1
Dominic
Una editora júnior me hablaba con entusiasmo al oído de vestidos de verano amarillo canario y sesiones de fotos en Cuba, mientras el viento de enero se abría paso entre mis numerosas capas de ropa con sus dedos gélidos. Crucé la acera enterrado en medio metro de algo que en su momento había sido nieve y que ahora era una especie de masa gris transformada en terrones congelados, sucios y deprimentes.
Me sentía identificado con esos pedazos de hielo.
Había un tío acurrucado en la esquina de un escaparate abandonado, un vagabundo, a juzgar por las zapatillas rotas y el abrigo raído. Tenía un perro envuelto en una de esas mantas de forro polar baratas que los grandes almacenes prácticamente regalaban en Navidad.
Mierda. No soportaba que tuvieran perros.
Yo nunca había tenido ninguno, pero recordaba con cariño a Fonzie, el labrador negro de mi novia del instituto. Era el único buen recuerdo de esa curiosa relación.
Señalé al hombre con la cabeza y mi chófer, Nelson, asintió. Conocía el procedimiento. Yo no lo hacía porque tuviera buen corazón. Carecía de bondad y también de corazón. Simplemente, lo consideraba una especie de compensación por el hecho de ser un capullo.
Nelson desapareció detrás del todoterreno y abrió el maletero. Él se ocupaba de las compras y la «distribución», y yo me encargaba de financiar toda la operación.
Cuando yo regresara, el tío tendría un abrigo nuevo, los bolsillos llenos de tarjetas regalo y las direcciones de los refugios y hoteles más cercanos que admitían animales. Y aquel chucho peludo, que miraba a su humano con una adoración ciega, llevaría puesto uno de esos jerséis ridículos y calentitos para perros.
Me dirigí a la puñetera pizzería que se le había antojado a mi madre. Bajar al Village desde Midtown un martes por la noche con un frío que pelaba no era mi pasatiempo favorito, pero obligarme a hacer cosas que no quería era el pasatiempo favorito de mi madre.
Si había alguien en el mundo por quien yo era capaz de hacer por voluntad propia cosas que no quería hacer, esa era Dalessandra Russo. Había tenido un año difícil. Qué menos que concederle una pizza grasienta y un poco de atención, antes de que Nelson me llevara de vuelta a casa al Upper West Side, donde seguramente me pasaría otras tres horas delante de la pantalla del ordenador antes de irme a dormir.
Solo.
Proteger la reputación de la familia y salvar el negocio familiar no me dejaba mucho tiempo para actividades extraescolares, precisamente. Tal vez debería plantearme tener un perro.
Con el abrigo ondeando bajo el viento helado, fui hacia el cochambroso cartel naranja del restaurante mientras la directora de arte me hablaba de sus ideas sobre las prendas de diseño para la portada de mayo.
El invierno en Manhattan era deprimente. Yo no era muy fan de los jerséis y del chocolate caliente. Esquiaba, porque si eras de buena familia no te quedaba otra, pero prefería pasar un par de semanas en el Caribe en enero que acercarme a las pistas de esquí. Al menos en mi antigua vida.
Abrí de un tirón la puerta de cristal empañada de George’s Village Pizza. Una campanilla tintineó sobre mí, anunciando mi llegada. Lo primero que noté fue el calor, seguido por el olor a ajo y a pan recién horneado. Puede que no me pareciera tan mal que mi madre me hubiera hecho ir hasta allí.
—¿Qué le parece, señor Russo? —me preguntó la redactora júnior.
No soportaba que me llamaran «señor Russo». Tampoco soportaba no poder echarle la bronca a la gente por ello. Esa era la peor parte: no poder soltar la mala leche que llevaba acumulando durante más de un año.
Unas curvas y un pelo ondulado captaron mi atención.
Su dueña se alejó de la mesa de al lado de la puerta, mientras se guardaba la propina en el delantal manchado de harina. Cuando sus ojos se posaron sobre los míos, sentí algo… interesante. Como si la hubiera estado buscando. Como si hubiera ido a verla a ella.
Pero no nos conocíamos de nada.
—Me parece bien —dije al teléfono.
—Puedo prepararle un collage de ideas —se ofreció amablemente la redactora júnior.
—Te lo agradecería mucho —dije, sintiéndome aliviado porque esta vez hubiera salido de ella y no hubiera tenido que pedírselo.
Por fin empezaban a acostumbrarse al hecho de que necesitaba ver todo junto para decidir si funcionaba o no. Esperaba que también se estuvieran haciendo a la idea de que yo no era mi puñetero padre.
La chica de las curvas y las ondas era una de las camareras, a juzgar por el polo con las iniciales GVP que llevaba puesto sobre una camiseta térmica de manga larga. Sus vaqueros eran normalitos y debería haber jubilado las zapatillas hacía al menos dos años, aunque había dibujado algo artístico con rotulador en la parte blanca. Era unos centímetros más baja y con más curvas que la mayoría de las mujeres con las que yo había salido últimamente.
En el último año, me había vuelto inmune a las modelos veinteañeras, patilargas y delgadas como sílfides. A decir verdad, ya iba siendo hora, considerando que tenía cuarenta y cuatro años. Había algo que me llamaba la atención de aquella mujer que me miraba señalándome el cartel de PROHIBIDO EL USO DE TELÉFONOS MÓVILES que estaba clavado en el corcho, justo al lado de la puerta.
Tenía una cara interesante, más suave y redondeada que los pómulos afilados como diamantes que adornaban las páginas de la revista, además de unos labios carnosos y unos grandes ojos marrones dulces como la miel. Llevaba el pelo, también en tonos marrones y castaños, cortado a la altura de la mandíbula, y sus ondas grandes y naturales me hicieron imaginarme hundiendo las manos en él mientras ella susurraba mi nombre debajo de mí.
No podía dejar de mirarla.
—Lo tendrá a primera hora de la mañana —me prometió la redactora júnior.
No recordaba su nombre (porque era un capullo), pero sí su expresión seria y solícita. Era la típica empleada que se quedaba en la oficina hasta medianoche sin rechistar si se lo pedían.
—Basta con que esté mañana al mediodía —respondí, disfrutando de la mirada que Pelo Sexy me dedicó mientras yo seguía ignorando el cartel.
Pelo Sexy se aclaró la garganta de forma exagerada, extendió un brazo más allá de mí y golpeó el cartel con fuerza. Llevaba un trío de pulseras baratas hechas de cuentas de colores en la muñeca. Pude percibir su olor a limón, alegre y luminoso, mientras se me acercaba.
—Si quieres usar eso, hazlo fuera, colega —me soltó directamente, con voz áspera.
«¿Colega?».
Estaba claro que no se dejaba intimidar por un gilipollas vestido de Hugo Boss y con un corte de pelo que costaba más que todo su outfit. Me agradó su desdén. Me hacía sentir muchísimo más cómodo que las miradas aterrorizadas y los «ahora mismo, señor Russo» con los que me topaba en los pasillos de la oficina.
Cubrí el teléfono con la mano. Odiaba los auriculares y me negaba rotundamente a usarlos.
—Hace frío. Solo es un momento —le solté de forma cortante, sin darle opción a rechistar.
—Yo no he inventado las estaciones ni la política telefónica. Fuera. —Lo dijo como si yo fuera un niño rebelde de tres años, señalando con el pulgar hacia la puerta.
—No. —No lo dije como un crío enrabietado. Lo dije como un cliente irritado y molesto que esperaba que lo trataran con respeto.
Destapé el teléfono y seguí con la conversación. Era consciente de que me estaba comportando como un cabrón retorcido.
—Como no dejes el puñetero teléfono, te arrepentirás —me advirtió ella.
La gente estaba empezando a mirarnos, pero a ninguno de los dos nos importaba.
—¿No tienes mesas que atender? —le espeté—. ¿O tu especialidad es gritar a los clientes?
Sus ojos parecían casi dorados bajo la luz fluorescente y me pareció que contenía una sonrisa.
—Muy bien, tú te lo has buscado, colega. —Vino de nuevo hacia mí, acercándose de forma excesiva para un neoyorquino que valoraba su espacio vital. Su coronilla me quedaba a la altura del hombro—. Caballero, ¿viene por los resultados de las pruebas de las ETS o por la de las hemorroides? —gritó al lado de mi móvil.
¡Menuda idiota!
—Ahora os llamo —dije por el teléfono antes de colgar.
Pelo Sexy me dedicó una sonrisa falsa.
—Bienvenido a George’s Village Pizza. Imagino que esta noche cenará solo.
—Era una llamada de trabajo —repliqué con frialdad.
—Es increíble que puedas ser así de capullo y, simultáneamente, tener un trabajo.
Hacía demasiado tiempo que no le cerraba la boca a un subordinado irrespetuoso y me moría de ganas de hacerlo. Además, ella parecía capaz de soportarlo e incluso de disfrutarlo.
—Dominic.
Miré por encima del hombro de Pelo Sexy y vi a mi madre saludando desde un reservado con bancos de vinilo verde que había en una esquina. Parecía que se lo estaba pasando pipa.
Pelo Sexy nos miró a ambos.
—Es demasiado buena para ti —declaró, pegándome con la carta en el pecho antes de marcharse.
—Mamá. —La saludé, agachándome para besarla en una mejilla perfecta antes de sentarme frente a ella en el reservado.
—Menuda entrada triunfal —comentó, apoyando la barbilla en la palma de la mano.
Era la viva imagen de la autoconfianza, con un jersey marfil que le dejaba los hombros al descubierto y una falda roja de cuero. Llevaba el pelo al natural, con sus canas plateadas, cortado a la taza. Tanto el corte como la esmeralda gigante que tenía en el dedo corazón derecho habían sido un regalo que se había hecho a sí misma el día después de echar a mi padre de la casa del Upper East Side, con unas cuantas décadas de retraso.
Mi madre era guapísima. Siempre lo había sido. Había empezado su carrera a los quince años como personaje de la alta sociedad reconvertida en modelo, con su mirada inocente y sus piernas infinitas, antes de decidir que prefería el mundo de los negocios. Ahora, a sus sesenta y nueve años, hacía tiempo que había dejado atrás la mirada inocente en favor de una mente aguda y una lengua viperina. Se sentía cómoda en la industria, siendo a la vez querida y temida.
—Ha sido superborde —dije, observando como Pelo Sexy entablaba una conversación trivial con los clientes de otra mesa, al otro extremo del raquítico restaurante.
—Tú sí que has sido superborde —replicó mi madre.
—Es mi trabajo —dije, abriendo la carta para echarle un vistazo.
Intenté ignorar el mal genio que se sacudía en mi interior como un dragón dormido que acababa de despertar. Llevaba trece meses encerrado, portándome lo mejor posible, y estaba empezando a flaquear.
—No empieces otra vez con ese rollo de que eres un gilipollas. —Mi madre suspiró y volvió a ponerse las gafas de leer.
—Tarde o temprano, tendrás que renunciar a la esperanza de que en el fondo sea un ser humano con un corazón de oro.
—Eso nunca —replicó ella, con una sonrisa pícara.
Decidí rendirme.
—¿Por qué hemos venido aquí?
—Porque quería estar un rato con mi único hijo, la luz mi vida, fuera de la oficina.
Nuestra relación laboral era tan antigua como su nuevo corte de pelo.
Y no era ninguna coincidencia.
—Lo siento —dije con sinceridad—. He estado muy ocupado.
—Cariño —respondió ella, con una ironía justificada.
Nadie estaba más ocupado que Dalessandra Russo, exmodelo y actual redactora jefa de Label, una revista de moda que no solo había sobrevivido al inicio de la era digital, sino que había encabezado la transición a esta. Todos los meses, mi madre supervisaba cientos de páginas de moda, publicidad, entrevistas y consejos, por no hablar de los contenidos en línea, para hacerlas llegar a lectores de todo el mundo.
Si la fotografiaban con unos zapatos o unas gafas de sol, se agotaban en cuestión de horas. Si se sentaba en primera fila en un desfile, todos los compradores se hacían con la colección. Conseguía que los diseñadores, modelos, escritores y fotógrafos fueran importantes, que tuvieran éxito. Construía carreras laborales. O las destruía, si era necesario.
Y ella no había pedido, ni se merecía, el drama del año anterior.
Esa era otra cosa que yo tenía que compensar.
—Lo siento —repetí, inclinándome sobre la mesa para darle un apretoncito en la mano. La esmeralda brilló bajo las luces fluorescentes.
—¿Puedo ofrecerles algo de beber? —La borde de Pelo Sexy volvía a la carga.
—No lo sé. ¿Puedes? —le espeté.
—Nos hemos quedado sin sangre de bebé, Satanás. ¿Qué tal algo acorde con tu personalidad? —me propuso amablemente. Casi con dulzura.
—Quiero un…
—Té helado sin azúcar —dijo ella, acabando la frase por mí.
Amargo. Aburrido. Soso.
—¿Es este uno de esos sitios en los que pagas para que traten mal? —le pregunté a mi madre.
—Por favor, cielo. Lo hago gratis. —Pelo Sexy me miró, batiendo sus densas pestañas.
Abrí la boca con intención de destruirla.
—Tomará agua. Del grifo está bien —intervino mi madre.
—Perfecto. ¿Y para cenar? —Pelo Sexy le dedicó a mi madre una sonrisa sincera.
—He oído muchos rumores sobre la masa de vuestra pizza —respondió esta con timidez.
Pelo Sexy se acercó a ella, como una amiga a punto de compartir un secreto.
—Son todos ciertos. Es una maravilla —aseguró. El olor a limón volvió.
—En ese caso, tomaré una pequeña con cebolleta y aceitunas negras.
—Un gusto excelente —declaró la impertinente de la camarera—. ¿Y para el Príncipe Azul? —preguntó.
—Una de peperoni. Pequeña. —Cerré la carta y se la entregué sin mirarla.
—Qué creativo —bromeó.
Puede que me pasara de la raya. Obviamente, ella no tenía ni idea de que estaba metiendo el dedo en la llaga. Ignoraba que yo todavía no confiaba en mi capacidad para ser creativo, para hacer bien el trabajo que mi madre necesitaba que hiciera. Pero dijo lo que dijo. Y yo reaccioné.
—¿A tu edad no deberías tener ya un trabajo de verdad, Maléfica? Porque está claro que esto no es lo tuyo.
Todo el local se quedó en silencio. El resto de los clientes permanecieron inmóviles, observando nuestra mesa. Pelo Sexy me miró fijamente durante un buen rato. Dios, qué gustazo dejar salir parte de las ganas de pelea que había estado acumulando durante tanto tiempo.
—Ya que me lo pide tan amablemente, pondré especial atención en su pedido —prometió. El guiño que me hizo fue tan insolente que casi salgo del reservado para perseguirla hasta la cocina.
—Ni se te ocurra —dijo mi madre, agarrándome de la mano para impedirme salir corriendo.
—No pienso dejar que se salga con la suya. Somos clientes, estamos pagando —dije.
—Quédate ahí sentado. Sé educado. Y cómete lo que le dé la gana de traerte —me ordenó mi madre.
—Vale. Pero si me envenena, la demandaré a ella y a toda su familia. Hasta sus bisnietos sentirán mi ira.
—¿Quién te ha hecho pupa, cariño? —Mi madre suspiró de forma teatral.
Era una broma. Pero ambos sabíamos que la respuesta no tenía ninguna gracia.
2
Ally
Decorar la pizza del Príncipe Azul fue lo más divertido que había hecho en…, uf. Da igual.
Digamos que últimamente la vida estaba siendo una mierda. Y putear a un tío gruñón que parecía salido de las páginas de una revista de moda masculina —¿por qué había tanto gilipollas hoy en día, por cierto?— era sin duda algo significativo. Lo que decía mucho de mi situación actual.
No tenía tiempo de pararme a pensar en las consecuencias de haberme echado a la espalda demasiadas responsabilidades. Mi crisis vital era de las que se superaban a base de esfuerzo.
Cuando todo acabara, me iría de vacaciones a una playa donde solo tuviera que preocuparme por que mi pajita fuera lo bastante larga para llegar al fondo de mi cóctel helado.
—La mesa doce quiere la cuenta, Ollie —gruñó mi jefe, George, el viejo italiano más cascarrabias que había conocido en la vida, como si me hubiera pasado las últimas cuatro horas ignorando a los comensales en lugar de atendiéndolos.
Ni siquiera se había molestado en aprenderse mi nombre, cuando había empezado hacía tres semanas. Y yo tampoco me había molestado en enseñárselo. Ese tío abusaba tanto de los camareros como los padres primerizos de las toallitas de bebé.
Al menos la señora George extendía los cheques con el nombre correcto. Y eso era lo que importaba.
—Voy —dije.
«Un margarita de mango», decidí, levantando los platos mientras empujaba las puertas de vaivén de la cocina. Para cuando estuviera con ese cóctel en la mano, probablemente tendría sesenta años, en lugar de treinta y nueve (gracias por recordármelo, Príncipe Azul). Pero solucionaría lo que tenía que solucionar. No me quedaba otra opción.
El comedor, aunque necesitaba urgentemente una renovación total y puede que también una limpieza profesional, era cálido y acogedor.
¿Y si me ofrecía a hacer horas extras limpiando, por un par de pavos más?
—Aquí tienen —dije, poniéndoles las pizzas delante.
A la mujer de la falda de cuero para morirse y el corte de pelo cañero le hizo gracia la carita sonriente que había dibujado con los ingredientes en la suya. Se rio como solo lo hacían las personas de buena familia. Discretamente y sin resoplar lo más mínimo.
El Príncipe Azul, sin embargo, frunció el ceño al ver su pizza. Tenía la cara perfecta para ello. Apretó los dientes, marcando todavía más su prominente mandíbula, y entrecerró aquellos ojos de hielo que yo no conseguía decidir si eran azules o grises.
Uf. Tenía unas patitas de gallo para comérselas.
¿De repente me ponían los tíos bordes y maleducados? Por lo visto, a mi chichi sí.
No hacía tanto tiempo que no le daba una alegría, pero al parecer ahora tenía debilidad por los cabrones bien vestidos. Genial. Menos mal que de momento no me quedaba más remedio que matarme a trabajar y no tenía tiempo para ponerme a explorar sus nuevas e inapropiadas preferencias.
—¿Desean algo más? —les pregunté, derrochando amabilidad.
—Ya está bien —dijo el Príncipe Azul, dejando la servilleta sobre la mesa y saliendo del reservado—. Tú y yo vamos a tener una pequeña charla sobre cómo tratar a los clientes con respeto.
Se levantó y me agarró por la muñeca con sus largos dedos.
Sentí una especie de fogonazo inesperado. Tuve la certeza de que él también lo había notado. Fue como tomar un chupito de whisky o meter un dedo en un enchufe. O quizá como las dos cosas a la vez. En un arrebato de locura, se me pasó por la cabeza la posibilidad de que fuera a darme unos cachetes y me planteé si permitírselo o no.
—Dominic, por el amor de Dios, compórtate —suspiró exasperada la mujer.
En lugar de decir nada, él giró la pizza para que su madre pudiera leerla.
Ponía «Que te den» escrito con peperoni grasiento.
—¿Hay algún problema, caballero? —pregunté con una cortesía almibarada.
—Caray —dijo la mujer, antes de taparse la boca con la mano para intentar reprimir una carcajada. Esa vez de las de verdad.
—No tiene gracia —le soltó él.
—Desde mi punto de vista, sí —comenté.
—Eres camarera. Tu trabajo es actuar como tal y servirnos —dijo.
Menudo capullo.
—Y tú eres un ser humano. Y tu trabajo también es actuar como tal —repliqué.
Cualquier otro día, probablemente lo habría dejado pasar. Sabía que no debía poner en peligro mi sueldo. Pero había entrado justo después del turno de la comida y me había encontrado a una camarera de diecinueve años limpiándose unos lagrimones con servilletas de papel en la trastienda porque un cabrón trajeado que tenía un mal día se había desahogado con ella. El puto imbécil de George me había pillado intentando consolarla y me había gritado: «¡En la pizza no se llora!».
—Quiero hablar con el jefe —bramó el cabrón trajeado número dos.
—Dominic, ¿es necesario? —suspiró su acompañante.
—Por supuesto que sí —dije yo.
Lo había calado. Ese tío era una de esas personas que creían que todos los que estaban por debajo de ellas existían solamente para servirles. Apostaba a que tenía un asistente personal y ni siquiera sabía que era humano. Seguro que lo llamaba a las tres de la mañana y le hacía bajar corriendo a la tienda a comprar lubricante u ojos de tritón.
—Me alegra que estés de acuerdo —dijo secamente. Continuaba agarrándome por la muñeca. Aquel zumbido electrizante seguía recorriendo todo mi cuerpo. Entornó los ojos como si también pudiera sentirlo.
Los de la mesa doce, una pareja de veinteañeros, tenían pinta de querer largarse sin pagar. Estaban inquietos y me miraban de reojo.
—Voy a llevar la cuenta a esa mesa y luego seguimos con la batalla campal —dije, apartándole la mano.
—Vuelve a sentarte —insistió la amiga del Príncipe Azul, tirando de él hacia el reservado—. Estás montando una escena.
Los dejé allí, cogí la cuenta de la mesa doce y establecí contacto visual con sus ocupantes de forma exagerada mientras les agradecía profusamente que hubieran venido. La propina no iba a ser buena. Tenía instinto para esas cosas desde que ser camarera de sala y barra se había convertido en mi principal fuente de ingresos. Pero al menos no se irían sin pagar.
—Puedo cobraros ya, si queréis —me ofrecí.
El chico sacó de mala gana una cartera con cadena y la abrió.
—Quédate con el cambio —dijo.
Dos dólares. Era probable que no pudieran permitirse más y lo entendía perfectamente. Necesitaba encontrar un trabajo de verdad… como el que tenía hacía seis meses.
—Gracias, chicos —dije alegremente, guardándome el dinero en el delantal.
El Príncipe Azul estaba sentado de brazos cruzados mirando fijamente la pizza «Que te den», que permanecía intacta, mientras su acompañante cortaba con delicadeza la suya en trocitos del tamaño de un bocado.
—George, los de la mesa ocho quieren hablar contigo.
—¿Qué coño has hecho ahora? —gruñó este, dejando caer el tenedor sobre la ración doble de pasta primavera que se había preparado.
Estaba reaccionando como si yo no le diera más que problemas y consideré la posibilidad de hacerle una pizza personalizada. ¿El molde de treinta centímetros sería lo bastante grande como para escribir en él «gilipollas» con salchichas?
—Ese tío estaba siendo un capullo —le dije, sabiendo de sobra que a George le daría completamente igual. De todas formas, se pondría de su lado. A los gilipollas les gustaban los otros gilipollas.
Levantó su voluminoso cuerpo de aquel taburete desvencijado que cualquier día dejaría de luchar contra sus ciento treinta kilos. Con su metro y medio de estatura, George parecía un balón de playa con mala leche.
—Vamos. Y compórtate, joder —dijo, limpiándose las manos en el delantal manchado de salsa. George cruzó pesadamente las puertas de vaivén, conmigo detrás—. Gracias por venir a George’s Village Pizza. Soy George —dijo, con una amabilidad tan untuosa como el aceite de oliva. El tío era un capullo con sus empleados y sus proveedores. Qué coño, hasta con su mujer. Pero con los clientes de cartera abultada, George era casi hasta amable—. Tengo entendido que ha habido algún problema.
Sin mediar palabra, el Príncipe Azul giró el plato de la pizza.
George entornó los ojos.
—¿Esto es una broma, Ollie?
Genial. Se le había hinchado la vena del cuello. No era una buena señal. Ya lo había visto así dos veces. Una cuando había despedido a un repartidor por pararse para ayudar a dirigir el tráfico en un accidente y otra cuando una camarera había resbalado en la trastienda con una mancha de grasa y se había hecho un esguince en la muñeca. La había despedido en el acto y le había dicho que si intentaba cobrar la indemnización por accidente laboral, le quemaría la casa a su madre.
La camarera era su sobrina. Su madre era la hermana de George.
Me encogí de hombros.
—Puede que el peperoni se colocara así por casualidad.
—Este tipo de servicio es inaceptable —declaró el Príncipe Azul.
—Por supuesto. Por supuesto —dijo George, deshaciéndose en disculpas—. Y le garantizo que solucionaremos el problema.
—Debería despedirla —sugirió el Príncipe Azul, mirándome con frialdad—. Es perjudicial para su negocio. Yo no pienso volver aquí.
Estaba claro. Me había quedado sin trabajo.
—Genial. Deberías limitarte a torturar a los camareros del centro de la ciudad —le solté.
—¡Eh! ¡Ni se te ocurra hablar así en mi restaurante! —bramó George.
Su tercera barbilla vibró de rabia. Si no me largaba de una vez, podría provocarle un infarto y no quería cargar con ese peso sobre mi conciencia. Tampoco quería verme obligada a hacerle el boca a boca, así que tomé la sabia decisión de cerrar el pico.
—Yo creo que es una reacción un pelín exagerada —dijo la mujer con suavidad.
—No. De eso nada —replicaron a la vez George y el Príncipe Azul. Podrían hacerse unas sudaderas en las que pusiera: «Equipo de los Gilipollas».
—Ollie, recoge tus cosas. Estás despedida.
El muy hijo de puta ni siquiera iba a dejarme cerrar mis mesas. Tenía pendientes por lo menos otros treinta pavos en propinas. Tal vez debería quemarle la casa a su madre, pero aquella mujer hacía unos cannoli buenísimos y, cuando venía, me ponía al día de Hospital General. Mejor quemarle la casa a George.
—No creo que sea necesario —dijo la mujer.
—Lo es —replicó el Príncipe Azul.
—Está despedida y le traeré otra pizza. Invita la casa —anunció George—. ¿Le parece bien?
El Príncipe Azul, que seguía mirándome, pero ahora con una sonrisita triunfal en sus labios rencorosos, asintió con energía.
—Perfecto.
Tenía claro que George descontaría el precio de las dos pizzas de mi último sueldo. Imbécil.
Sin mediar palabra, volví a la cocina. Cogí el abrigo del perchero, saqué el dinero del delantal, me quedé con mi paga y con las propinas y tiré el resto sobre la pasta primavera de George. Chúpate esa.
—¿Te ha despedido? —me preguntó el cocinero desde el otro lado de la encimera de acero inoxidable en la que estaba extendiendo la masa.
—Sí —dije, encogiéndome de hombros bajo el abrigo.
Él asintió.
—Qué afortunada.
Le sonreí con ironía.
—Pues sí. Con un poco de suerte, tú serás el siguiente. A George le encantaría tener que hacer y servir él mismo las pizzas.
El cocinero se despidió de mí haciendo un gesto con dos dedos harinosos, mientras yo me ponía la mochila y volvía al comedor. Podría haber salido por la puerta de atrás al callejón, pero ya me habían despedido, así que no había problema en montar una escena.
—A vosotros dos no os vendría mal aprender a tratar a la gente —dije, señalándolos a ambos con el dedo. Físicamente, no podían ser más distintos. George con su cuerpo en forma de tonel, el pelo grasiento y un polo demasiado pequeño. Y el Príncipe Azul con su traje a medida y sus botas elegantes. Seguro que se hacía la manicura y tratamientos faciales y luego acusaba al personal del spa de mirarlo a los ojos—. Puede que esto os sorprenda a ambos, pero nosotros también somos personas. No estamos aquí solo para serviros. Tenemos vidas, familias y objetivos. Y vuestra existencia podría empezar a ser muchísimo mejor si recordarais eso.
—Largo de aquí, Ollie —bufó George, espantándome con sus manos sebosas.
El Príncipe Azul me sonrió, burlón.
—A lo mejor me equivoco. A lo mejor lo tuyo ya no tiene solución —le dije. Conocía a los de su calaña. Bueno, no personalmente, sino más bien desde la barrera—. Rico, desgraciado, vacío. Nada ni nadie está nunca a la altura de tus expectativas. Ni siquiera tú mismo.
Él apretó su escultórica mandíbula, haciéndome saber que había dado en el blanco. Bien.
—¡Fuera! —gritó George—. ¡Y no vuelvas por aquí!
—Ni se te ocurra no pagarme, colega. Sé dónde vive tu madre.
George se puso de un preocupante tono morado y decidí que era hora de salir por patas. Fui hacia la puerta, orgullosísima de mi discurso.
—Toma. Te lo mereces. —Las chicas de la mesa dos me pusieron en la mano un billete de veinte nuevecito—. Antes éramos camareras.
Ojalá no me hiciera falta. Ojalá pudiera salir de allí con la dignidad intacta y la cabeza bien alta. Pero necesitaba hasta el último centavo.
—Gracias —les dije en voz baja.
La parejita joven de la mesa doce me abrió la puerta.
—Toma. Íbamos a ir al cine, pero te lo has ganado —dijo el chico, tendiéndome unos cuantos dólares arrugados.
—Cógelos —insistió su novia, sonriendo. Y me di cuenta de que si me quedaba con sus últimos siete pavos se sentirían mejor que si los rechazaba.
No podía permitirme tener orgullo.
—Gracias, chicos.
—Hoy por ti, mañana por mí —dijo el chaval.
Contuve la rabia, el miedo y el bocado de stromboli que me había comido de extranjis hacía una hora.
Tenía razón. Algún día, yo también podría ayudar a otros.
3
Ally
Le cedí el sitio en el banco de acero de la parada del autobús a un tío desgreñado que llevaba un plumas rojo acolchado con la etiqueta de la talla todavía puesta y que iba acompañado por un perro con un jersey rosa de cuello alto.
Tenía tres horas por delante antes del siguiente curro: un turno de noche en la barra de un local cutre de Midtown. La mayoría de los clientes eran turistas que pagaban quince pavos por un cosmopolitan, pero las propinas eran buenas. No tenía tiempo de volver a Jersey y echarme una siesta en casa, que era lo que me gustaría. Pero podía ir a la biblioteca y buscar otro trabajo de camarera, o consultar la página web de autónomos para ver si había conseguido algún proyecto.
Por favor, virgencita.
Cuando llegué a la ciudad, creía que sería fácil encontrar trabajo como diseñadora gráfica. En Boulder había montado una pequeña empresa y me había ido bien. Pero resultó que a las empresas neoyorquinas no les gustaba arriesgarse con una diseñadora autodidacta que necesitaba un horario flexible por «problemas familiares».
Sin embargo, a los dueños de los restaurantes y los bares les importaba una mierda el horario que eligieras, siempre y cuando aparecieras cuando te tocaba. Aceptaba proyectos como autónoma cuando los conseguía y tenía cinco trabajos más a tiempo parcial.
O más bien cuatro. Gracias, Príncipe Azul. Y George.
Me permití tener una pequeña fantasía.
Me imaginé como una poderosa emprendedora irrumpiendo en el despacho del Príncipe Azul, porque era obvio que tenía uno, y despidiéndolo en el acto porque me había cabreado tanto que acababa de comprar su empresa. Si estuviera montada en el dólar, haría ese tipo de cosas. Claro que también haría otras para compensar. Rescataría perros. Erradicaría el cáncer. Cuidaría ancianos. Compraría trajes para que las mujeres que necesitaran trabajos mejores fueran a las entrevistas. Abriría un spa donde las mujeres pudieran recibir masajes y, a la vez, hacerse revisiones ginecológicas, mamografías y limpiezas dentales. Con bar.
Y, para divertirme, compraría empresas y despediría a gilipollas.
Me pondría un vestido rojo como las llamas del infierno y unos taconazos y haría que el personal de seguridad los sacara a rastras de sus sillas. Luego daría a todo el mundo una semana extra de vacaciones pagadas por el mero hecho de haber tenido que aguantarlos.
Finalizada la fantasía, canalicé toda mi energía mental en elegir la mejor ruta de autobús para ir a la biblioteca. Necesitaba reemplazar urgentemente las cuatro perras que sacaba con las pizzas.
El viento me acuchillaba la piel que llevaba al descubierto como un millar de dagas diminutas.
Hacía un frío de la leche. Aunque mi rabia más que justificada intentaba calentarme tanto como podía, Manhattan en enero era como el Polo Norte. Además de deprimente. La última nevada había sido bonita durante cinco minutos. Pero los embotellamientos y el amasijo gris de aguanieve se habían impuesto al manto blanco. Además de convertir mi viaje hasta la ciudad en una pesadilla todavía mayor.
Ajusté las correas de la mochila para subirla un poco. Mi viejo portátil pesaba tanto como un bebé dormido.
—Disculpa. —Me planteé hacer que no la había oído. Los neoyorquinos no entablábamos conversación en las paradas de autobús. Nos ignorábamos los unos a los otros y fingíamos vivir en burbujas personales insonorizadas, a prueba de contacto visual. Pero reconocí el cuero rojo bajo un abrigo de invierno de lana de color marfil precioso—. ¿Ollie? —preguntó tímidamente la acompañante del Príncipe Azul. Era muy alta, y no solo porque llevara unas botas de ante por las que yo sería capaz de vender un riñón.
Piernas largas. Pómulos prominentes. Corte de pelo modernillo. Esmeralda del tamaño de un sello de correos en el dedo corazón.
—Ally —la corregí con recelo.
—Soy Dalessandra —dijo ella, hurgando en un bolso de mano que derrochaba estilo—. Toma.
Era una tarjeta de visita. «Dalessandra Russo, redactora jefa de la revista Label».
Vaya. Hasta yo había leído Label alguna vez.
—¿Para qué es esto? —pregunté, mirando fijamente la tarjeta de visita con textura de lino.
—Acabas de perder un trabajo. Y yo tengo otro para ti.
—¿Necesita una sirvienta? —quise saber, todavía sin entender nada.
—No. Pero me vendría bien alguien con tu… personalidad. Preséntate en esta dirección el lunes por la mañana. A las nueve. Pregunta por mí. Jornada completa. Buenas prestaciones.
Mi corazón optimista empezó a entonar un aria digna de una diva, el muy idiota. Mi padre siempre decía que debería ser menos Pollyanna y un poco más señor Darcy.
—¿Acaba de conocerme y ya me está ofreciendo trabajo? —dije presionándola y tratando de sofocar la esperanza que florecía en mi interior.
—Sí.
Eso no me aclaraba nada.
—Oiga, señora. ¿No tendrá otro trabajito ahí dentro para mí? —le preguntó esperanzado un tipo corpulento que llevaba unos pantalones cargo rotos y un gorro de lana naranja fosforito anticazadores. Tenía una barba impresionante y las mejillas enrojecidas por el viento. Su sonrisa era extrañamente cautivadora.
Ella lo miró de arriba abajo.
—¿Sabes escribir a máquina? —Él hizo una mueca de dolor y negó con la cabeza—. ¿Y clasificar paquetes? ¿O entregar cosas?
—¡Eso sí sé hacerlo! Trabajé durante dos años en la paquetería del instituto —respondió el tipo, aunque tenía pinta de haber dejado atrás el instituto hacía treinta años. Otro Pollyanna. Era de los míos.
Dalessandra sacó otra tarjeta y, con un bolígrafo que parecía hecho de oro puro, garabateó algo en el reverso.
—Preséntate aquí el lunes y entrégales esta tarjeta. Jornada completa. Buenas prestaciones —repitió.
El hombre cogió la tarjeta como si fuera un billete de lotería premiado.
—¡Mi mujer no se lo va a creer! ¡Llevo seis meses en paro! —Lo celebró abrazando a todas las personas de la parada, incluso a nuestra maravillosa benefactora y a mí. Olía a tartas de cumpleaños y a deseos cumplidos.
—Nos vemos el lunes, Ally —dijo la mujer, antes de echar a andar y subirse al asiento trasero de un todoterreno con los cristales tintados.
—¿No es este el mejor día de tu vida? —me preguntó el tío Pollyanna, dándome un codazo en las costillas.
—El mejor —dije, repitiendo sus palabras.
No tenía muy claro si me había tocado la lotería o si aquello era una trampa. Después de todo, esa mujer había tenido una cita con el cerdo asqueroso del Príncipe Azul.
Pero, literalmente, no podía permitirme no arriesgarme.
4
Dominic
—Buenos días, Greta —dije, entregándole a mi asistente su capuchino diario.
—Buenos días —respondió ella, sometiéndome al examen habitual, antes de recostarse en la silla y cruzarse de brazos—. ¿Qué pasa? —me preguntó, levantando una de sus cejas nórdicas. Tenía sesenta y pico años, no se andaba con tonterías y era leal de una forma obstinada. Yo sabía perfectamente que no la merecía.
La única vez que había mencionado la palabra «jubilación», le había concedido un aumento de sueldo tan indecente que había aceptado quedarse conmigo hasta los sesenta y cinco. Cruzaríamos esa frontera en menos de seis meses. Y, llegado el momento, estaba dispuesto a doblar mi oferta.
No quería tener que acostumbrarme a otro asistente, verme obligado a conocer a alguien nuevo.
Mi círculo era pequeño y cerrado. Greta formaba parte de ese círculo y había permanecido a mi lado contra viento y marea. A las duras y a las maduras.
Ya trabajaba para mí en mi antigua empresa y era un vestigio de mi vida anterior, de la época en la que yo asumía riesgos y disfrutaba de la libertad de gritarle a la gente. Nadie se lo tomaba como algo personal. No tenía que andar pisando cáscaras de huevo. Yo era yo. Y ellos eran… pues eso, ellos. Y todo iba bien.
Ahora nada iba bien y aquí las cáscaras de huevo eran tan afiladas que cortaban.
Pero Greta estaba conmigo. Y con ese hilo conductor, con esa persona en la que podía confiar plenamente, me las estaba apañando como podía en el antiguo puesto de trabajo de mi padre. Tratando de hacerlo lo mejor posible para demostrar que la sangre de Paul Russo no me estaba envenenando por dentro.
—Nada —respondí, poniéndome a la defensiva. Nada, salvo que mi madre me había echado una buena bronca por el incidente de la pizzería. Y aunque no me lo había dicho directamente durante la regañina, sabía lo que estaba pensando.
Era algo que mi padre podría haber hecho perfectamente. Abusar de su posición de poder para que despidieran a alguien que se había atrevido a enfrentarse a él.
Y eso lo empeoraba.
No estaba orgulloso de ello, pero no había podido contenerme. Tras un año de frustración reprimida, finalmente el vaso se había desbordado. Aunque aquella mujer tampoco era una víctima inocente. La testaruda y curvilínea Maléfica no tenía nada de víctima.
Si obviábamos lo del despido, yo diría que ambos habíamos disfrutado de la discusión.
—Mentiroso —dijo Greta con cariño.
Teníamos confianza, pero no hasta ese punto. Por regla general, yo no le contaba mis cosas a nadie. Ni a mi madre. Ni a Greta. Ni siquiera a mis mejores amigos. Así éramos los Russo. Hacíamos lo que fuera necesario para salvaguardar la reputación de la familia.
Aunque eso significara no admitir nunca que algo iba mal.
Una mujer de piernas larguísimas con un vestido entallado pasó trotando con una bandeja de zumos que hacían daño a la vista en una mano y cuatro bolsos de Hermès en la otra. Iba en línea recta hacia la sala de conferencias cuando me vio. Abrió los ojos de par en par, como si fuera un cervatillo ante los faros de un coche sufriendo una descarga de adrenalina a causa del miedo. Entonces tropezó y la punta del zapato se le enganchó en la alfombra.
Miré hacia otro lado mientras un zumo de color verde putrefacto se derramaba sobre uno de los bolsos.
Ella gritó y salió corriendo.
Otro día, otra empleada aterrorizada.
Al principio, suponía que acabarían acostumbrándose a mí. Pero, al parecer, había supuesto mal. Yo era la Bestia y mi madre la Bella. Yo era el monstruo y ella la heroína. Cuando me miraban, veían a mi padre.
—Tal vez si sonrieras de vez en cuando… —me sugirió Greta.
Puse los ojos en blanco y saqué el móvil.
—Cuando sonrío, creen que les estoy enseñando los dientes.
—Grrr —se burló ella.
—Bébete ese veneno, anda —refunfuñé.
—Puede que algún día tú también madures y empieces a beber café —comentó Greta, batiendo las pestañas.
—Cuando el infierno se congele. —Yo era un bebedor acérrimo de té, aunque mi preferencia no tenía nada que ver con la bebida en sí. Había sido el primero de mis numerosos actos de rebeldía.
Greta señaló la ventana con la cabeza. Allá fuera, Nueva York tiritaba y se congelaba.
—Parece que ya lo ha hecho.
Me apoyé en su escritorio, echando un vistazo a la bandeja de entrada en el móvil.
—¿Qué tengo hoy a primera hora?
—Publicidad a las diez y revisión de las pruebas de imprenta a mediodía. Irvin quiere saber si puedes sustituirlo en una reunión presupuestaria a las dos de la tarde y Shayla necesita que le dediques cinco minutos cuanto antes.
Greta señaló con la cabeza hacia detrás de mí y me di cuenta de que la redactora de Belleza ya estaba allí. Percibí su halo permanente de leve irritación.
Me giré.
Me vinieron a la mente las palabras «imponente» y «severa». Shayla Bruno había ganado el título de Miss América Adolescente a los diecisiete años y había disfrutado de una breve carrera como modelo antes de ponerse detrás de las cámaras. Era unos años mayor que yo, su gusto para las joyas era exquisito, tenía tres hijos con su mujer y, en mi opinión, estaba desperdiciando su talento como redactora de Belleza.
Para su desgracia, el puesto que codiciaba era el que yo ocupaba actualmente.
—Buenos días, Greta. ¿Le viene bien ahora, señor Russo? —preguntó Shayla, en un tono que dejaba claro que le importaba una mierda si me venía bien o no.
—Dominic —le recordé por enésima vez—. Por supuesto —dije, señalando mi despacho.
Al menos con Shayla no tenía que fingir ser algo que no era. Como amable o atento. Ni interesarme en lo más mínimo por su vida. Ella sabía perfectamente que era un cabrón insensible.
Mientras colgaba el abrigo, Shayla fue hacia la pizarra de cristal de la esquina y puso en ella la maqueta de una página.
Así que iba a ser una de esas reuniones.
—No están bien —dijo, golpeando la pizarra con una mano de ébano de dedos largos. Unos anillos de oro cepillado brillaron sobre el cristal iluminado.
—¿En qué sentido? —Me reuní con ella delante de la pizarra y me crucé de brazos. Se trataba de una serie de imágenes de productos que salían en una sesión fotográfica de dos modelos en un estudio. Había algo que no encajaba, pero no era capaz de precisar qué. Y, obviamente, no pensaba demostrar mi ignorancia jugando a las adivinanzas.
—La foto de la modelo. Es demasiado pequeña. Es ella la que debe resaltar, no la chaqueta de lana y el cinturón. Las personas siempre son lo más importante, aunque hablemos de los productos —me aleccionó—. Las personas son la historia.
Emití un sonido neutral. Había delegado los detalles artísticos en el diseñador de la página —o más bien se los había encasquetado— y le había dejado hacer porque yo no tenía ni puta idea.
Si había algo que odiaba más en la vida que equivocarme, era no saber qué coño estaba haciendo.
—Hay que repetirlo. Dalessandra no lo aprobará tal y como está —dijo Shayla.
—¿Tienes alguna otra sugerencia? —le pregunté.
—Supongo que el director creativo de la segunda revista de moda más grande del mundo no necesitará ninguna aportación. —No lo dijo sarcásticamente. No tenía por qué. Era un hecho.
Nos miramos durante un buen rato.
—Di lo que estás pensando —le pedí.
—No deberías estar en este despacho —me soltó—. No te lo has ganado. Tú no llevas media vida trabajando en este sector, leyendo estas revistas, empapándote del mundo de la moda. Así que necesitas una niñera.
—¿Y esa niñera eres tú? —pregunté con frialdad—. ¿Forma parte de tu trabajo dar tu opinión sobre la maquetación de las fotografías de moda?
—No. Pero del tuyo, sí. Y si no eres capaz de hacerlo, la labor debe recaer sobre alguien que pueda. —Ojalá se equivocara. Ojalá no me hubiera dado un golpe directo en el ego, que ya estaba tocado de antemano. Lo estaba pasando muy mal en ese trabajo y me molestaba que los demás se dieran cuenta. No soportaba que se me diera mal algo. No soportaba fracasar. Y tampoco soportaba que me lo reprocharan—. Hago mil cosas al día que en teoría no forman parte de mi trabajo. Todos deberíamos hacerlas —continuó, hablando a toda velocidad. La frialdad finalmente dio paso al fervor iracundo que había debajo—. Somos un equipo cuyo objetivo es hacer que cada contenido tenga la mayor calidad y sea lo más llamativo posible. No deberías tomar estas decisiones si no estás preparado para ello. No deberías estar en esa mesa.
Decidí combatir el fuego con hielo.
—Lo tendré en cuenta. ¿Algo más?
Tuve la sensación de que Shayla fantaseaba con empujar mi silla y lanzarme volando por los ventanales que tenía detrás.
Era ambiciosa. Y tenía razón al enfadarse. Pero su cabreo no cambiaba nada. Yo era el director creativo de Label. Y encontraría la forma de hacer ese trabajo.
—Cambia esto antes de que lo vea tu madre. —Había añadido «tu madre» para joder.
Lo sabía porque yo habría hecho lo mismo.
Estaba a punto de pedirle alguna sugerencia, o al menos alguna recomendación, sobre un diseñador que tuviera mejor instinto que el primero cuando alguien dio unos golpecitos en la puerta abierta.
—Dominic, chaval. ¿Tienes cinco minutos para un viejo?
El redactor jefe, Irvin Harvey, entró en mi despacho con traje, corbata y una sonrisa en la cara. Ese hombre era el único compinche de mi padre que había sobrevivido a su abrupta destitución. Hacía quince años que trabajaba en Label, desde que mi madre —muy influenciada por mi padre— se lo había birlado a una casa de modas. Tenía sesenta y cinco años y era el típico ejecutivo de Manhattan. Cobraba una pasta, era un maestro de las relaciones públicas y del golf, y todo un experto en el arte de relacionarse. Conocía a todas las personas del sector que merecía la pena conocer, desde diseñadores hasta fotógrafos, pasando por compradores y publicistas.
Mi padre había sido el padrino de Irvin en su tercera boda.
La única razón por la que seguía con nosotros era que nunca nadie lo había denunciado y porque le había jurado a mi madre que no tenía ni idea de lo que se traía entre manos su viejo amigo Paul.
Yo no estaba tan dispuesto a creerle. Pero entendía que buscar un sustituto para otro de los puestos más importantes no habría hecho más que aumentar la pesadilla de mi madre.
—¿Hemos terminado? —pregunté.
—Sherry, ¿puedes traerme un café?
—Shayla —replicó ella con frialdad.
Pude percibir su rabia.
Seguro que ese hombre era de los que llamaban a los camareros en los restaurantes chasqueando los dedos.
Me acordé de la pizza de peperoni y de la mujer que me la había servido, e hice una mueca de dolor.
—Sírvete tú mismo uno de la máquina —le dije a Irvin, señalando con la cabeza la barra de bebidas que había al lado de la puerta. Hasta hacía poco, su función principal había sido exponer botellas de champán y whisky. Ahora albergaba una zona para preparar té y una máquina de café expreso. Aunque seguía contando con el vino blanco favorito de mi madre y con una botella de bourbon para los días más duros.
—Nunca he sabido manejar esos trastos —dijo alegremente Irvin, guiñándole un ojo a Shayla, antes de sonreírme.
—Luego seguimos hablando, Shayla —le dije, despidiéndola. Estaba dispuesto a preparar yo mismo el puñetero café, si eso me evitaba ingeniármelas para limpiar las manchas de sangre de la alfombra.
Ella se despidió fríamente de ambos haciendo un gesto con la cabeza y se fue.
—¿Qué puedo hacer por ti, Irvin? —le pregunté, empezando a prepararle un expreso.
—Anoche estuve tomándome unas copas con los compradores de Barneys. Nos estuvimos poniendo al día, cotilleando como unas adolescentes. —Se acercó a las ventanas para admirar el horizonte—. Ya sabes cómo es Larry —dijo, como quien no quiere la cosa. Yo no sabía quién era Larry. Pero esa había sido la tónica general de mi relación con Irvin desde que había asumido el cargo. Para él, yo era un sustituto de mi padre. Imaginaba que los dos habían compartido muchos whiskies en esta misma habitación. Pero yo no era mi padre y no tenía tiempo para cotilleos. Le pasé el café. En ese momento se dio cuenta de que yo no era Paul—. En fin, que después de unos martinis con ginebra, Larry se soltó. Se fue de la lengua. Dijo que había oído ciertos rumores sobre tu madre y el divorcio. ¿Está saliendo con alguien nuevo? —Irvin arqueó sus cejas canosas con elocuencia.
Yo no tenía ni idea. Y tampoco tenía muy claro si debía saber si estaba saliendo con alguien o no.
—Ya —dije, ignorando la pregunta. Una cosa era que yo supiera si mi madre volvía a salir con alguien y otra totalmente distinta que lo supiera el bocazas cotilla de Irvin.
Ni mi madre ni la revista necesitaban que la sombra de Paul Russo les causara más daño. Todas las preguntas y los interrogantes sobre lo sucedido habían sido respondidos con un silencio estoico. Esa era la filosofía de los Russo. Proteger nuestro apellido a toda costa.
Aunque eso implicara proteger a uno de los malos.
—En fin. Pensé que te gustaría saberlo. Solo son rumores —dijo Irvin, bebiendo delicadamente un sorbito de café—. Los olvidarán en cuanto surja algo más jugoso.
—Lo tendré en cuenta —respondí.
5
Ally
Gracias a la diosa del wifi, ese día había conexión a internet en Foxwood.
Exultante, saqué los dedos congelados de las mangas de las sudaderas de doble capa y me conecté a «FBI Furgón de Vigilancia 4».
Era sábado por la mañana y disponía de tres horas enteritas antes de coger el tren a la ciudad.
Ya me había tirado una hora lanzando escombros por la ventana del segundo piso al contenedor que ocupaba el minúsculo jardín delantero de mi padre en su totalidad.
Después había dedicado otra hora al diseño de un logotipo como autónoma. Era para una carnicería familiar de Hoboken y me pagaban en total doscientos dólares, pero gracias a eso podría permitirme el lujo de subir el termostato un par de grados durante unos cuantos días. Han oído bien, damas y caballeros: ¡Podría quitarme ropa y quedarme solo con una capa! Así que la Carnicería de los Hermanos Frances iba a tener el puñetero logotipo más bonito que fuera capaz de diseñar.
Aprovechando el wifi prestado, busqué «Dalessandra Russo» y «revista Label» en internet y me salté los resultados que ya había visto. Al parecer, Label había pasado por un periodo de «transición» hacía poco. Había mucha información sobre la estupenda y maravillosa Dalessandra. Era una exmodelo que se había convertido en un personaje influyente de la industria de la moda y en la redactora jefa de una de las mayores revistas del sector que seguían existiendo en el país. El que había sido su marido durante cuarenta y cinco años, un tal Paul, había «renunciado» al puesto de director creativo de la revista hacía unos trece meses.
La versión oficial había sido que se separaban personal y profesionalmente. Sin embargo, en los blogs de cotilleos se hablaba de un escándalo más siniestro y se mencionaba el éxodo de varios empleados más durante la misma época. Sobre todo mujeres. Los blogs se cuidaron mucho de esquivar el tema, pero uno o dos insinuaron que las relaciones extramaritales de Paul habían influido en el cese de las relaciones personales y profesionales de la pareja.
Me reconfortaba el hecho de que la gente también pudiera aprovecharse de una mujer tan lista e inteligente como Dalessandra.
Pasé la mirada de la pantalla del portátil a la bañera de porcelana de cuarenta toneladas con patas de garra que seguía apalancada en el salón. Y luego al enorme agujero del techo.
Pues sí. Hasta a las personas listas e inteligentes las puteaban de vez en cuando.
—¡Toc, toc! —saludó alegremente una mujer con un marcado acento rumano entrando por la puerta principal.
Necesitaba con urgencia cambiar la cerradura y empezar a usarla.
—Señora Grosu —dije, cerrando el portátil y resignándome mentalmente a seguir investigando después de mis dos turnos como camarera. Si el wifi aguantaba.
—Hola, vecina —respondió ella, entrando a toda prisa con un plato amarillo lleno de estofado en las manos.
La señora Grosu era viuda y vivía al lado, en una pulcra casa de ladrillo de dos plantas con un seto tan perfecto que parecía podado con láser. Tenía cuatro hijos y siete nietos que venían a comer todos los domingos. La adoraba.
—Te he traído un estofado típico amish —dijo alegremente.
Mi querida, adorable y anciana vecina tenía dos grandes amores en la vida: alimentar a la gente y Pinterest. Había decidido que este año se dedicaría a la exploración cultural culinaria y que yo la acompañaría en su viaje.
—Gracias por el detalle, señora Grosu —dije.
A pesar de lo mal que iba todo lo demás en mi vida, con los vecinos de mi padre me había tocado la lotería. Eran superdivertidos y absurdamente generosos.
Ella chasqueó la lengua.
—¿Cuándo piensas sacar esta bañera del salón?
—Pronto —le prometí. Ese mamotreto debía de pesar ciento cincuenta kilos. No era una tarea para una sola mujer.
—Si quieres, puedo decirles a mis hijos que vengan a ayudarte.
Los hijos de la señora Grosu tenían casi sesenta años y no estaban como para levantar peso.
—Ya me las apañaré —dije.
Ella puso los ojos en blanco y fue hacia la cocina.
—Voy a guardar esto. Las instrucciones están en el pósit —me informó con su fuerte acento.
—¡Gracias! —grité, saliendo de mi madriguera de mantas mientras se alejaba.
—Gracias a ti por haberme llevado la compra la semana pasada, cuando tenía los pies hinchados como sandías —replicó ella, volviendo al salón mientras me levantaba del sofá.
Habíamos iniciado una cadena interminable de favores de la que yo disfrutaba bastante. Era agradable poder dar algo, fuera lo que fuera, cuando los recursos se agotaban.
Chasqueó la lengua al ver el termostato.
—Esta casa está más fría que las pelotas de un muñeco de nieve —se quejó.
—No es para tanto —aseguré.
Avivé el fuego de la chimenea de ladrillo que mi padre casi nunca utilizaba. Tenía un tronco más asignado para la mañana y luego encendería la caldera para mantener la casa a unos agradables diez grados mientras estaba trabajando. Aunque nunca antes había sido pobre, me daba la sensación de que estaba empezando a pillarle el tranquillo.
—¿Por qué no aceptas mi dinero? —me preguntó la señora Grosu con un mohín, cruzando los brazos delante de sus pechos gigantescos. Todo en ella era suave y blandito. Salvo su tono maternal.
—Ya ha pagado el contenedor de obra —le recordé.
—¡Bah! —replicó, agitando la mano como si no hubiera sido nada desembolsar unos cuantos cientos de dólares para cubrir el coste de un adefesio que estaba rebajando el valor de su propia vivienda.
—Este desastre es mío, así que yo lo arreglaré —declaré—. Usted necesita el dinero para las cestas de Pascua de sus nietos y para su crucero de solteras.
—¿Te he dicho que vamos a ir a un cabaret masculino en Cozumel? —me preguntó, echando la cabeza hacia atrás para soltar una carcajada.
Lo había hecho. Y yo seguía sin poder quitarme la imagen de la cabeza. Una vez al año, la señora Grosu y cinco de sus mejores amigas hacían un viaje de chicas. Era increíble que nunca las hubieran detenido. Pero siempre les quedaba Cozumel.
—Creo que lo había mencionado —respondí, metiendo las manos en el bolsillo de la sudadera.
—Muy bien. Venga, vamos —dijo, entrelazando su brazo con el mío y tirando de mí hacia la puerta.
—¿A dónde? —le pregunté—. Estoy descalza y no tengo dinero.
—Pues ponte unos zapatos. Y no necesitas dinero.
Esa sí que era buena. Lo necesitaba, desesperadamente.
—Tengo que trabajar —dije, intentándolo una vez más.
—No. Siempre tienes que trabajar. En el cuadrante de la nevera pone que no entras hasta las tres. Tardas cuarenta y cinco minutos en llegar al trabajo. Por lo tanto, tienes tiempo para venir conmigo. —Ya había discutido con ella en otras ocasiones y siempre perdía—. Lo que estás haciendo por tu padre está muy bien y es muy bonito, pero no vamos a permitir que pases por esto sola —declaró, poniéndome a la fuerza el abrigo de invierno.
Me calcé las botas y busqué a tientas el bolso.
—No sé qué quiere decir con eso. ¿Y a quiénes se refiere?
—El lunes empiezas en un sitio nuevo. El señor Mohammad y yo vamos a llevarte de compras a esa tienda de segunda mano que tanto te gusta para que busques ropa adecuada para el trabajo.
Hinqué los talones sobre el contrachapado destrozado, asegurándome de evitar la tira de tachuelas de la moqueta.
—De eso nada.
La señora Grosu me había hablado en alguna ocasión de sus hermanos mayores y de sus proezas en el mundo de la lucha libre. Pues parecía que le habían enseñado un par de cosas, porque me sacó de allí en un periquete. El señor Mohammad, un inmigrante etíope que había llegado a Estados Unidos varias décadas antes de que yo naciera, me saludó desde su automóvil de veinte años.
—Ay, no. Ha traído el coche.
—¿Ves lo importante que es esto? —dijo la señora Grosu.
Pocas cosas eran capaces de convencer al señor Mohammad para que sacara el coche del garaje. El vehículo debía de tener como mucho mil trescientos kilómetros, porque a su sonriente y bigotudo propietario le encantaba caminar. Antes de jubilarse, siempre recorría a pie los tres kilómetros que lo separaban del supermercado en el que trabajaba como supervisor. Después de retirarse, siguió andando, pero lo hacía para ir a la iglesia todos los domingos y a jugar al bridge en el centro cívico los miércoles.
Mi padre había sido compañero de bridge del señor Mohammad. Juntos se habían convertido en los reyes del centro cívico, a base de gestos sutiles y de un lenguaje corporal indescifrable.
Cuántas cosas habían cambiado en tan poco tiempo. Ahora, en lugar de cuidar de mi padre, sus vecinos cuidaban de mí.
—No te resistas. Tenemos unos vales de la seguridad social que nos queman en el bolsillo y es el Día de la Tercera Edad en la tienda —declaró la señora Grosu, obligándome a subir al asiento de atrás.
—Hola, Ally —canturreó el señor Mohammad. Era la persona más alegre que conocía.
—Señor Mohammad, no puedo permitir que hagan esto.
—Tranquila, niña. Lo hacemos con gusto —aseguró.
Era cierto. Lo hacían de buena fe. Parecía que todo el barrio de mi padre seguía la máxima de «Ama al prójimo como a ti mismo». Cuando consiguiera vender su casa, cuando todo esto terminara, se lo compensaría. Y los echaría muchísimo de m
