Fuimos canciones (Canciones y recuerdos 1)

Fragmento

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1. «Old days», Ingrid Michaelson

El maldito reencuentro

La felicidad era aquello. Aquella copa de cerveza helada que sostenía en la mano derecha y que cuando llegó a la mesa estaba tan fría que hizo que, al tacto, me dolieran las yemas de los dedos. Las patatas tirando a rancias cuyo exceso de aceite nos empeñábamos en limpiar con esas servilletas satinadas y rotuladas con un «Gracias por su visita» tan poco efectivas. El plato de aceitunas que nos habíamos comido, como si lleváramos dos meses sin probar bocado, en el mismo momento en el que tocó la mesa y que yacía moribundo lleno de huesecitos mordisqueados. Lo dicho…, la gloria.

Aquel sentimiento de felicidad total había comenzado con el hecho de que Moët Chandon hubiera organizado una fiesta lo suficientemente glamurosa como para que Pipa decidiera que, después de hacerle un par de (cientos de) fotos en el photocall y posados robados en la entrada acristalada del hotel Santo Mauro, podía tomarme la tarde libre. Tarde libre que empezó a las siete, un horario más que digno para salir de trabajar en una jornada normal…, pero lo normal no es normal si lo normaliza la maldita Pipa, la blogger/influencer/instagramer de moda y tendencias más importante de España…, y mi jefa. Pero, de todas maneras, yo no era una persona con mucha inclinación a quejarse…

Así que, en resumidas cuentas, la felicidad para mí en aquel momento era pasar ese ratito de jueves en la Cafetería Santander, junto a la plaza de Santa Bárbara, con mis dos mejores amigas y, de paso, presenciar la conversación que estaban teniendo que, de absurda, era deliciosa.

—¡Venga ya, Adri! —exclamó Jimena, a la que la cerveza había eliminado el controlador de volumen de voz—. ¿Me lo estás diciendo en serio?

—Claro —contestó esta indignada—. Lo que me sorprende es que tú veas tanto porno como para tener un actor preferido.

—No veo «tanto porno». Veo el normal.

—Maca. —Adriana me miró con sus ojitos de gata—. ¿A que tú también piensas como yo?

—No. —Me reí avergonzada—. Yo también veo porno.

—Youporn, Porntube, Xvideos… —enumeró Jimena.

—¡Lo estás diciendo porque te sabe mal dejarla sola en esto! —me increpó con una sonrisa.

—No, en este caso no —negué—. Te lo prometo.

—Pero… ¿como para tener un actor porno preferido?

—Uhm…, sí. —Me eché a reír—. Pero admito que hacen falta más caras bonitas en la industria del porno.

—¿En serio miras sus caras? —se burló Jimena.

—Todo puntúa. Pero, Adri, aclárame una cosa… —y se lo pregunté porque sabía que me iba a hacer mucha gracia su respuesta—, ¿por qué te resulta tan extraño lo del porno?

—Porque tiene un tomate seco por libido, ya te contesto yo.

Adri hizo volar su media melena pelirroja cuando se giró hacia Jimena con cara de pocas amigas.

—No sé qué sentido tiene llenarse la boca de libertad, igualdad y fraternidad si luego me vas a juzgar por no tener el mismo apetito sexual que tú.

—¡Ni el mismo ni distinto! ¡Es que no tienes!

—¡Sí tengo! —gritó—. Llevo casada casi cinco años con Julián y te recuerdo que es…

—«Un acróbata del sexo, la estrella del Circo del Sol de la cama» —me adelanté yo.

—Y está bastante bueno; lo dice todo el mundo —insistió Adriana.

—Si no te digo que no, pero… tú cumples, Adri, no follas —siguió diciendo Jimena.

—¿Y tú qué sabrás? ¡Me estoy cabreando!

—Calma, gladiadoras —intercedí.

—Sé lo que me cuentas. Y tampoco es que yo sea una…, ¿cómo era?

—Acróbata del sexo —puntualicé de nuevo.

—Eso. Que hago lo que puedo y cuando puedo, pero por eso mismo el porno. Me pica, me rasco y, luego…, a dormir.

—No os vais a poner de acuerdo en la vida —sentencié.

—¿Sabes en qué vamos a estar todas de acuerdo? —Jimena se apoyó en la mesa y sonrió con su cara de cría—. En pedir tres cervezas más.

—Amén. Pero las últimas —advertí—. Mañana Pipa tiene que…

—Pi-pi-pi, pa-pa-pa —canturrearon las dos. Siempre lo hacían cuando sacaba a colación el trabajo para escaquearme.

Adri nos instó a terminar las cervezas, se levantó y fue hacia la barra con las jarritas vacías.

—¡Pídele algo de tapa, que me va a dar un cólico! —renegó Jimena que después se volvió hacia mí y sonrió—. Me encanta escandalizarla.

—Un día te va a pegar.

Me miró con los ojos entrecerrados.

—Me fascinaría. Tanto o más como el hecho de que mantengas el pintalabios perfecto a estas horas.

—Me lo retoco cada vez que os giráis —me burlé.

Mis labios pintados de rojo eran, desde que cumplí los dieciocho, una de mis marcas de identidad, junto a mi melena morena (a veces rizada, a veces lisa) y mis ojos, subrayados de manera habitual por mi propensión a las ojeras. Desde hacía años, además, era fiel a un solo color de carmín que, por miedo a que la marca lo retirara del mercado, almacenaba de cinco en cinco en mi cajón de la ropa interior. Mis labios eran Ruby Woo y Ruby Woo era mis labios. A veces podía no llevar absolutamente nada más en la cara, pero sin hidratante y pintalabios, me sentía desnuda. Pero no había secretos: a fuerza de aplicarlo todos los días, ya sabía cuándo necesitaba un retoque.

—Oye. —Volví a llamar su atención—. Y aparte del porno…, ¿novedades?

—Lo del porno no es una novedad. Pero no. En el curro todo igual, es decir…, bien. Liados ya con los preparativos de la Feria del Libro. Estoy emocionada, ¿sabes?

Jimena trabaja en una pequeña editorial como editora de un sello especializado en temas paranormales. Le viene al pelo porque, a pesar de su pinta de niña buena, es la novia de la muerte. Por aquel entonces, llevaba cuatro años seguidos disfrazándose de la Novia Cadáver en Carnavales, siempre le gustaron las historias de fantasmas y tiene una relación con el Más Allá un tanto especial…

—Me refería a tu vida personal —le corté cuando ya empezaba a enumerar las razones por las que el libro que acababa de editar sobre casas embrujadas era el mejor del mercado—. ¿Te acuerdas de lo que es eso?

—¿Y tú?

—¿Yo? —Me reí—. Por partida doble, chata. Por tener, tengo dos: una con mi jefa y otra con Coque.

—Con lo de Pipa voy a darte la razón: es una relación…, una relación enfermiza.

—Qué bien…, soy polígama —bromeé mientras miraba de reojo el teléfono móvil que había dejado sobre la mesa con la esperanza de que se iluminara.

—Coque no es tu novio —apuntó cansina—. Es el señor feudal y tú, la vasalla. Lo vuestro no es un noviazgo…, es la Edad Media.

—No digas esas cosas —me quejé—. Coque y yo nos entendemos bien.

—¿En serio entiendes a ese tío? —preguntó con desdén.

—Claro que sí. Estamos en la misma onda.

—No te lo crees ni tú. —Sonrió con malicia—. Pero te hace el culo Pepsicola, así que dices a todo que sí.

—¡No es verdad! —me quejé—. ¡Hoy repartes para todo el mundo, eh!

—Yo solo digo que eso no os va a llevar a ningún lado. Lo de Pipa, sin embargo, lo veo más serio.

Levanté la mirada y la vi sonriendo burlona.

—Pipa es el amor de mi vida. —Opté por seguirle el rollo—. Me llama a todas horas para saber dónde estoy y con quién, no quiere separarse nunca de mí, me lleva de viaje a sitios en los que nunca puedo disfrutar y…, uhm…, en mi último cumpleaños me regaló un Apple Watch para que estuviera más atenta a sus correos, wasaps y llamadas que, por cierto, un día me pidió prestado y que aún no me ha devuelto.

Jimena me miró con cara de cordero degollado y fingió pegarse un tiro en la boca.

—Necesitamos divertirnos más —aseguró cuando aparecieron las cervezas seguidas de los traslúcidos bracitos de Adriana, que no podía estar más pálida.

—Hasta podríais enamoraros, fíjate tú —añadió esta.

—Dijo la mujer más apasionada de todos los tiempos.

—Fuera coñas. —Adriana se sentó junto a Jimena y nos sonrió con un toque de condescendencia—. Mucho burlaros de mí, pero yo tengo la vida solucionada, chatas: trabajo, amigas, amor…, y vosotras…

—¿Podéis dejar de ningunear a Coque, por favor? —pedí.

—Coque no cuenta —se quejó la pelirroja—. No es tu novio.

—¡Porque tú lo digas! Además… ¡qué manía de ponerle a lo que tenemos el nombre que os sale de la pepitoria! Ya sabremos él y yo lo que somos, ¿no?

—¡Venga! Lo último amoroso que habéis vivido fue el achuchón que os dio ese tío que regalaba abrazos en la calle Fuencarral.

—Es que los daba muy bien —se justificó Jimena.

—Lo que tú quieras, pero tendríais que salir más. Conocer chicos. No sé. Somos jóvenes. Sois inteligentes, divertidas…

—¿Cuándo va a decir guapas? —Me reí.

—Guapas también, pedazo de superficial. ¡Enamoraos y hagamos cenas de parejas!

—¡¡Uh!! Cena de parejas. Estoy loca de ganas —ironicé.

—El amor es para los que tienen esperanza —sentenció Jimena, de pronto muy seria—. Cuando has conocido al amor de tu vida y la muerte te lo ha arrebatado, esa palabra suena hueca.

—Oh, Dios, el ataque del amante muerto —musité acercándome la jarra helada de cerveza que volvió a simbolizar la felicidad suprema.

—¿Digo alguna mentira? ¿No conocí al amor de mi vida y se mató?

—Jime, por enésima vez: tenías dieciséis años, estabas muy enamorada y sí, el pobre Santi murió, pero… no tienes ni idea de cómo habría sido. Si te habría hecho feliz, si te hubiera seguido atrayendo físicamente, si…

—Sé perfectamente —anunció Jimena de nuevo con ese rictus que se le dibuja en la cara cuando cree que está diciendo algo trascendental y completamente cierto— que habríamos sido felices, que los tíos con los que me he cruzado…

—Los tíos con los que te has cruzado han sido desechados con mano férrea después de que decidieras que «no eran tan graciosos como Santi», «no besaban como Santi», «no te veías con ellos en el futuro, como con Santi» o… vete tú a saber qué «como Santi».

—Santi solo hubo uno y ya no está. Lo que pueda encontrar por el mundo no será más que un sucedáneo.

—O un hombre hecho y derecho al que ya le haya salido el bigote —murmuré.

—¡Maca! ¡Tú deberías entenderme! ¡Conociste a Santi! ¡Era lo más! —se quejó.

—Era lo más… a principios de los dos mil. Han pasado un porrón de años.

—¿Sabéis cuál es el problema? —intentó añadir.

—Sí. Que no han traído nada de tapa —Adriana pronunció la guinda final.

A las diez de la noche, cuando me despedí de ellas con la promesa de ser puntual a nuestra cita del día siguiente, maldije mentalmente la decisión de que otra cervecita no era mala idea. Claro que lo era. Me sabía la boca amarga, tenía el estómago un poco revuelto de tanto líquido y tan poco sólido y a la mañana siguiente tendría resaca. Y Pipa lo notaría. Y me martirizaría por ello. A no ser que se pasase bebiendo champán, se levantara tarde y me dejara el alma tranquila parte de la mañana.

Iba pensando en eso mientras cruzaba la plaza de Santa Bárbara; en eso y en lo cómodos que eran los zapatos de tacón que tuve que comprar porque mi jefa consideró, en voz alta y delante de mí, que ir siempre en zapato plano era una ordinariez (y «más con tu estatura», añadió). Desde luego, siempre tuve razones para defender que como hermana pequeña, me habían tocado los restos genéticos: mi hermano era alto, bastante fornido y muy guapetón; yo, sin embargo, no llegaba al metro sesenta, en vez de tetas tenía dos kikos y cuando no bebo suficiente agua, soy la viva imagen de la Santa Compaña. Los tacones, estuviera de acuerdo o no con la afirmación de Pipa, no me iban mal para reafirmarme.

La temperatura era agradable, así que decidí andar hasta la parada de metro de Gran Vía, desde donde podría ir directa a la de Pacífico, que quedaba cerca de mi casa, sin transbordos. Esos días de abril estaban resultando cálidos sin exceso, y Madrid siempre está precioso en esta época del año. Quizá nosotros, los que no somos de aquí, seamos más sensibles a la belleza de la ciudad cuando se despereza y se quita las prendas de frío con las que se vistió durante el invierno.

Se escuchaba el vocerío de un montón de jóvenes que, tal vez tuviesen clase por la mañana, pero estaban centrados en empezar la noche. Algunas parejas cruzaban la plaza cogidas de la mano, seguro que de camino a Lady Madonna o a Dray Martina a cenar algo rico y bien presentado. Dos chicos jóvenes, uno con una guitarra española y otro con un violín, tocaban una personalísima versión del tango de «Roxanne», de la banda sonora de la película Moulin Rouge, y me acordé de Coque.

Dios…, cómo me gustaba Coque. Qué loco estaba. Cuánto pasaba de mí. ¿Me gustaría tanto por eso?

Saqué el teléfono móvil y le mandé un wasap con un mensaje tonto y desenfadado. El día anterior me dijo, al despedirnos en la puerta de su casa, que me llamaría para hacer algo el viernes, pero era jueves por la noche, aún no me había escrito y yo me había acordado de que tenía una cita ineludible con las chicas al día siguiente. No es que me extrañara demasiado su falta de noticias, la verdad; con Coque las cosas solían ser así, pero… me encantaba. Todo él. Nos reíamos juntos, me hacía sentir especial (cuando se dignaba a prestarme atención) y en la cama era…, era una máquina de matar. Estaba convencida de decir la verdad cuando aseguraba que nosotros nos entendíamos. Me gustaba él y la libertad que nos regalaba aquel acuerdo tácito de relación, pero… un poco más de interés por su parte no hubiera estado mal.

Chato, mañana tengo lo del tattoo con las chicas.

Si quieres que nos veamos, tendrá que ser después.

Un coche pitó con un sonido estridente e histérico al pasar demasiado cerca de mí y me sobresalté al darme cuenta de que mientras escribía en mi teléfono móvil, me había ido aproximando demasiado a la calzada. Me separé un par de pasos y esperé para ver la notificación de recibo de mi mensaje. Pronto aparecieron los dos tics que se pusieron en azul en un segundo, pero Coque se desconectó. Me mordí el labio fastidiada (aquellos gestos siempre me hacían sentir «el rival más débil»), guardé el móvil y me acerqué al paso de peatones para cruzar hacia la otra acera.

El poco viento que barría las calles me movió el pelo, y sentí un cosquilleo en mi nuca que, poco a poco, fue descendiendo hacia mi estómago hasta convertirse en un vacío. Aquel malestar podía deberse a muchas cosas: demasiada cerveza sin apenas comer, la seguridad de que Coque contestaría cuando le saliera del pepe sin tener en cuenta que yo necesitaba programarme o… quizá algo que había visto por el rabillo del ojo, pero no había llegado a identificar. Algo que estaba a punto de destapar la caja de Pandora de unos recuerdos antiguos.

Me giré hacia la izquierda, hacia las terrazas que se extendían por toda la plaza: un par de franquicias de comida rápida atestadas de gente; la entrada del hotel Petit Palace; la puerta de El Junco, donde me encanta ir a escuchar música en directo; la terraza del Boulevard, donde nunca me atendieron demasiado bien y, de pronto…, el perfil de una cara conocida y su larga melena castaña. Raquel…, una compañera de profesión de Pipa, mi jefa, a la que apreciaba con sinceridad, estaba sentada en una de las mesas de la terraza. Y es que cuando hablo de Pipa, hablo exclusivamente de ella, no de su profesión. Su trabajo era joven y a veces incomprendido, pero ella era tonta perdida; ninguna de las dos cosas era extensible a la otra.

Diría que Raquel y yo nos movíamos continuamente sobre la estrecha línea que separa «ser conocidas que se caen bien» de ser «colegas», de modo que me alegré de verla allí sentada y, tan ingenua como siempre, me dirigí hacia ella para saludarla.

Me faltaban apenas seis o siete pasos para llegar hasta Raquel cuando choqué con una barrera invisible, que me hizo parar en seco y lanzó un peso imaginario hacia el centro de mi pecho. Mi cuerpo se negó a seguir andando. Si hubiera podido reaccionar, habría dado media vuelta y corrido hacia el metro, pero además de estar paralizada, no tenía escapatoria. Raquel me había visto y me saludaba con la mano, sonriente. Vi que movía la boca, pero no escuché lo que me decía. Estábamos lo suficientemente cerca como para que pudiera escucharla, pero… no oía nada. Ni a ella ni a Madrid. Era como si todos contuvieran la respiración conmigo. Se había roto el tango de «Roxanne» y las cuerdas de los instrumentos que la tocaban. No crepitaba el asfalto bajo las ruedas de los coches porque ni siquiera había coches. Solo existía mi respiración, como si llevara puesta una escafandra. Hasta Raquel dejó de estar allí, sentada frente a él, en aquella mesa. ÉL. Eso era lo único que veía. ÉL y nada más.

Pelo castaño desordenado, esas arruguitas de expresión junto a su boca, el cuello esbelto pero fuerte, su postura elegantemente relajada en la silla donde, incluso sentado, llamaba la atención su altura. ÉL. Era ÉL. Allí. Recién sacado del pasado y dejado caer sobre un presente en el que no lo esperaba y no pegaba nada.

Un flash. Una cascada de imágenes sin orden ni concierto chorreándome por dentro, hasta calarme. El último verano que pasamos juntos. Su pelo entre mis dedos, de noche, con la luz de una farola naranja que se colaba entre las rendijas de la persiana como única iluminación. El verano en el que me enseñó a nadar, cuando yo tenía seis años y él, ocho. La bronca. Las broncas. Su piel suave y color canela después de tanto sol cuando era adolescente. Sus mejillas rasposas cuando creció. Su boca pegada a la mía, demandante, soberbia, nunca tan mía como suya. Mis manos subiendo su camiseta la primera vez que desnudé a un chico. Los recuerdos, en tropel, acudiendo a mi garganta.

No recordaba cuándo fue la última vez que lo vi. Miento. Lo recordaba perfectamente. El 11 de junio de 2014. La enésima pelea. La última, me prometió cuando me volví completamente loca y le empujé entre lágrimas y gritos. Aquella noche él llevaba un polo negro y unos vaqueros oscuros. No se había peinado con demasiado esmero. Yo tampoco me arreglé. No era una cita. Él dijo: «Sube un momento a mi casa», y yo lo hice al volver de mi trabajo en la perfumería. Llevaba puesto mi vestido verde, ese que tanto me gustaba y que tiré dos días después de aquella noche. La noche en que me jodió la vida y me partió el futuro en dos.

La lengua me acarició el paladar, como si quisiera decir su nombre, pero no me atreví porque una vez dicho no se podía desdecir; porque una vez me tocaba, tardaba en irse la huella; porque una vez me besaba, no tenía nada de lo que fue Macarena, pero sí todo lo que fuimos. Todo lo que pudimos ser.

Raquel se levantó para saludarme y él lo hizo también con un ademán educado mientras se abrochaba el botón de la americana. No sé cuándo me vio. Estaba tan paralizada que ni siquiera me di cuenta, pero no había duda de que me había reconocido; sus ojos color miel estaban fijos en mí y mordía con disimulo su labio inferior, que siempre fue un poco más grueso que el superior. Lo hacía cuando estaba incómodo. Socialmente, siempre fue mucho más hábil que yo, más… «polite», pero era fácil adivinar que en aquel momento nuestras cabezas se hacían la misma pregunta: «¿Qué coño hace aquí?».

Los detalles. En los detalles espera agazapada siempre la verdad. En la mesa había un botellín de cerveza y una copa de vino blanco. Los teléfonos móviles debían estar guardados en el bolsillo y el bolso. Nada que reclamara su atención. Solo ellos dos. Cara a cara. Era… ¿una cita? ¿De qué se conocían? ¿Por qué?

—¡Maca! —exclamó Raquel en un intento de traerme de vuelta del viaje cósmico que estaba viviendo y se echó a reír.

Claro. Seguro que se fijó en su preciosa melena castaña, brillante, y en la seguridad con la que se movía. Raquel era guapa y carismática; sabía lo que quería, y a él le encantaban las chicas así…, las que no tiran de su falda hacia abajo cuando se han puesto una minifalda. Creo que soy la única morena en su historial de conquistas porque, quizá, nunca fui eso mismo…, una conquista. Nosotros siempre fuimos una batalla perdida de antemano. El talón de Aquiles del otro; la debilidad y la fortaleza entrelazadas. Algo que uno no busca poder repetir.

Di unos pasos más sin poder mirarlo y cogí aire.

—Hola, Raquel.

—¿Qué haces por aquí? Te hacía en la fiesta de Möet —comentó sin poder evitar echar un vistazo hacia ÉL, que seguía de pie, con las manos en los bolsillos de su pantalón.

—Qué va. Hoy Pipa se valía sola. Mucho glamour para mí, me temo. ¿Y tú? Pensaba que irías.

—No. —Sonrió—. Tenía plan…

—Ya… —Venga, había llegado el momento de lo difícil—. Hola.

—Hola, Macarena.

No lo esperaba, pero su voz me dolió, certera y afilada, como una puñalada. Se me secó la garganta y me obligué a humedecerme los labios.

—¿Qué tal? —respondí con un hilo de voz.

—Bien. ¿Y tú? Cuánto tiempo.

—¡No me lo puedo creer! ¿Os conocéis? —se sorprendió Raquel.

—Sí. De… hace un millón de años —añadió ÉL.

—De… otra vida.

Quise sonar despreocupada, pero creo que me quedé en eso, en desearlo. Raquel nos miró con el ceño levemente fruncido.

—Fuimos vecinos —aclaró ÉL.

—Sí. —Me quedé mirándolo sin poder evitar reprocharle en silencio que hubiera escogido la palabra «vecinos» de entre todas las que contenía el currículo de nuestro pasado—. Vecinos.

—¿Quieres sentarte? —me ofreció ella—. Estábamos a punto de pedir otra.

—Qué va. Voy con un poco de prisa. Pero gracias.

—¿Seguro?

Claro que estaba segura, pero aun así me atreví a mirarlo otra vez. Me pareció que suplicaba en silencio que no lo hiciera y casi me dieron ganas de reír.

—Seguro. De todas formas tenemos el mes cargadito de eventos; tendremos mil oportunidades de tomarnos algo.

—Sí. A ver si Pipa te da cuartelillo y podemos comer juntas un día. Oye, vas a Milán, ¿verdad? Tu jefa me estuvo preguntando qué vuelo cogía, pero al final fue imposible cuadrarlo. Vosotras voláis por la mañana, ¿no?

—El viernes que viene a primera hora —confirmé.

Silencio tenso. Tenía que irme. Si me quedaba unos minutos más presenciaría alguna mirada entre los dos…, vería cómo se miraban y me terminaría de quedar claro que aquella era una cita y que los recuerdos también pasaban de moda. Así que sonreí y me acerqué a darle dos besos a Raquel, que me dio una suerte de apretón en los hombros.

—Descansa, guapa —me dijo.

—Adiós, Maca.

—Adiós.

Me di la vuelta mirando mis zapatos y reanudé el paso con prisas, a trompicones, tropezándome con mis propios pies; a punto estuve de derribar una silla vacía. «Sigue andando, sigue andando, sigue andando. Y no te gires, por el amor de Dios, Macarena. No te gires», me decía a mí misma. Podía justificar todo cuanto hice por él en el pasado…, incluso para olvidarlo, pero en aquella casilla ya no cabían más palabras. Se había terminado.

«NO TE GIRES».

«NO TE GIRES».

«NO-TE-GI-RES».

Mierda, me giré.

Allí estaba, mirándome, como si los últimos tres años no hubieran existido, y estuviera viendo cómo me alejaba por primera vez. Tal y como pasó aquella noche de hacía ya un tiempo, su gesto no demostró ni una pizca de emoción. Era duro. Y bueno fingiendo serlo cuando no lo conseguía. Así que, a pesar de lo cerca que estuve de él toda mi vida y el tiempo que tuve para conocerlo, me fue imposible adivinar si su piel era ya impermeable a mi nombre o solo fingía.

En realidad… ¿importaba?

Me volví de nuevo hacia la calle Hortaleza, respiré profundamente y puse el piloto automático. Puto Leo. Cuánto lo odiaba. Cuánto lo quise.

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2. «La piedra invisible», Izal

Mi debilidad

Hay cosas que, sinceramente, uno tiene que hacer cuando es joven. Más joven, entiéndeme. Con treinta y dos años aún tenía por delante mucho tiempo hasta encontrarme en ese día en el que eres demasiado viejo para morir joven. Me refiero a cuando eres un crío. Como dormir en un coche en verano y despertarte con el sol clavándose entre ceja y ceja. Agarrarte una borrachera lamentable de la que, además, alguien ha hecho fotos. Cambiar cien veces de grupo preferido. Besar a chicas en las que te fijaste por el corto de su falda. Y enamorarte. Pero de verdad. Como uno solo puede enamorarse cuando tiene dieciséis años. Hasta que te falta el aire si el sol hace brillar su pelo. Hasta creer que te mueres cuando ella no para tu mano después de decidir que a la mierda, que quieres recorrerla hasta aprenderte cada centímetro de su piel. La gente normal supera esa etapa…, crece, se desencanta, aprende. A mí me costó un poco más que a la media. Pasé muchos años besando a chicas en las que me fijaba por el corto de su falda porque no podía permitirme besar a la única que había hecho que me faltara el aire. Ella.

Romántico, ¿verdad? Claro. Esa es la parte más sensiblera del asunto. La parte funcional es que llevábamos tres años sin vernos porque terminamos fatal. Y no nos soportábamos. A pesar de habernos querido tanto. A pesar de que nadie en el mundo me pusiera tan cachondo. A pesar de que sonreír con ella llegó a ser un acto reflejo. No nos soportábamos. Para mí era una prueba con patas de mi debilidad y yo para ella…, un cabrón de mierda. Y probablemente estoy siendo benigno.

Había bajado la guardia, la verdad…, y allí estaba. Cuando menos la esperaba.

Hacía tres años que no la veía. La última noche que quedamos, ELLA llevaba un vestido verde con un escote en la espalda que me enloquecía. «La que con verde se atreve, por guapa se tiene», le susurraba yo en el oído a la mínima ocasión cada vez que se lo ponía, y ELLA solía girarse hacia mí y sonreír con esos labios eternamente pintados de rojo. Pero aquella noche no se lo dije porque la situación era tensa; quizá todo hubiera cambiado si le hubiera susurrado aquella broma; no lo hice y la conversación subió tanto de tono que terminó empujándome. Y gritó. Mucho. Qué mujer. Yo también grité aquella noche, lo sé. Le prometí que sería la última vez que discutiríamos y juré que me iba y que no pensaba volver.

—¡Pues vete! ¡¡Vete!! ¡No puedo creerme que pensara que esta vez ibas a quedarte!

No le faltaba razón. Desde los dieciséis años entré y salí de su vida periódicamente, pero prometí que no lo haría nunca más. No es que fuera un cabrón sin escrúpulos ni sentimientos (no hace falta que nadie pregunte a ninguna otra chica de las que, de una u otra manera, pasaron por mi vida). Es que con ELLA las cosas fueron siempre complicadas. O demasiado sencillas. Lo que quiero decir es que la cosa fluía como un coche a toda velocidad sobre un pavimento mojado. ¿Fluía? Sí. ¿Tenía el control? No. Y siempre acababa mal porque la inseguridad, el miedo y la chulería nos hacían no soportarnos durante mucho tiempo. Dos trenes circulando por la misma vía…, eso éramos.

Perdí muchas cosas con nuestra última ruptura: a ella, el futuro que planeamos juntos e incluso a mi mejor amigo, su hermano. El motivo principal de que rompiéramos definitivamente fue que con ella era o todo o nada y si me quedaba era para comprometerme de verdad, y… volvemos al símil del coche circulando por carreteras resbaladizas. Me conocía. No estaba hecho para eso. No podía darle lo que necesitaba. No era… fiable. Hubiéramos durado nueve meses…, máximo un año. Y vuelta a lo de no soportarse.

—¿Pasa algo?

La voz de Raquel me devolvió al presente de golpe. Creo que hasta me dolió el impacto contra la realidad.

Aparté los ojos de la espalda de ELLA y miré a Raquel. Era guapa y llevaba siempre faldas cortas que dejaban a la vista sus bonitas y bronceadas piernas. Había muchas razones por las que no iba a contarle que Macarena era mi ex y… la única mujer capaz de hacerme sentir como si acabaran de masticarme el corazón y escupirlo a mis pies a pesar de ser tan ingenua, amable y afectuosa la mayor parte de las veces… con todos excepto conmigo. Una de ellas era que la conocía poco, otra que eso me haría sentir vulnerable…, la última, que Raquel me ponía. Y a alguien que te gusta no se le debe hablar de un antiguo amor, si no estás seguro de que lo superará con creces. Y yo estaba seguro de todo lo contrario: nada ni nadie superaría aquello. De modo que me limité a asentir y agarrar el botellín de cerveza vacío.

—Te has quedado como… pasmado.

—Me pasa a veces —me excusé.

—Será de tanto libro. Te has vuelto loco como Don Quijote. No solo de estudiar vive el hombre…, también hay que divertirse, ¿no?

Bueno…, eso fue lo que pensé la primera vez que le escribí un mensaje para invitarla a tomar algo: debía divertirme un poco. La había conocido en la universidad, después de una charla para los alumnos de cuarto sobre nuevas profesiones, y no dudé en pedirle el teléfono después de hablar un rato con ella. Divertirme estaba en mis planes…, verla a ELLA no. Debía darme un segundo para volver a centrarme.

Iba a contestarle alguna sandez para conseguir un poco de tiempo, pero cedí a la tentación de volver a mirar cómo ELLA se marchaba. Deseé con todas mis fuerzas que volviera a girarse, no sé por qué; que lo hiciera no iba a cambiar nada…, yo seguiría prefiriendo andar en dirección contraria a la suya y es muy probable que compartiera mi parecer. Qué barbaridad…, cómo manipula el tiempo los recuerdos. Creo que me he pasado años convenciéndome de que no era justamente como es. Morena, pequeña, preciosa, torpe, risueña, segura, fiable, cálida, húmeda, dulce… porque la realidad que más pesaba era que siempre fue la mujer de una vida que no estaba preparado para tener. Un ascua encendida. Y yo un almacén de pólvora. Un problema sin solución.

Volví los ojos a la mesa.

«Lo que vas a hacer, Leo», me dije despacio, «es disfrutar de la vida. Demostrarte lo maravillosa que es sin complicaciones».

Me aclaré la garganta, dispuesto a hacerme caso, pero Raquel interrumpió mi intento.

—Debió de ser gordo.

—¿Cómo? —le pregunté extrañado.

—Lo vuestro. Nunca había visto a Maca tan nerviosa y te prometo que lidiar con su jefa la ha puesto en muchas situaciones tensas. Y a ti se te ha ido hasta el color de la cara.

Me froté la cara con las dos manos y después me reí.

—No creas.

—«No creas» es lo que contestaría un chulito con el corazón roto.

—No es eso —le aseguré sinceramente—. Es una historia vieja. Ni pasada ni lejana ni antigua: vieja. Cosas de las que es mejor no hablar porque…

—¿… porque cobran vida?

Percibí un leve levantamiento de cejas y aunque no pudiera escuchar sus pensamientos, estaba seguro de que una señal de «warning» parpadeaba en su cabeza. Las tías listas saben cuándo algo es un problema… independientemente de que quieran o no implicarse con él.

—Es tu ex —afirmó.

—Sí. Y no tenía ni idea de que estaba en Madrid. De ahí la cara de póquer. No esperaba encontrármela aquí ni, por supuesto, que la conocieras.

—¿Y cuánto hacía que no os veíais?

—Casi tres años.

Raquel cogió la copa de vino y se bebió el último trago.

—¿Quieres que nos vayamos? —me preguntó.

Me pasaron muchas respuestas por la cabeza: «¿A mi casa?», era una. Otra: «Sí, mejor lo dejamos para otro día». Macarena me descolocaba como un chute de algo muy fuerte.

Raquel cogió el bolso de mano que había dejado sobre la mesa y lo colocó en su regazo, a la espera de una respuesta por mi parte que empezaba a demorarse demasiado.

—Voy a pedir otra —dije mientras hacía un gesto al camarero, que pasaba convenientemente por allí, y pedía una ronda más.

—¿Puedo preguntarte algo, Leo?

—Claro.

—¿Esto… me va a traer problemas?

—¿Por qué te iba a acarrear a ti ningún problema? —Arqueé mi ceja.

—No te hagas el tonto, no te pega nada. —Sus labios pintados se curvaron en una sonrisa—. Aprecio a Macarena y tú me gustas…, lo que estoy intentando preguntarte es si esas dos cosas son incompatibles.

Me reí con tristeza y me rasqué una ceja. Cuánto debemos aprender de las mujeres listas…

—Macarena y yo llevábamos mucho tiempo sin hablar porque… no teníamos ningún interés en hacerlo. Eso debería decirte suficiente, ¿no?

—Fue una ruptura fea, entiendo.

—Bah…, es mejor no hablar de esas cosas.

—¿Porque temes que se despierten las emociones, porque te portaste como un hijo de perra o…?

Le corté de pronto con un gesto rotundo de mi mano y los ojos cerrados. Se me atragantaban todas y cada una de las letras que iba diciendo, como si quisieran entrar por mi garganta a la fuerza para que admitiera la realidad. Porque era mejor no hablar de ello a causa de todas esas emociones que podían despertar…, y que no eran buenas. Y porque me porté como un hijo de puta. Eso también.

Abrí los ojos, pasé el pulgar derecho por mi ceja y suspiré.

—Todos tenemos derecho a enamorarnos de quien no debemos una vez en la vida —le aclaré—. Y derecho a aprender de ello en silencio.

Raquel acercó la copa de vino blanco en cuanto el camarero la dejó sobre la mesa y dibujó una sonrisa que dejaba entender que abandonaba el tema.

—¿Cómo eras hace tres años? —preguntó.

—Más rápido, menos paciente y más terco.

—Tampoco suena mal.

—No me has entendido.

Agarré la cerveza por el cuello y di un trago. Raquel parecía estar haciendo unos cálculos complicadísimos en silencio y me reí. Ella también.

—¿De qué narices estás hablando, Leo?

—Estoy deseando explicártelo.

Acompañé a Raquel hasta el portal de su casa, como en las tres anteriores ocasiones. Macarena seguía rondando en mi cabeza como una sensación molesta, pero no estaba pensando precisamente en ella. No me preocupaba. En aquel momento solo era el recordatorio de que hay trenes en la vida que es mejor dejar pasar. Yo estaba pensando en algo mucho más prosaico.

En cuanto llegamos, Raquel sacó las llaves de su bolso y forcejeó con la cerradura hasta que el pesado metal cedió y la puerta se abrió. Sujeté la puerta con el brazo extendido y Raquel se volvió a mirarme. El silencio de Madrid, siempre sonoro, nos sobrevoló y nos mantuvimos la mirada hasta que a ella le dio la risa. Mis intenciones estaban más que claras. Tercera cita. No sé si me entiendes.

—Te invitaría a subir pero…

—¿Pero? —pregunté con sorna.

—Es tarde, mañana trabajo y para serte completamente sincera lo de Macarena me ha dejado un poco…

¿Macarena? ¿Cómo era posible que una mujer tan pequeña me tocara tanto los cojones incluso sin querer? Suspiré. Pretendía repetir, de un modo mucho más persuasivo, que Macarena y yo no cabíamos en la misma frase, pero Raquel tiró un poco de mi camisa hacia ella y hacia el interior del portal.

—¿En qué quedamos? —le pregunté bajo la luz medio moribunda del plafón del techo que se encendió a nuestro paso.

—Te invitaré a subir otro día.

—¿Y hoy qué? ¿Bajas tú?

Raquel lanzó un par de carcajadas y rodeé sus caderas con mis manos de manera aún galante mientras la acercaba hasta la pared. Me incliné hacia su boca.

—Soy un caballero —susurré—. Te daré las buenas noches y me iré.

—No eres un caballero. Eres cantor, eres embustero, te gusta el juego y el vino y tienes alma de marinero —me devolvió el susurro con los ojos puestos en mi boca.

—Ah, Serrat, ¿eh?

—Eres el prototipo de hombre mediterráneo.

—¿Bronceado y risueño?

—Comerciante y seductor. Medio poeta, medio señor.

—Voy a callarte antes de que te creas lo que dices. Buenas noches.

No contestó. Al menos no con palabras. Lo hizo con los labios húmedos sobre los míos, abriendo la boca en respuesta a mi lengua y enredando los dedos entre los mechones de mi pelo. No pude evitar pegar mi cadera a su estómago para que sintiera cómo iba endureciéndome. Tercera cita.

Besar es genial. Seguro que todo el mundo está de acuerdo conmigo. Pero hay cosas más placenteras. Cuando uno piensa en ellas, los besos se quedan cortos. Son… agradables, pero no tanto como la sensación de tensión antes de dejar escapar todo… encima de un cuerpo húmedo. Con eso quiero decir que…, que me perdone todo el mundo por tener las manos largas aquella noche.

Envolví sus nalgas y la pegué más a mí con un jadeo, separando su boca de la mía lo suficiente como para intentar averiguar cuántas ganas tenía. Miré su mirada turbia, sus labios entreabiertos y bajé los ojos hasta sus pechos, cuyos pezones se marcaban tímidamente en la ropa, llamándome.

Abandoné su culo y metí las dos manos por debajo de la blusa y del sujetador. No me paró. Solo inclinó la cabeza hacia atrás, hasta apoyarla en la pared. La luz del portal, de esas que responde al movimiento, se apagó y nos dejó un poco de intimidad.

Tenía los pezones duros, como mi polla. Me moví hasta clavarla en su cadera y su mano derecha la buscó sobre el vaquero.

—Estás duro —gimió cuando, sin soltar sus pechos, me abalancé sobre su cuello.

—¿Qué esperabas?

—No me lo pongas tan difícil.

—¿No te he demostrado ya que soy un buen chico? Déjame subir.

Dudó. Sé que dudó, pero finalmente dijo que no. Que no podía.

—Hoy no —aclaró.

Apoyé mi frente en su hombro, derrotado. No iba a insistir más, así que solté despacio sus pechos, besé por última vez su piel y cogiendo aire me erguí. Raquel se mordía nerviosa el labio inferior, sobre el que el pintalabios era solamente un borrón. No quise ni imaginar qué pinta tendría yo en aquel momento. Ay…, el carmín. A veces me daba por pensar que me paso media vida limpiándomelo de la boca.

—Te llamo —me prometió.

—Claro.

La luz volvió a activarse con un «clac» seco en cuanto nos movimos y una especie de «tic tac» en el que no había deparado antes nos acompañó de nuevo hasta la puerta. Raquel se puso de puntillas para besarme cuando nos despedimos.

De camino hacia la avenida principal, donde pensaba coger un taxi, me limpié la boca con el dorso de la mano, que dejé perdida con un rastro de color borgoña.

Cuando llegué a casa, ni siquiera me molestaron las cajas de la mudanza que aún no había abierto y que seguían junto al recibidor ni el olor a especias que entraba por Dios sabe dónde en todo el edificio, proveniente del restaurante indio de abajo. Me encontraba francamente mal. Una sensación rancia se había instalado en la boca de mi estómago y no alcanzaba a deshacerme de ella.

No sé en qué momento la frustración de una polla dura obligada a abandonar su entusiasmo dio paso a cómo me sentía de verdad. Hacía rato que había vuelto a cruzar mi cabeza. Después de alardear para mis adentros de que todo estaba superado y olvidado… solo podía pensar en ella. En las tardes de verano, a principios de los años dos mil, cuando la miraba tendida al sol, junto a la piscina, con todo el disimulo del que era capaz. En la euforia que siguió a todos y cada uno de nuestros primeros besos. En sus labios siempre rojos. En sus pechos pequeños endureciéndose bajo la palma de mi mano. En todas las veces que, queriendo arreglarlo, lo rompí más.

Pero no…, no sonrías. El recuerdo romántico, dorado, envuelto en una bruma dulce, se evaporó hacía ya muchos años. Y de ella, de esas tardes de verano, de la euforia y la pasión, solo quedaba la sensación de haber sido un idiota, de haberme cegado, de no haber entendido. Ella me jodía la vida. Siempre me jodía la vida. Y yo se la jodía a ella.

Me senté en el sofá y resoplé. Puta Macarena.

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3. «Sexual healing», Marvin Gaye

La vida sexual del tomate seco

Adriana se fue de la Cafetería Santander perjudicadita. Mucha cerveza para un cuerpo tan chiquitito y demasiada conversación sobre cosas que, en realidad, le preocupaban un poco. Porque, por más que se defendiera con uñas y dientes, era la primera que se preguntaba si tanta apatía sexual sería normal.

La cosa no era novedad. Nunca se había sentido presa de las hormonas o con un calentón de narices. Bueno, eso último sí, porque era humana y de vez en cuando se alineaban los astros y tenía ganas de un asalto sexual. Y Julián, su marido, encantado, claro. Porque él también se quejaba, entre bromas para quitarle importancia, de que les hacía falta más sal.

Estaba frustrada, la verdad. Le cabreaba no sentirse parte de la conversación cuando Jimena y yo comentábamos, como dos camioneros, cómo nos ponía el último videoclip de Maluma o la visión de un tío bueno en traje bajando de una moto. Se sentía rara, como un perro verde, porque ella podía ver el vídeo de Maluma sin que pasara nada que no fuera que se le pegase la melodía y se pasase tres días tarareándola y al tío bueno en traje siempre le encontraba algún defecto.

Julián era guapo. El más guapo del mundo para ella. Tan magnético le pareció cuando lo conoció, que no se preguntó nada más. Ni sobre ella ni sobre el nosotros que serían en poco tiempo. Él le sacaba seis años y cuando le preguntó si quería casarse antes de irse a vivir juntos o si le daba igual, se dijo que había encontrado al hombre de su vida, para el que nada era tortuoso ni complicado. Tenían la relación perfecta… si no fuera por el problemilla de desequilibrio en sus apetitos sexuales.

Julián, alto, fibroso, de sonrisa gamberra, pelo oscuro y ojos claros, era un fiera. Como ella se empeñaba en decir, era un «trapecista del sexo». Siempre tenía ganas de probar algo nuevo: hacerlo en sitios públicos, comprar algún juguete, una postura nueva…, y ella…, pse. Adriana se hacía la remolona y luego se dejaba llevar pero siempre con la misma conclusión: el sexo estaba completamente sobrevalorado. Eso o ella iba con alguna tarita de fábrica que le hacía disfrutarlo menos. A lo mejor tenía que esforzarse más. O a lo mejor todo el mundo exageraba y nadie hablaba con honestidad.

Cuando entró en casa arrastrando los pies, se encontró a Julián tirado en el sofá viendo una película, pero se incorporó cuando la vio entrar.

—¿Qué tal las cervezas? ¿Vienes pedo como una rata?

—Algo así.

—¿Has cenado? Hay sobras en el microondas.

Pasó de las sobras, del microondas, de la cocina y de todo. No estaba para salchichas recalentadas…, nunca mejor dicho. Se dejó caer a su lado y se quedó mirándolo fijamente. Él sonrió.

—¿Qué pasa? ¿Por qué me miras así?

—Por nada.

—¿Qué pasa? —insistió Julián con una sonrisa.

Adri se acercó un poco más a él, tanto que podía ver cómo nacía la barba de tres días de su piel también pálida. Si tenían hijos, serían la familia que más protector solar consumiría del mundo. Quizá hasta ponían una placa en la fábrica en su honor.

—Adri… —volvió a llamar su atención.

—¿Quieres que follemos en el balcón?

—Mejor bajamos a la calle y lo hacemos en la parada del Circular. —Adriana lo miró sorprendida y él cambió el tono de voz a uno mucho más agudo—. Pero ¿¡qué dices, loca!?

—¡Oye! ¡Me había creído lo de la parada de autobús!

—¿Quieres? —le preguntó él.

—¡No!

—¿Y a qué viene lo del balcón?

Adri hizo una mueca y un puchero de frustración. Iba a dejarse de tonterías.

—¿Crees que tengo el mismo apetito sexual que un tomate seco?

Julián lanzó una carcajada, escudriñó su cara intentando averiguar si iba en serio y cuando vio que ella no se reía, le pasó el brazo por encima del hombro y la acercó a él.

—Eso viene de Jimena seguro.

—Sí, ha sido Jimena, pero contéstame.

—No puedes dar crédito a todo lo que te diga. ¡Cree que la única manera de volver a enamorarse es que su novio de dieciséis años muerto se reencarne en otra persona!

—No es exactamente así. Y no me has contestado. ¿Tengo el mismo apetito sexual que un tomate seco?

—No. —Pero puso boquita de piñón después de contestar.

—¿No?

—No. —Suspiró, viendo la necesidad de matizar su respuesta—. A ver…, no eres una loba, pero…, no sé, yo creo que… se nos da bien, ¿no?

—Sí. —Miró la alfombra y jugueteó con sus zapatillas peinando el tejido de esta—. Pero a ti mejor que a mí.

—Siempre hay una parte en la pareja más sexual que la otra. En todas las parejas, me refiero. Y a veces va por épocas.

—¿Crees que estoy pasando por una fase asexual de veintinueve años?

—A lo mejor al cumplir los treinta emerges como una diosa del sexo.

Adri le dio un puñetazo en el costado que lo hizo estallar en carcajadas.

—Pero ¡no te cabrees! —Se descojonó.

—¡Yo también quiero ser una diosa del sexo! ¡Es superfrustrante!

—¿Qué es frustrante?

—Pues…, eso.

—¿Y qué es «eso»?

—¡Julián, cojones, no hagas de psicólogo conmigo, por favor! Déjate el trabajo fuera de nuestras discusiones.

—¿Esto es una discusión? Esto es una pareja hablando. Venga. Cuéntamelo. No voy a psicoanalizarte. Solo quiero que mi mujer se sienta mejor.

Se quedó mirándolo con la boquita torcida y expresión de disgusto. No podía decirle mucho más. Abrirse del todo en cuanto al tema podía dejar a Julián con la sensación de que no conseguía hacerla disfrutar, y esa no era la verdad. Es que… estaba harta de pensar que era rara. No podía ser que algo que movía el mundo como el sexo lo hacía, fuera para ella poco más que un trámite. Disfrutaba, sí, pero también lo hacía echándose unas risas en una cena.

—Me frustra que en mi ranking de prioridades el sexo esté tan abajo. Y sentirme tan poco hábil.

—Pero, Adri, cariño… —contestó él con aire condescendiente—. Cada uno tiene las prioridades que tiene y… si eso supusiera un problema para mí, pues oye, tendríamos que hablarlo, pero, al final, nos coordinamos bien.

—¿Sí? ¿Tú crees?

—Claro. —Una sonrisa gamberra y de lado se dibujó en su cara—. Me encantas. Me río contigo como no me río con nadie más. Me encanta tu pelo y… tus tetitas.

Ella puso los ojos en blanco mientras una sonrisa tiraba de sus labios y Julián la agarró de la cintura y la llevó hasta su regazo.

—Me encanta ver cómo te apasiona tu trabajo. Eres la mejor vendedora de vestidos de novia de España. ¿Qué digo? ¿De España? ¡No! Del mundo. Eres la mejor y te flipa hacerlo —siguió diciendo—. Y me encanta cuando vienes a casa y me ofreces hacerlo en el balcón porque eres la pirada más guapa que he conocido en mi vida y te quiero.

Le dio un beso en los labios y le sonrió.

—¿Más tranquila?

—Puede.

—Podemos hacer terapia de choque si quieres. Igual te hace sentir mejor.

—¿Qué tipo de terapia?

—¿Follamos como animales un rato?

Adri se echó a reír y Julián lo hizo también, pero con una mano en el culo de su mujer y la nariz navegando por los mechones de su pelo, intentando llegar hasta el cuello.

—Lo digo en serio —le susurró.

—Lo sé. ¿Alfombra?

—Rasca —se burló él—. Se me pelan las rodillas.

—¿Entonces?

—¿Y si cedemos a un clásico?

Julián medía un metro ochenta y Adri no pesaría mucho más de cincuenta kilos, por lo que no le costó levantarla al vuelo cuando se incorporó.

Cuando llegaron a la cama, él ya tenía el pantalón desabrochado y estaba tratando de entrar en ella. Si en algo estaban de acuerdo es que les gustaba el sexo…, uhm…, duro. No se deshacían en caricias ni besos y tampoco les gustaban demasiado los preliminares. Se desnudaban y se ponían manos a la obra. A Adriana le gustaba cómo Julián entraba en ella cuando aún no estaba húmeda del todo porque era la única forma de sentirlo con intensidad. La brutalidad de los empellones dentro de ella y sus dedos clavados en la piel de él hasta hacerle heridas.

—Más fuerte —gimió.

—Voy a hacerte daño.

—Más fuerte.

Él dobló la intensidad y fuerza de las penetraciones y Adri… se dejó. Con la mente en blanco, con toda la atención puesta en su sexo, concentrada en disfrutar…, como quien tiene cinco minutos extra en la ducha y quiere masturbarse con diligencia.

Como siempre con Julián, antes de terminar, cambiaron al menos dos veces de postura y al correrse, él dejó en el aire un gemido grave y masculino que ella aspiró en el más profundo silencio.

Pues ya estaba. Hecho. Doble tic en la tarea de intimar con su marido y correrse. ¿Cuál sería la frecuencia normal? ¿Una vez a la semana? ¿Dos? Quizá debía preguntárnoslo. O no. Sin necesidad de preguntar nada a nadie, fue consciente de estar haciéndolo otra vez: teorizar el sexo en lugar de disfrutarlo. Como siempre… no había estado mal. Pero ¿de dónde salía todo aquel revuelo? No era para tanto. Una comezón que se eliminaba con placer si rascabas, como una pequeña picadura de mosquito. Pero… sin más.

Miró al techo y suspiró escuchando a Julián farfullar. «Qué bueno». «Tenemos que hacerlo más». «Qué gusto, por Dios». Y ella allí, dándose cuenta de que tenía que desmontar la lámpara del techo para quitar la capa de polvo y mosquitos muertos que se acumulaban en el plafón. Pero… ¿por qué no se quitaba de encima la sensación de mediocridad después de hacerlo? ¿Y si para Julián no era suficiente, pero era incapaz de decírselo por no dañarla?

Cuando Julián se levantó completamente desnudo para ir al baño, Adri recuperó la ropa interior y pensó que, le gustase o no, tenía que hacer algo. Algo nuevo. Algo grande. Y esta vez no pensaba teorizar.

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4. «Tattoo», Jason Derulo

Entre el estudio de tatuajes y el Más Allá

Pipa entró en nuestra oficina con unas enormes gafas de sol de Prada que yo misma había ido a comprarle unos días antes, cuando olvidó coger las suyas de casa. Diría que eran fabulosas, pero no soy de esas personas que usan dicho término. Pero lo eran, que conste. En los dos años que llevaba trabajando para ella había aprendido el mínimo que no sabía sobre estilo cuando empecé y, además de poder trabajar con más soltura hablando sobre prendas, shootings y campañas de publicidad en redes sociales, había aplicado algo sobre mi propia persona, pero nunca llegaría al nivel de mi jefa. Creo que por eso me contrató, porque sabía que esta chica morena, bajita, con pecho pequeño, ojos demasiado grandes, pelo moreno y propensión a las ojeras, nunca le haría sombra. Soy coqueta, pero a veces ni siquiera me echo maquillaje. Mi madre me enseñó que el minimalismo puede ser sinónimo de estilo y siendo tan pequeña como soy…, nunca me vi demasiado bien recargada. Sin embargo, Pipa podía permitirse ponerse encima todo Bollywood si quería. Siempre estaba absolutamente perfecta. Era una puta diosa. La típica chica tan guapa, estilosa y forrada de pasta que solo puedes odiar en silencio. Pero no le tenía manía por ello, es que además, aunque tratara de disimularlo, era odiosa. No por ser guapa, eh. Eran conceptos independientes. Jimena siempre me pareció de una belleza apabullante y era más maja que las pesetas. Y rara. Pero no estamos hablando de eso.

Se quitó las gafas de sol frente a mi mesa, mientras yo revisaba entre mis papeles el programa para el viaje que tendríamos la semana siguiente a Milán. Antes de todas nuestras salidas por trabajo, Pipa exigía un dosier donde se explicase cada paso que fuéramos a dar y toda la información pormenorizada…, cosa que no me parecería mal si no fuera porque al final el programa servía como posavasos y nada más. Se la sudaba un mundo. Y yo, además, nunca conseguía cumplir porque sus «ideas de última hora» convertían el viaje en una especie de concurso a lo Humor Amarillo.

Y en ello estaba cuando se paró frente a mi mesa y me clavó la mirada.

—Qué desastre —murmuró.

—Lo sé. Tengo la mesa un poco desordenada. Pero es el despunte de caos antes del orden —intenté sonreírle.

—Me refería a tu cara. ¿No te has maquillado?

Me mordí el labio superior con saña para no contestarle. Llevaba mi pintalabios intacto (porque me lo había retocado hacía un segundo, después de tomar café) y en un alarde de buenas intenciones hacia mi cara de muerta, me apliqué rímel antes de salir de casa. Me había visto favorecida al mirarme en el espejo a pesar de la resaca, pero estaba visto que me equivocaba. Me imaginé volcando la mesa al más puro estilo western, pero levanté la mirada hacia ella, dócil.

Aunque al principio de nuestra relación profesional Pipa jugó a ser mi amiga, hacía ya mucho tiempo que parecía que yo no le interesaba más de lo que lo hacía la chica que planchaba sus camisas de Ermenegildo Zegna, así que no iba a contarle que no había pegado ojo por culpa de todo lo que había desencadenado volver a ver a Leo. A Leo con Raquel. Me hubiera encantado, que conste. Que se sentase a mi lado, nos tomáramos un cappuccino juntas y compartiéramos algo cuqui, como unos macarons, mientras nos dábamos un descanso y hablábamos de hombres; pero ella no comía, yo no tenía permitido tomarme un descanso y no era de esas personas dignas de tu confianza. Ya le conté algo sobre él cuando fingía que era mi amiga y no quería darle más información con la que pudiera martirizarme después, como la experiencia me decía que terminaría haciendo.

—He pasado mala noche —me excusé.

—Ya. Se nota. Te he dicho mil veces que deberías tener en tu mesa un kit de maquillaje. Y deberías cuidarte la piel, Macarena. No vas a tener veinte años toda la vida.

—Tengo casi treinta.

Me miró como si no me entendiese, supongo que porque: a) no le interesaba lo más mínimo mi edad y b) no comprendía que alguien no se restase años. Me toqué la mejilla disimuladamente. Estaba suave e hidratada, pero… desnuda. ¿Tendría que empezar a aplicarme fondo de maquillaje a diario?

—¿Qué tal la fiesta? —Cambié de tema.

—Fabulosa. —Ella sí era de esas personas que dicen «fabulosa», claro—. Llama a la community manager de Möet y que te pase todas las fotos que hicieron, ¿vale? Elige las mejores, pásamelas para que les dé el ok y escribe algo para el blog.

—¿Meto también información sobre el look y el maquillaje y peluquería?

—El look, sí. El maquillaje y la peluquería, no.

—Pero te lo hicieron gratis… —le recordé.

—Esa mención en mis redes cuesta ochocientos euros. No voy a regalarles publicidad por un semirecogido y un poco de pintalabios.

¿Un poco de pintalabios? Por el amor de Dios. ¡Si hasta le pusieron una mascarilla con oro de 24 quilates! Probablemente la hora de desmaquillarse fue como emprender la tarea de restaurar una obra del Renacimiento.

—¿Y si los menciono en un stories de Instagram? —le propuse con las cejitas levantadas, segura de que era una gran idea.

—¿Qué tal si velas por los intereses económicos de la persona que te paga?

Me callé. Ya me tocaría lidiar con ellos para dar explicaciones…

—Oh… —se quejó al dejarse caer en su mesa y encender un ordenador que solo iba a usar para hacer «cosas cuquis»—. Tía, qué mala cara tengo. Qué mal me sienta trasnochar.

Le eché un vistazo, allá, reclinada en su cómoda silla de mil euros, peinada y maquillada como una estrella de cine, tan guapa que se merecía que la matase haciéndole tragar todo mi bote de clips.

—No digas tonterías —murmuré.

—Yo NUNCA digo tonterías.

«Coge aire. Suelta el aire. Despacio. Calma. Estás bien pagada. Tienes seguro privado. Viajas mucho. Estás haciendo muchos contactos. Si todo el mundo considera que tienes un trabajo genial… será porque es genial y tú un poquito negada para verlo. En un momento dado conocerás a alguien en una fiesta que necesitará a una persona con tu formación y experiencia como gestora de eventos, community manager, personal assistant y te dará un trabajo serio. Y un abrazo. Eso también lo necesitas».

—Maca…, ¿puedes ir a buscarme un zumo? Estoy seca.

«Seca te dejaba yo de un zapatazo».

Estuve a punto de sonrojarme por la violencia de mi pensamiento. Juro que me vi a mí misma asestándole zapatazos.

—Claro. Dame un segundo que termine de repasar esto.

—Por supuesto. Total, ¿qué más da que me dé una lipotimia mientras espero?

Cogí el ratón con tanta fuerza que temí clavármelo en la palma de la mano. Respiré hondo de nuevo y recordé que debía convencerla para salir al menos a las siete y media. No iba a tener el atrevimiento de pedir salir a mi hora oficial (las seis de la t

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