Nunca estuve tan cerca

Claudia Serrano

Fragmento

cap-1

1

Treinta y nueve. Treinta y nueve lunares le conté en la espalda.

He pasado muchas noches de insomnio a su lado. Él, después del amor, se dormía enseguida, a menudo no había tiempo ni para una caricia. Yo no podía dormir.

Treinta y nueve. Se volvía de lado, dándome la espalda. Era una espalda blanca. Yo empezaba a contar. A veces, en la oscuridad, las manchas en la piel se confundían y era difícil distinguirlas, así que tenía que comenzar de nuevo.

Treinta y nueve.

No me atrevía a tocarlo. Con el dedo en el aire, a unos centímetros de la piel, seguía el contorno de sus formas. La curva de la cadera, la subida leve de la espalda, la angulosidad del hombro.

Si por error mi dedo se demoraba sobre una parte de esa piel, si en aquella distancia entre mi carne y la suya aparecía el deseo de rozarla, me retiraba enseguida.

También se puede acariciar a un hombre de lejos. Se puede llegar a él y conseguir que llegue a ti sin necesidad de tocarlo. Se puede perder todo en el momento en que cedemos a la tentación de hacerlo.

Se puede renunciar a la palabra «amor» y camuflarla con un número: treinta y nueve. Eso es todo lo que él me enseñó.

Mi nombre es Antonia. Los nombres son importantes: cuando las nombramos, las cosas existen.

Es lo que solía repetir mi profesor de literatura francesa, cuando nos perdíamos durante horas sumergidos en las novelas del siglo diecinueve. «Fijaos en la importancia que tiene el lenguaje en las relaciones amorosas», decía mientras las últimas luces de la tarde entraban por las ventanas abatibles. «Cuando Adolphe escribe a Ellénore, vierte en su carta todas sus incertidumbres; pero sus mismas palabras de amor hacen que empiece a sentir las cosas que escribe. Esta es la primera ley fundamental: el lenguaje tiene el poder de crear la realidad. Lo que se dice, existe.»

Unos años después fue Vittorio quien puso otra tesela en el mosaico, un día soleado, en el monte Aventino, hablando de los libros de De Lillo y de las partes de un zapato: «Entonces el jesuita le pide al muchacho que se mire los zapatos y que enumere las partes de que constan, y el muchacho empieza a balbucir “cordón”, “suela”, “tacón”, pero no puede seguir. Y el jesuita le dice que no ve la lengüeta, ni el ojal, ni el refuerzo, porque no conoce sus nombres. Ese es el sentido: las cosas permanecen ocultas hasta que sabemos cómo se llaman».

Era cuando, aturdida por su presencia, pensaba que aquello era el principio de algo que habría entre nosotros.

Después, bueno, después me quedé sola con mi nombre, Antonia, y teniendo que repetírmelo para estar segura de existir.

Y entonces, no sé cómo, mientras los demás se empeñaban en idear planes de recuperación: «mejor no seguir preguntándole», «propongámosle hacer un viaje», y a descifrar mis cambios, «me parece más serena», «se le ha pasado», descubrí que me habían contado solo una parte de la historia; si es cierto que las cosas se vuelven reales cuando las llamamos por su nombre, también es cierto lo contrario: hay cosas que se obstinan en existir incluso cuando no podemos nombrarlas.

Así, la primera mañana que pasé en casa después de mi regreso de Milán, al entrar en la cocina y encontrarme la mesa puesta para el desayuno con la taza boca abajo, las galletas y el zumo de naranja, vi que la cosa innombrable, la «cosa», como la llamaba Vittorio cuando hablaba de nosotros, estaba ahí.

Recuerdo lo incómoda que me sentí ante aquellos objetos que me esperaban en formación y las voces de mis padres, que confabulaban en la habitación de al lado: «Se ha levantado».

Entraron juntos en la cocina, se sentaron delante de mí. Yo me serví el té, mordí una galleta.

—¿Son estas las que te gustaban?

—Sí, gracias.

—Papá se acordaba de las de nata, pero ¡yo le decía que las que te gustaban eran estas!

—Sí, son estas, pero las otras también están buenas.

—¿Has visto la taza que te he puesto?

—Sí, es bonita.

—¿Y el mantel?

Yo sonreí y me llevé la taza a los labios; las manos me temblaban. Detrás de las figuras de mis padres, por la ventana, se veía un cielo límpido y una extensión de tejados plagados de antenas de televisión.

Mi madre se volvió siguiendo la dirección de mi mirada:

—En Milán echabas de menos estos colores, ¿eh?

Y yo rogué a Dios que abriera un abismo debajo de mi silla y que se me tragara al instante, a mí con todo el servicio de té y el mantel bordado y las galletas y aquellos ojos de madre expectante.

Quizá, simplemente, a ciertas verdades haya que acostumbrarse: aceptar que las heridas, ciertas heridas, no se curan; que las cosas, algunas cosas, no se resuelven; y que no todos nos salvamos.

A mi vuelta pasé las primeras semanas repitiendo lecciones que había olvidado: «El suelo de la habitación es a rombos veteados; siempre lo he odiado; el del salón es blanco; en la cocina, rosa. El del baño es naranja, tan kitsch, que los invitados inventan excusas para volver a ir. Algunas noches llegará la tramontana y agitará las plantas de la terraza, oiré cómo las macetas se mueven de un lado a otro y papá se levantará a controlar, atar, blasfemar. La terraza con los ladrillitos calientes bajo los pies, en las noches de verano». Después me rendí ante la evidencia de que aquello que había sido mío ya no me pertenecía.

No me quedaba otra que ponerme un chándal; yo, que llevaba tacones incluso cuando iba a hacer la compra, e ir a la playa a mirar a los transeúntes, a veces hasta seguirlos, porque sus cuerpos me consolaban. Aún me acuerdo de la carne del gordo que vi tumbado en la playa, por ejemplo, y del pensamiento tranquilizador de que podía tocarla: si lo hubiese hecho, el dedo se habría hundido en la blancura blanda, entre la telaraña azulada de las venas. Me sentía aliviada.

Al regresar a casa me equivocaba de calle, me daba vergüenza pedir indicaciones en mi propia ciudad. «He estado fuera», habría dicho para justificarme.

Conocí a un hombre que cantaba una canción que decía: «El amor te doblega». Ponía el CD en el lector del coche; bastaban las primeras notas para hundirme. Ahora entendía qué quería decir aquel hombre cuando hacía el amor conmigo y murmuraba:

—Pero ¿te das cuenta?

—¿De qué?

—De lo guapa que eres. Y de que moriremos.

Los coches de atrás me pitaban: «¿Nos movemos o qué?».

Antes o después conseguía encontrar la calle de casa. ¿Dónde acaban las partes de nosotros que damos por un poco de amor?

Si das, das, decía la calle que se extendía ante mi Twingo de segunda mano; es un cálculo sencillo, razonable, aceptable.

¿Aceptable?

En todo caso, mi nombre es Antonia. Y eso es verdad como el color de estos azulejos y todas estas cosas reales a las que ahora debemos aferrarnos.

El suyo, su nombre, era Vittorio. Un nombre pleno, sólido. A veces, por la noche, lo busco en la lista de contactos y leo una y otra vez ese nombre mayúsculo. Después aprieto una tecla y vuelvo al menú principal y a mi cama de cuando era niña: una cama individual bastará para acoger mi pequeña vida futura.

Pero estoy poniéndome melodramática. En el fondo, puedo no serlo: consigo pasarme las horas miran

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