La culpa es de Mercurio

Viktoria Yocarri

Fragmento

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Antes de...

Hola, soy el lunar que le sale al Sol cuando paso entre él y la Tierra. Una manchita bien definida. Al ser el más pequeño del sistema solar todo me parece enorme (soy solo un poco más grande que la Luna). Pero no por ser el más pequeño soy menos denso, qué va. Mi temperatura supera la de la Tierra cuatro veces... ¡Estoy que ardo y soy un pesado!

Me han señalado como el responsable de un sinnúmero de situaciones cotidianas, como extraños olvidos, desconcentración, problemas de comunicación, envíos erróneos en mensajería de correo y texto, desacuerdos y disputas en general.

Ya saben quién soy, ¿verdad? Soy Mercurio, el dios encargado de las comunicaciones y la expresión, las ideas, la mente, la velocidad de datos y movimientos, vamos, el mensajero de los dioses, nacido de uno de los tantos amoríos de mi padre Zeus con una de las pléyades, Maia. Desde mis primeras horas de vida fui inquieto y juguetón, tanto así que escapé de mi cuna y robé unos bueyes que estaban a cargo de mi hermano Apolo; por supuesto, haciendo gala de mi ingenio y agudeza mental, me calcé unas sandalias planas para no dejar huella, según yo. Sin embargo, mi hermano terminó por descubrirme, acudió a mi padre y, bueno, bla, bla, bla... Es una vieja historia y no quiero aburrirlos.

Dejemos de hablar de mí.

Estoy tan contento porque hoy el tema candente es un encuentro tan esperado. De un extremo a otro, el universo entero ya está en marcha, en unos días iré cambiando de dirección, de este a oeste —connotación, desde la mirada de la astrología, como retrogradación—, poco a poco. Me gusta ir despacito.

Estoy deseando que ocurra... Ahora mismo, Alicia está encerrada en su frustración por la llegada de problemas de distinta índole que ve como un mal augurio. Es normal, no entiende que el universo solo le pide una pausa, un cambio de idea, pensar en otra cosa, y ¡eureka!, la claridad se presentará tan mágica y espontánea estando siempre ante sus ojos. Pero ¿cuándo? Adivinaron... ¡En mi fase de retrogradación!

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Capítulo 1

Estoy inmersa en un magnífico sueño en el que aparecen un par de manos expertas, una boca tórrida y un empleo de lo más creativo de los pantalones de kick-boxing típicos de los deportistas, cuando una fuerza externa intenta despertarme. Hago cuanto puedo para resistirme, pero se trata de un ruido persistente.

Un rugido insistente empieza a sonar en la periferia de mi conciencia, un estruendo desconocido que no logro identificar. Con un profundo suspiro, abro los ojos lo suficiente para enfocar mi teléfono, que descansa en la mesilla. Estiro la mano para coger el móvil y doy un respingo al ver la hora. Son las 6.50 de la mañana. ¿Qué clase de sádico hace ruido a esta hora?

Me incorporo en la cama y empiezo a bombardearme con palabras, al parecer soy incapaz de hilvanar cualquier pensamiento coherente. Me concentro un montón y solo consigo distinguir tres palabras destacadas: ¿es mi casa? No... Yo no vivo aquí. Esta es una casa de alquiler. Luego intento levantarme. Al igual que con el problema de los pensamientos, aquello es más fácil decirlo que hacerlo. Aunque por lo general mi peso ronda los sesenta y tres kilos, cuando todavía estoy medio dormida asciende hasta doscientos.

Tras un breve y torpe forcejeo propio de una ballena varada en la playa, me pongo en pie, permitiéndome un larguísimo bostezo; en tanto, el sonido continúa martillándome los oídos. Esta casa tiene más o menos el tamaño de una caja de galletas, así que no tardo mucho en encontrar el camino hacia la entrada en la oscuridad.

Tan pronto abro la puerta, entorno los ojos por el brillante resplandor del sol. La fragancia inconfundible del césped recién segado se funde con el ruido del motor de la cortadora de pasto que va devorando hierba y creando una perfecta planicie de color verde esmeralda. Ninguno de esos detalles supone un problema. El meollo reside en el hecho de que el ruido está en mi jardín. Una vez que mis ojos se acostumbran a la luz y, desde donde estoy, contemplo al responsable de semejante estruendo y repaso con pasmosa lentitud los bíceps que se tensan bajo las mangas de su camisa, mientras maneja la segadora, supongo que debe tener un cuerpo perfecto también. Viste unos vaqueros limpios, una camisa a cuadros, unas botas de seguridad, como esas que usan para protección en las fábricas, y una gorra de beisbol que hace que su rostro resulte verdaderamente bello. Me da por pensar que tal vez sea uno de los hombres más guapos que encontraré por aquí, incluso consigo decir: «¿De qué perla tempranera ha salido?».

Paso de esa visión que encabeza mi lista de «Retratos prometedores».

—¡Eh! —grito, no sé cómo se llama, y le hago señas para que se detenga.

Solo cabe esperar que me haga caso. Sin embargo, en cuanto la máquina se detiene y el tipo guapo viene caminando hacia mí, mirándome con el fuego intenso de sus ojos enmarcados en un rostro extraordinariamente atractivo, me doy cuenta de que lo peor de la mañana está a punto de llegar. Llevo puesta la camiseta de los Pumas que le birlé a Eduardo y unos bóxer a cuadros; de mi cabello, mejor ni hablo. Contengo el aliento y considero la posibilidad de echarme a correr, sin tomar en cuenta el estado de mis arterias.

«Aguanta y punto», me digo. Hay que hacerlo.

Le dirijo mi infame mirada mortal, superada tan solo por mi mirada abochornante, y obtengo una respuesta inmediata.

—Perdón, perdón —dice—, no pretendía asustarte.

¿Acaso parezco asustada? Es evidente que debo perfeccionar mi mirada mortal.

—Mira —le digo, observándolo de frente por fin—, tenía la esperanza de dormir un poco más.

—¿Eres la nueva inquilina? —pregunta.

Intento concentrarme en la hierba, en el horizonte, en la segadora. En cualquier cosa que no sea aquel tipo guapo. Tengo que dejar de mirarlo como una de esas tías que se dedican a observar a hurtadillas a los hombres desnudos, maldita sea.

—Sí. ¿Por qué? —contesto, ya harta de aquel jueguecito de palabras. Solo quiero un poco de silencio, regresar a la cama y dormir un rato más.

Enarca las cejas al reparar en mi falta de tacto.

—Vaya... —murmura—. No puedo culparte.

—¿Qué?

—He dicho... que me tomaré un descanso.

No me concede ni un segundo para agradecerle antes de dar media vuelta.

¿Embarazoso? Sí. Pero también muy esclarecedor, de algún extraño modo. Nunca antes me han dejado con la palabra en la boca. Tengo la corazonada de que aquello no es un comienzo muy alentador. Y mejor así, porque no aprecio la más mínima intención de quedarme a vivir aquí, por Dios santo. No en un pueblo del fondo de un valle.

De momento, creo haber conseguido mi objetivo. Por desgracia, no tengo tanta suerte. Apenas entro en la casa, el ruido de la máquina comienza de nuevo. Dejo escapar un suspiro, contrariada, rindiéndome con resignación ante la evidencia de que mi vida tan solo es una serie de interrupciones y exigencias. Casi siempre exigencias. Decido entonces que el señor Café siga esperando. Necesito una ducha. Con urgencia. Aunque no tengo trabajo, no puedo holgazanear todo el día.

Hay que disfrutar de las cosas sencillas de la vida, y todo ese rollo.

La ducha es una especie de paraíso recubierto de sirope de chocolate caliente. Mientras el vapor y el agua se deslizan sobre mí, mis pensamientos regresan a los días con Eduardo. Cada día me resulta más y más difícil desprenderme de su recuerdo. Aparece de los lugares más recónditos y oscuros de mi cerebro, como si estuviera acechándome. Me pregunto cuánto tiempo más va a pasar antes de que pueda sacarlo de mi vida. En realidad, no hace mucho que nos separamos. Así que imagino que esto no es nada nuevo. Las cosas no siempre resultan sencillas. Algo parecido a lo de «puedes llevar a un burro al río, pero no puedes obligarlo a beber» y todo eso.

Por alguna razón, Eduardo es una de esas personas incapaces de ser felices, y tardé mucho en darme cuenta. Tal vez tenga que ver con su madre controladora e hipercrítica, mi no tan querida suegra, que lo ha sofocado durante toda su vida, no puedo saberlo. Lo único que sé es que Eduardo siempre está insatisfecho, siempre se retuerce dentro de su piel, como si le costara encariñarse con la gente a su alrededor y, por ende, con él mismo. Siempre siento que tengo que protegerlo. Espero que aprenda a quererse tanto como yo lo quiero, pero no creo que ocurra, aunque me niego a darme por vencida.

Eduardo todo el tiempo está buscando algo, siempre necesita más: más éxito, una casa más grande, un auto más grande, y para ello trabaja todas las horas del día. No viene mal, pero yo prefiero menos cosas, menos e

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