraríamos la clase...

Cuando la puerta del aula volvió a abrirse, el silencio fue imponiéndose a medida que íbamos reparando en la cara de desolación de la señora Luisa y de cómo se enjugaba las lágrimas con un pañuelo de tela. Ni siquiera nos apresuramos a ocupar de nuevo nuestros asientos por miedo a una regañina; simplemente, nos quedamos estáticos en el sitio, era evidente que algo malo había sucedido.

—Regina, sal un momento conmigo, por favor.

—¿Puedo ir con ella? —dijo de repente Úrsula, mi mejor amiga, aferrándose a mi mano.

—Mejor no, cariño. Enseguida vuelvo. Niños, por favor, portaos bien.

Diecinueve pares de ojos, en completo silencio, se clavaron en mi persona y yo solo podía mirar a mi amiga, deseando que su mano no hubiera abandonado la mía.

Temblorosa, sin saber qué estaba ocurriendo, salí al pasillo donde nos esperaba la directora. Mi profesora me cogió de la mano y las tres entramos en el despacho de dirección. Allí, arropada por los abrazos y besos de la señora Luisa, me hicieron saber la noticia: mis padres, que se dedicaban a vender zapatos en mercadillos semanales de Madrid y alrededores, habían sufrido un accidente de tráfico.

—La madre de Úrsula viene para acá. Te quedarás con ella hasta que lleguen tus abuelos —anunció la directora, acariciándome las largas trenzas que mi madre cada mañana me hacía.

Úrsula y yo éramos como hermanas, ya que ambas éramos hijas únicas y sus padres y los míos eran amigos y compartíamos tardes, fines de semana y vacaciones en Yelo, Soria, el pueblo natal de nuestras madres. La abuela de mi amiga había muerto y la casa de la familia estaba en ruinas, por lo que en julio y agosto veraneábamos las dos familias en el caserón de mis abuelos.

Los días que pasábamos en el pueblo eran un no parar de excursiones al río Bordecolex, meriendas en los palomares y correrías varias con otros niños forasteros y algunos de los pocos oriundos de Yelo, como mi primo Félix y Esteban.

Nuestros padres también disfrutaban del tiempo de ocio y salían de noche a verbenas y fiestas mayores de otros municipios de alr

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