Sangre

Clara Peñalver

Fragmento

Mi nombre es Valentina y me encuentro frente a estas hojas en blanco para tintar el primer día de, espero, mi larga vida como vampira. Sí, digo larga vida, por la sencilla razón de que no soy lo que se podría decir una «no muerta». No he tenido que fallecer para adentrarme en este mundo paralelo. Sólo he necesitado una experiencia como la de anoche.

No puedo dejar de darle vueltas a lo que me sucedió anoche. En realidad, todo comenzó como cualquier fin de año desde hace un par de lustros para mí. Cené en casa sola, a excepción de mi inseparable Vlad, un hurón albino al que encontré abandonado hace un año más o menos buscando comida en el contenedor de basura que hay frente a mi casa. Delante de mí, en la mesa, había un bol de ensalada gigante; frente a Vlad, en el suelo, una pechuga de pollo bastante grande incluso para él. Nunca me ha gustado demasiado la carne, ni tampoco el pescado; incluso me sientan mal. En realidad no tomo nada de origen animal.

Cuando terminé de cenar, casi sin darme cuenta, fui al dormitorio y me desnudé. Me descubrí buscando algo de ropa para poder salir a dar una vuelta. Siempre me entretengo una barbaridad decidiendo qué ponerme, y cuando lo pienso me parece un tanto ridículo, puesto que mi vestuario se compone básicamente de todo tipo de prendas de color negro. Opté por unos pantalones ajustados y una camiseta de manga larga con un escote que dejaba poco lugar a la imaginación. Me molesta tremendamente llevar tacones, pero, por otro lado, es indiscutible el aire femme fatale que dan unos botines bajos con tacón de aguja, de modo que, muy a mi pesar, me los calcé sin dudarlo ni un momento. Recogí mi cabello en un moño alto y me anudé al cuello la correa negra que siempre me acompaña en las aventuras nocturnas. Ya, sin darme cuenta, me había dicho a mí misma que aquella noche, como tantas otras, me apetecía tener algo de compañía.

Dejé a Vlad entretenido con una polilla en la cocina y salí a la calle. Por un momento pensé que el abrigo que había cogido era demasiado liviano para protegerme de las bajas temperaturas nocturnas de Granada, pero, conforme iba avanzando, el calor interno que generaba mi musculatura calmaba la sensación de frío. Las calles estaban inundadas de gente celebrando la venida del año nuevo. Vestidos con sus mejores galas se dirigían a una u otra discoteca a pasar una noche desenfrenada de alcohol, drogas y, con un poco de suerte, algo de sexo. Yo no buscaba ninguna de las dos primeras cosas; simplemente, me apetecía escuchar buena música y echar un buen polvo.

Decidí dar un rodeo para disfrutar de la hermosura de aquellas callejuelas. Pronto llegué al paseo de los Tristes, el lugar más mágico de Granada, y gracias al cual decidí instalarme en aquella vieja casa del Albaicín. Nunca deja de sorprenderme de noche. La Alhambra muestra su espalda iluminada, guardando recelosa su interior; una imagen en la que piedra, vegetación y luz forman un trío encantador y embriagador. Continué descendiendo hasta llegar a Carrera del Darro y, a pocos metros de dejar atrás la calle Zafra, por la que se llega en línea recta hasta mi casa, alcancé el puente de Espinosa, punto por el que debía atravesar el río para llegar a mi destino.

Jamás había visto tanta gente en la entrada del Dhampir; por un momento, temí que pudiera llegar a convertirse en un sitio de moda para estudiantes. Peter y yo elegimos ese lugar para abrir el pub por lo discreto de su ubicación, la entrada es casi imperceptible desde el otro lado del río, gracias a un par de árboles que con su edad y frondosidad esconden el lugar. Por lo general, lo frecuentan conocidos de Peter y extranjeros que lo descubren por esa obsesión suya de escudriñar cada rincón de cada ciudad.

Ninguno de los dos pensó en el local como una fuente de ingresos puesto que estamos bien servidos; más bien, es nuestro pequeño lugar sagrado. Él se enamoró de aquel magnífico edificio de cuatro plantas, una de las cuales casi acaricia el lecho del río. Decidió que quería vivir allí y abrir un pequeño negocio. Llegamos al acuerdo de que yo aportaría el capital y desde casa me encargaría de los proveedores, mientras que Peter dirigiría personalmente el local. Respetó la estructura del edificio, pero dentro hizo maravillas, aunque sólo usa la primera planta por encima del pub como vivienda. El sótano pasó a servir de almacén y el ático es el lugar donde guarda sus «juguetes».

Tuve que abrirme paso hasta la puerta de la entrada y agradecí que el interior no estuviera tan atestado como parecía desde fuera. Peter me saludó desde el otro lado de la barra. Entré decidida hacia él y mirándolo fijamente a los ojos, aquellos ojos de color azul oscuro. Él no es precisamente mi prototipo de hombre: su pelo rubio y ondulado siempre me recuerda a un anuncio de champú, su rostro tiene los rasgos marcados haciendo que el semblante sea un tanto duro. Eso sí, tiene un cuerpo escultural. Se mantiene en forma pese a los años que han pasado desde su baja definitiva del Cuerpo de Bomberos de Nueva York; por las lesiones que sufrió cuando, intentando sofocar un incendio, se le cayó un muro encima. Entre las escasas secuelas se encuentran la pérdida total de visión del ojo izquierdo, que hace que el azul de éste sea algo más claro que el derecho, y una delgada cicatriz desde el pómulo hasta la ceja, que contribuye a esa dureza en sus facciones y, ya de paso, a mi atracción puramente física hacia él.

Antes de que me sentara en una banqueta junto a la barra, Peter ya había colocado una 1925 bien fría frente a mí. Le pegué unos tragos mientras él le indicaba a Paula, la camarera, que iba a ausentarse un rato.

No mediamos palabra alguna, nos dirigimos hacia la puerta del fondo del Dhampir y comenzamos a subir la escalera en dirección al piso de Peter. Nada más atravesar la puerta de la entrada me agarró, como un cavernícola, me colocó sobre su hombro y al llegar al dormitorio me lanzó a la cama para despojarme de la ropa con facilidad. Fue imposible separarnos. No pensé en nada, salvo en mi sexo y en aquel cuerpo escultural empujando con violencia. Lo aparté bruscamente y me coloqué sobre él. Estaba a punto de llegar al orgasmo cuando me descubrí succionando su cuello. El placer que sentía me hacía chupar con más fuerza hasta que noté cómo mis papilas degustaban el fluido con sabor metálico y algo salado que escapaba por sus poros hacia mi boca. Entonces, me corrí y fue el mayor orgasmo que había tenido jamás. Había probado su sangre. Más bien tan sólo la había paladeado, pero me había excitado más que cualquier otra cosa en el mundo. Me había extasiado.

Permanecimos tumbados largo rato en la cama. No sé en qué pensaba Peter, yo únicamente podía pensar en aquel fluido espeso que me moría de ganas de volver a probar.

—Oye Peter, ¿te importaría si la próxima vez traigo un escalpelo? Quiero beberte mientras follamos.

—Joder, Valen, estás loca. —

Ahí estaba de nuevo, me volvía a llamar loca con ese acento tan suyo que no era capaz de disimular.

—Venga, hombre, otras veces me pides que te pegue y te encanta. Quizá esto también te guste.

Permaneció callado unos instantes y pronto comenzó a tener ese brillo en los ojos que siempre aparece cuando planea alguna pequeña travesura. Se levantó de un brinco de la cama y entró en el cuarto de baño. Apareció con una pequeña bolsa de aseo en las manos. Se sentó al borde de la cama y la abrió extrayendo de un diminuto bolsillo un paquete de hojas de afeitar. Tomó una y la introdujo en una antigua navaja. Me mostró el resultado con una sonrisa pícara.

—Mientras no me desangres y no estropees ningún tatuaje, Valen, bebe lo que te apetezca.

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