La obsesión

Nora Roberts

Fragmento

cap-1

1

29 de agosto de 1998

No sabía qué la había despertado, y por mucho que reviviera aquella noche, y la persiguiera donde la persiguiera la pesadilla, nunca lo sabría.

El verano había convertido el aire en una especie de caldo verde, húmedo, caliente y apestoso. El ventilador que zumbaba sobre el tocador removía aquel aire, pero era como dormir bajo el chorro de vapor de una tetera.

Sin embargo, ya estaba acostumbrada a yacer sobre sábanas mojadas por la humedad del verano, con las ventanas abiertas de par en par al canto incesante de un coro de cigarras y con la vaga esperanza de que se colara una leve brisa en medio del bochorno.

No la había despertado el calor, ni el rumor de los truenos de una tormenta que se formaba a lo lejos. Naomi pasó del sueño a la realidad en un instante, como si alguien la hubiera zarandeado o le hubiera gritado su nombre al oído.

Se incorporó pestañeando en la oscuridad, sin oír más que el zumbido del ventilador, el chirrido estridente de las cigarras y el ulular lento y repetitivo de un búho. Eran todos los sonidos veraniegos del campo que conocía tan bien como su propia voz, y no había nada que le provocara aquel extraño chasquido en la garganta.

Pero ahora que estaba despierta notó aquel calor, que era como una gasa empapada en agua caliente que envolvía cada centímetro de su cuerpo. Deseó que fuera de día para poder salir a hurtadillas antes de que se levantara nadie y refrescarse en el arroyo.

Primero estaban las tareas de la casa, esa era la norma. Pero hacía tanto calor que le daba la sensación de que tendría que abrir el aire como si fuera una cortina para poder dar un paso. Además era sábado (o lo sería cuando amaneciera) y a veces mamá se relajaba un poco con las normas los sábados... si papá estaba de buen humor.

Entonces oyó aquel trueno. Se levantó contenta de la cama y corrió hacia la ventana. Le encantaban las tormentas, los remolinos que se formaban entre los árboles, el cielo que ponía los pelos de punta, los relámpagos que lo rasgaban y hacían que resplandeciera.

Y quizá aquella tormenta trajera lluvia, viento y aire fresco. Quizá.

Se arrodilló en el suelo, con los brazos cruzados sobre el alféizar y la mirada fija en el trocito de luna envuelta por el calor y las nubes.

Quizá.

Lo deseó. Le quedaban solo dos días para cumplir doce años y aún creía en los deseos. Una tormenta grande, pensó, con rayos como culebrinas y truenos como cañonazos.

Y lluvia, mucha lluvia.

Cerró los ojos, levantó la cara y aspiró el aire. Luego, vestida con su camiseta de Sabrina, cosas de brujas, apoyó la cabeza en las manos y observó la oscuridad.

Volvió a desear que fuera de día y, como los deseos eran gratis, deseó también que fuera el día de su cumpleaños. Quería con todas sus fuerzas una bici nueva, y había dejado caer un montón de indirectas.

De rodillas, deseando que fuera de día, allí estaba ella, una niña alta y desgarbada, a la que todavía no le había crecido el pecho, aunque lo comprobaba a diario. Tenía el cabello pegado al cuello por el calor. Le molestaba y se lo echó hacia arriba dejando que cayera por el hombro. Quería cortárselo, bien corto, como un duendecillo del cuento que le habían regalado sus abuelos antes de que les prohibieran verse.

Sin embargo, papá decía que las niñas debían llevar el cabello largo, y los niños, corto. Así que a su hermano pequeño le cortaban el pelo al rape en la peluquería de Vick del pueblo, y lo único que podía hacer ella con su melena de un color tirando a rubio era recogérsela en una coleta.

Pero Mason, al ser «el niño», se había vuelto un tonto mimado, en su opinión. Para su cumpleaños le habían regalado una canasta de baloncesto, además de un balón oficial Wilson. Encima podía jugar en la liga infantil de baloncesto, algo que según las normas de papá era solo para niños (lo que Mason nunca se cansaba de recordarle) y, al ser veintitrés meses más pequeño (lo que ella no se cansaba de recordarle a él), no tenía que hacer tantas tareas domésticas.

No era justo, pero quejarse solo servía para que le asignaran más quehaceres y arriesgarse a perder los privilegios de la tele.

Además, nada de eso le importaba si le regalaban la bici nueva.

Vio un destello apagado, un relámpago bajo en el firmamento. Llegaría, se dijo. Llegaría la tormenta deseada, que traería consigo el aire fresco y la lluvia. Si llovía y llovía sin parar, no tendría que arrancar las malas hierbas del jardín.

Aquella idea le puso tan contenta, que casi se pierde el siguiente rayo.

Pero lo que vio entonces no fue un rayo, sino el haz luminoso de una linterna.

Primero pensó que alguien andaba merodeando por allí, quizá con la intención de entrar a robar. Hizo amago de levantarse y correr a avisar a su padre.

Pero entonces vio que se trataba precisamente de su padre, que se alejaba de la casa en dirección al lindero del bosque; se movía con rapidez y seguridad gracias al rayo de luz.

Puede que fuera al arroyo a refrescarse. Si ella también iba, él no se enfadaría, ¿no? Si estaba de buen humor, se echaría a reír.

Sin pensárselo dos veces, cogió las chanclas, se metió su linterna diminuta en el bolsillo y se precipitó fuera de la habitación, silenciosa como un ratón.

Sabía qué peldaños crujían, como todos en la casa, así que los evitó inconscientemente. A papá no le gustaba que Mason o ella bajaran a hurtadillas a beber algo después de acostarse.

No se puso las chanclas hasta llegar a la puerta trasera, que abrió lo justo (antes de que chirriara) para pasar por el resquicio.

Por un instante pensó que había perdido el rastro de la linterna, pero la vislumbró de nuevo y como una flecha fue tras ella. Se quedaría rezagada hasta saber de qué humor estaba su padre. Pero él se desvió del cauce poco profundo del riachuelo y se adentró en el bosque que bordeaba aquel trozo de tierra.

¿Adónde iría? La curiosidad hizo que siguiera avanzando, así como la emoción casi vertiginosa de andar a hurtadillas entre los árboles en plena noche. Los truenos y relámpagos del cielo no hacían sino sumarse a la aventura.

No conocía el miedo, aunque nunca se había adentrado tanto en el bosque. Estaba prohibido. Su madre la molería a palos si la pillaba, así que no podía permitir que la descubrieran.

Su padre avanzaba con rapidez y seguridad, lo que hizo que pensara que sabía adónde iba. Naomi oyó cómo las viejas hojas secas del estrecho sendero crujían bajo las botas paternas, así que se quedó atrás. Su padre no tenía que oírla.

De repente un aullido hizo que diera un leve respingo. Se tapó la boca con la mano para amortiguar una risita tonta: no era más que un viejo búho al acecho.

Las nubes se movieron rápidamente hasta ocultar la luna. Estuvo a punto de tropezar al darse con un dedo del pie contra una roca, y de nuevo se tapó la boca para reprimir un silbido de dolor.

Su padre se detuvo: el corazón de ella palpitó con fuerza retumbando como un tambor. Naomi se quedó más inmóvil que una estatua, sin apenas respirar. Entonces se preguntó qué haría si su padre se volvía y se acercaba a ella. Correr, no, se dijo, pues la oiría. Tal vez podría

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