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Si decides volver

Carolina Casado
Carolina Casado Magano

Fragmento

cap-3

1

BLAKELY

En la actualidad

—Quítate el flequillo de la cara.

La voz de mi hermana Aubree me zarandea con impaciencia desde la izquierda. La ignoro y sigo leyendo en silencio, con la cabeza un poco inclinada, el cartel que cuelga de la pared: «Una de las mayores ventajas del levantamiento de glúteos con grasa propia es la ausencia de cicatrices en las nalgas, ya que la infiltración se realiza a través de cánulas».

—Blake.

«El volumen de las nalgas se considera estable en un periodo aproximado de cuatro a cinco meses». Sonrío.

—Blake, quítate el flequillo de la cara —sisea Aubree, esta vez mucho más cerca de mi oído.

«Sus glúteos tendrán un aspecto totalmente natural por tan solo 6.500 dólares. Pida cita sin compromiso para conocer el procedimiento y no se olvide de traer una copia de sus antecedentes médicos».

—¡Blake!

El grito de mi hermana levanta una oleada de indignación por toda la sala de espera. Alguien rechista, algunas personas suspiran, pero la mayoría nos mandan callar directamente. Supongo que un hospital no es el mejor lugar para escuchar un nombre que no es el tuyo.

—¿Qué quieres? —Me inclino sobre Aubree, que tiene las mejillas rojas. Creo que está más enfadada que avergonzada.

—Ya te lo he dicho. Que te quites el flequillo de la cara.

—¿Por qué?

—Nadie te va a reconocer.

Ahora me toca a mí suspirar y revolverme en el asiento.

—No te preocupes. Seguro que con tu grito has alertado a todo Green Falls de que Blakely Hardy ha vuelto a casa.

—A mí eso me da igual —insiste Aubree, pegando su cabeza a la mía para que nadie pueda oírnos—. Solo quiero que se entere el médico.

—Aubree, no te van a atender antes solo porque yo te acompañe.

—Quizá tiene una hija y es fan…

—¿Y si tiene un hijo?

—Entonces seguro que puedo colarme.

Se me escapa una risita. Mi hermana y sus pájaros. Mi hermana y su jaula, siempre abierta.

—Subestimas mi capacidad para resultar invisible cuando me lo propongo —le suelto.

—Mira, ahí está el doctor. —Aubree se tapa la boca y se endereza a toda velocidad—. Muévete así, que te vea la cara.

Obedezco por una sola razón: cuanto antes atiendan a Aubree, antes podremos volver a casa. El mundo deja de oler a champú por unos segundos y me vuelve a invadir un olor esponjoso, a guantes de vinilo y a desinfectante. Me aparto el flequillo con los dedos lo suficiente como para que asomen mis pestañas y sigo con la mirada a un señor con bata que no me mira más de lo estrictamente necesario. No hay curiosidad en sus ojos. No hay nada.

Llama a una mujer que está sentada unas cuantas filas por detrás de nosotras y la hace pasar a su consulta. La puerta se cierra. Aubree se desinfla a mi lado.

—Menudo rollo.

—Te lo dije. —Sueno como mamá, así que le doy un par de palmaditas en la pierna—. Soy famosa, pero no tanto.

—Bah, no te has esforzado lo suficiente. Es imposible que no te conozca.

Intento manejar sus palabras como si fueran algo que debo considerar, pero de un material frágil.

—La próxima vez que vengas al médico, prueba a venir con cita.

—Voy a morirme del aburrimiento —gimotea.

—Vaya, gracias.

Aunque lo parezca, no estamos enfadadas. Las barreras que solemos ponernos contra todo el mundo funcionan de manera distinta entre hermanos. Aubree engarza su dedo índice con el mío y nos quedamos así, medio enganchadas y en silencio. El flequillo me tapa de nuevo los ojos, y ya he leído el cartel, así que paseo la mirada por la sala de espera. A pesar de que abundan los libros y los teléfonos móviles, hay más personas de las que me gustaría observándome sin ningún disimulo. Siento que el flequillo no sirve de nada porque sus pupilas se me clavan como flechas mal disparadas. Estoy expuesta, demasiado expuesta. «¿Qué estarán pensando? ¿Qué estarán viendo?».

—¿A dónde vas? —pregunta Aubree con pereza cuando me pongo de pie.

—Al baño —respondo. Fuerzo una sonrisa—. No tardo nada.

Me pierdo en aquel laberinto de consultas hasta que encuentro los baños. Estoy sola, por fin. Suspiro con los brazos extendidos y apoyados sobre el lavabo. Alguien ha estado aquí hace poco; las gotas de agua han salpicado la cerámica gris y el espejo.

Menuda idea de mierda. ¿Qué se me estaría pasando por la cabeza para decirle que sí a Aubree cuando me preguntó si podía acompañarla al dermatólogo? La muy estúpida se había presentado sin cita porque pensaba que yo iba a poder hacer algo, y ahora nos toca quedarnos aquí a saber cuántas horas hasta que un paciente no acuda y libere su hueco.

—Mierda. —Dibujo con los labios, mientras levanto la cabeza con la misma desgana con la que me ha hablado Aubree.

Odio mirarme en el espejo. Desde siempre. Nunca he encontrado lo que buscaba, así que cuando lo intento y fracaso, me enfado conmigo misma. Me produce el mismo sentimiento que esos cumpleaños en los que escribes una lista de regalos y alguien se hace el listillo y te regala algo que no has pedido pensando que va a acertar, y luego resulta que es un horror; pero finges y sonríes, claro…, tal y como estoy haciendo ahora mismo plantada frente al espejo salpicado de un hospital mientras me pregunto quién es la chica que tengo delante.

«Te llamas Blakely. Tienes veintisiete años. Tocas la guitarra y te pagan por ello. Has vuelto a Green Falls, el pueblo en el que creciste, para pasar al menos lo que queda de mes. Quieres a tu hermana a ratos. Tu voz nunca ha importado, ni a ti ni al resto, por eso no te ha reconocido ese hombre y la has decepcionado. Ah, y llevas seis horas sin tomar una pastilla. Enhorabuena», me recuerdo a mí misma.

Me tiemblan las manos cuando saco del bolso el pequeño frasco al que llevo negándole la existencia todo el día. A simple vista, parece un bote de pastillas normal y corriente, pero podría contener ibuprofeno o esos comprimidos para la tos que saben a limón con un regusto a césped machacado cuando te los tragas. Aubree piensa eso, al menos. Sé que lo piensa. Yo me he encargado de que lo piense. Y es mejor eso que la verdad: que su hermana es adicta a muchas cosas, pero sobre todo a la codeína.

«Pero eso está cambiando, ¿verdad?», me digo a mí misma mientras le doy vueltas al frasco. Las pastillas bailan en su interior y, lejos de reconfortarme, el sonido que antes asociaba a momentos de paz tras largas noches de desenfreno ahora me genera un minúsculo vacío en el pecho que no tardará en expandirse como un agujero negro. Y sé cómo detenerlo. Lo he sabido siempre.

Mis dedos se posan sobre la tapa del frasco y parece que me hable: «Sí, preciosa, sí. Una última vez. No vas a aguantar en esa sala de espera mucho más tiempo sin mí. Necesitas hacer que pare. Y no hay otra solución, preciosa. Ya lo sabes».

Cierro con tanta fuerza el puño que el plástico se me clava entre los dedos. El dolor es una sorpresa, es dulce y me abraza.

—No —susurro, aunque el corazón y la cabeza sigan diciendo lo contrario—. No.

Vuelvo a guardar las pastillas en el bolso y me mojo la cara. Hundo las mejillas y la nariz en la cuna de agua que he formado con las manos, siento cómo mis labios se estiran y el frío se cuela entre los dientes hasta caer por la garganta y por algún sitio más.

No sé cuánto va a durar este eufórico episodio de superación personal, pero tengo que aprovechar ahora que me siento más fuerte. Así que, satisfecha y con el flequillo todavía húmedo, me abanico la cara y salgo del baño. Tengo la impresión de que hay menos gente por los pasillos, o quizá los nervios han dejado de jugarme malas pasadas. No importa. Me sentaré junto a Aubree, le pondré ojitos al médico si hace falta y, cuando volvamos a casa, le compraré la agenda más hortera del mundo para que no vuelva a olvidarse de este tipo de cosas y, de rebote, se olvide un poco más de mí.

Ese era el plan, pero todo se tuerce cuando soy incapaz de encontrar a Aubree. Su asiento, o el que yo creo que es su asiento, está vacío. No consigo recordar la sala de espera en la que nos habíamos sentado, tampoco encuentro el cartel que anunciaba una nueva y mejor vida para todos los traseros del mundo. Debería haber prestado más atención al camino que conducía a los baños o haberme quedado allí. Mierda. Doy vueltas por todo el maldito hospital, pero cada paso que deshago suena como un bote de pastillas derramándose sobre el suelo encerado. A lo mejor Aubree ha entrado ya a la consulta, a lo mejor…

Una puerta cualquiera se abre a mi derecha y un chico sale al pasillo tras despedirse de su médico. Me detengo por inercia al oír su voz. Cada vez que escucho una voz así de profunda, rugosa como la última frase de una canción que no teme ser cantada, algo en mi cuerpo se detiene. Rebobino, me transporta a mi adolescencia y me impide seguir avanzando. Los recuerdos son trampas y esa clase de voz es la trampa más peligrosa de todas.

Pienso seriamente en abandonar la búsqueda y escapar, pero el chico se da la vuelta y quedamos cara a cara. Él también se detiene, y no entiendo el porqué hasta que me veo reflejada en sus ojos, que son de un color ambarino, tostado, una mezcla del cielo en verano y primavera. Lleva el pelo más corto, a la altura de las orejas y aclarado por el sol, aquel que solo yo quería encontrar en todas nuestras escapadas. Ha cambiado, y he necesitado menos de un segundo para darme cuenta; el tiempo que tuvimos gotea entre nosotros y ya no brilla como antes. Sus cejas se unen en una línea perfecta y yo me pierdo completamente en ese gesto, me pierdo de verdad. Quizá él haya olvidado quién soy, pero yo nunca lo he olvidado a él.

Silas: el primer y último chico del que me enamoré.

2

SILAS

En la actualidad

Creo que estoy soñando.

¿Blakely? ¿Blakely ha vuelto a Green Falls? ¿Esto va en serio?

Parpadeo una, dos, tres veces. Una vez leí en algún sitio que, cuando estamos soñando, la imagen que tenemos de nosotros mismos tiende a estar un poco deformada y, para salir de dudas, recomiendan mirarse y tocarse las manos. Eso hago, aunque primero debo apartar la mirada de la cara de la chica, lo que me supone un esfuerzo titánico, pero lo logro y saco las manos de los bolsillos. Las observo con detenimiento: tengo cinco dedos en cada mano y los nudillos agrietados, mi anillo está en el dedo de siempre y luce las mismas muescas de siempre.

No, definitivamente no estoy soñando. Pero la alternativa tampoco es fácil de digerir.

Mi cabeza es un remolino de actividad y de pensamientos sin sentido mientras alzo la mirada de nuevo. Ella parece tan sorprendida como yo. La cabeza le cae hacia un lado, sin fuerza, y ha cruzado un brazo sobre el otro para sujetar la cremallera de su bolso como si fuera la correa de un perro al que no han dado amor en su vida.

No, esto no puede ir en serio. Ella no puede estar aquí. Blakely se encontraba donde ella quería estar: lejos.

Lejos de Green Falls.

Lejos de mí.

Esta chica se parece a ella, pero nada más. Está muy delgada y apenas se le ven los ojos con ese flequillo largo y lacio…, pero la forma en la que me está mirando… Es como si aún recordara todo, como si aún quisiera que esto importara.

—¿Blakely? ¿Eres tú? —murmuro, y me siento un idiota por preguntar algo tan obvio.

Asiente, o eso parece. Me cuesta asimilar tantos detalles y gestos distintos. Me cuesta relacionar a esta Blakely con la persona que, como un eco lleno de posibilidades interrumpidas, convive conmigo desde que se fue.

Abro la boca dispuesto a decir algo más, sin saber el qué, pero Blakely coge aire y yo espero. Espero porque me invade una sorpresa diferente, más afilada, y, en ese momento, ella se da la vuelta y se dirige hacia la salida. De sus labios no sale ni una sola palabra.

Muy bien.

Sigo la estela de su pelo rubio, casi plateado, hasta el exterior del hospital. Cuando la alcanzo, Blakely está en el inicio de los escalones que la separan de la acera. Como gritar su nombre solo sirve para desgastarlo, pruebo a sujetarla por el brazo, pero ella se revuelve con furia.

—Espera —le ruego—. ¡Blakely!

—Tengo que irme. —Su voz. Cuántas veces he deseado volver a escucharla, aunque nunca imaginé que sonaría así de enfadada si volvíamos a reencontrarnos. Otro golpe de realidad más—. ¡Suéltame, Silas!

Obedezco y doy un paso atrás. Ella se recoloca el jersey y el pelo y respira muy rápido, pero no sale corriendo otra vez.

Allá vamos:

—Así que recuerdas quién soy.

Blakely me mira de reojo, herida.

—Pues claro. Seré una cabrona y todo lo que tú quieras, pero no soy estúpida ni tengo problemas de memoria.

—Si esperas que lo primero que salga de mi boca sea un reproche…

—¿Qué otra cosa podrías querer de mí, si no?

—Saber por qué estás aquí, por ejemplo.

—Esa es una historia muy larga —bufa.

—¿Cuándo ha sido eso un problema para ti?

«O para mí», pienso.

El sol es una débil caricia sobre nosotros y sobre esa pregunta que nunca recibirá respuesta. Blakely se masajea las sienes y parece encoger varios centímetros mientras masculla:

—Mira, Silas, he tenido un día muy difícil. Suena a excusa, pero es verdad.

—¿Desde cuándo estás aquí? —insisto.

No me gusta presionarla. Nunca ha sido mi estilo hacerle eso a nadie, pero tengo el cerebro desconectado y noto el corazón como una pelota de tenis rebotando entre la emoción y la cautela.

Las manos de Blakely caen desde su cabeza y se posan en sus caderas con aire resignado.

—Desde hace tres semanas —responde.

Y mi boca se adelanta para decir:

—No me has buscado.

—Ya no somos unos adolescentes, Silas —replica ella, y se acaricia con la lengua una cicatriz que tiene en el labio superior—. Han pasado… ¿Cuánto? ¿Diez años?

—¿De verdad no lo recuerdas?

Su forma de tragar saliva me dice que sí, que lo recuerda perfectamente.

—Tengo… tengo que irme a casa.

Uso toda mi fuerza de voluntad para no preguntar dónde vive ahora.

—¿Quieres que te acerque? —digo en su lugar.

—No, gracias. —Se apresura a negar con la cabeza.

Me da la espalda, empieza a bajar los escalones con urgencia. Los «tal vez» me queman en la lengua y me invade una incertidumbre amarga e injusta. Somos las personas que nos cambiaron, al fin y al cabo, que nos ayudaron a encontrar la pieza que faltaba. Y supongo que Blakely siempre será esa persona para mí.

—¿Por qué has vuelto? —exclamo a sus espaldas.

Blakely se detiene y contesta, sin girarse:

—A mí también me gustaría tener respuesta para eso.

Suena triste, en un registro que no consigo ubicar dentro de mi memoria. Una tristeza más madura. Una tristeza nueva que cada uno hemos aprendido a afrontar por separado.

—Me alegro de verte —susurro.

Ahora sí; ella se gira por un instante. Me sonríe con dulzura, los ojos oscurecidos y llorosos, y mi pecho se vacía de algo que no consigo descifrar.

—Yo también —responde.

La veo marcharse, pero ya no intento detenerla.

Blakely Hardy ha vuelto a Green Falls después de casi diez años. Aunque creo que solo lo ha hecho su fantasma.

3

BLAKELY

Hace diez años

Pensaba que conocía el frío, pero no lo he hecho hasta que me he sentado en las escaleras del instituto el segundo jueves de octubre. Las clases han terminado hace ya un par de horas y el horizonte poco a poco se entrega a su sombra. Estoy sola y llueve. Ha empezado a diluviar en algún momento y yo he seguido sentada, inmóvil bajo la tormenta. Tengo el pelo pegado a las mejillas y la ropa empapada, tiemblo tanto que ya no distingo dónde empieza y dónde acaba mi cuerpo porque todas las sensaciones se parecen y todas me llevan al mismo rincón helado de mi pecho.

No quiero volver a casa. Esta tarde no.

Estiro las piernas sobre la gravilla y muevo los dedos dentro de las Converse para que no se congelen. Al menos hoy no he traído la guitarra. Pasaría a afrontar dos problemas en lugar de uno y, aunque no tengo espíritu de apagafuegos, me gusta elegir las llamas sobre las que salto, o al menos en las que caigo.

Algo parecido escribió Conrad en nuestra última canción: «Will you visit hell to rescue me? Will you come home and blow on my scars?».

Estoy tarareando el estribillo, mientras me pregunto si el ligero parecido con la famosa canción de The Offspring es pura coincidencia y, en ese momento, distingo los faros de un coche a través de la cortina de agua que me separa físicamente del resto del mundo. Me incorporo, curiosa y esperanzada a partes iguales, pero mi madre no tiene una camioneta por lo menos con veinte años en cada rueda. Además, tampoco sabe que estoy aquí. La puerta del conductor se abre y tengo que ponerme de pie y acercarme un par de pasos para distinguir a la persona que la abre desde dentro.

Lo conozco.

Reconozco al chico de pelo largo y ondulado que me mira como si me faltara un tornillo o dos. Coincidimos en varias clases, la de Literatura, la de Psicología y la de Ciencias del medio ambiente por lo menos desde hace un par de cursos, pero apenas hemos hablado alguna vez en todo este tiempo. Yo me suelo juntar con la gente popular y con mis amigos, que también son… populares. Él se sienta en la última fila, siempre en la misma esquina, y se rodea de otro tipo de gente. Gente no tan importante en el escalafón del instituto, es decir, normal.

Creo que puede oír lo que estoy pensando desde aquí, porque suspira y su mano tamborilea sobre el asiento vacío que tiene al lado. Un asiento que está reservado para mí, al parecer.

Tal y como yo lo veo, me quedan dos opciones: tentar a la suerte quedándome sentada en estas escaleras y sufrir una hipotermia, o subirme a esa tartana, que no creo que tenga ni calefacción. Cuando todavía no me he decidido, un fogonazo de luz ilumina el cielo durante unos segundos y se transforma en la clase de trueno que augura una persistente tormenta.

El universo ha hecho su pequeña apuesta personal. Genial.

Con toda la dignidad que puedo reunir, teniendo en cuenta que estoy calada hasta los huesos, camino hacia el chico y su camioneta. «Se llama Silas», susurra una voz en mi cabeza. Me subo, la manija resbala cuando cierro la puerta. Intento no moverme mucho porque tengo la sensación de que estoy empapándolo todo.

—Perdón por mojarte el coche —murmuro. Sueno acatarrada, y eso que me he aclarado la garganta antes de subir.

Silas deja de observarme y agarra el volante con las dos manos.

—Tranquila, no pasa nada.

Me gusta su voz. Es profunda y sincera, como si naciera de sus costillas y no le preocupara si la escucha una persona o lo hacen cien. Algunas voces están condenadas al silencio por muy alto que griten. Una vez escribí una canción sobre eso, aunque a Conrad no le gustó.

Una parte de mí sigue mostrándose desconfiada ante tanta amabilidad, así que le miro sin parpadear y le suelto:

—¿Eres un asesino en serie? ¿Pretendes secuestrarme?

La comisura de sus labios se estira para esbozar una tímida y aturdida sonrisa.

—No.

—Entonces vámonos de aquí.

El interior de la camioneta huele a ambientador viejo, a tela de asientos desgastada por distancias y personas. Todavía no ha arrancado, pero yo me aprieto contra la ventanilla.

—No sabía que tenías el pelo rizado —susurra Silas; no sé si lo hace para entablar una conversación o porque de verdad le sorprende, pero lo único que consigue es que apoye la cabeza contra el cristal con más fuerza y me dedique a la mera contemplación mientras conduce.

El cielo de Green Falls no se calma. La lluvia ha vaciado y oscurecido las calles, y por un momento siento que estamos en un pueblo fantasma, en una de esas ciudades ficticias que los cartógrafos inventan y colocan sobre un punto aleatorio del mapa para proteger sus derechos de autor. Green Falls es como cualquier otro pueblo pequeño de Maine: casas bajas y con tejados a dos aguas, el bosque comiéndose la carretera, tiendas muy pequeñas, la falta de ruido en las horas más bajas. Me da la sensación de que crecer en un lugar así te hace sentir que tu existencia no tiene mucho sentido si el mundo parece empeñado en no recordarte.

Silas y yo viajamos en silencio. Noto una brisa caliente en los brazos (así que este trasto sí tiene calefacción después de todo), pero no puedo dejar de estremecerme cada vez que mi piel roza la tela húmeda del jersey y los vaqueros. Él no hace ningún comentario al respecto.

Minutos más tarde, detiene la camioneta y estira los brazos, como si diera por finalizado el trayecto. Estoy absorta jugando a las carreras con las gotas de lluvia que se deslizan por la ventanilla, y ha perdido la gota más redonda y perfecta que recuerdo, así que me cuesta ubicarme unos segundos. Al ver dónde estamos, el corazón se me sube a la garganta.

—¿Me has traído a casa? —Me giro hacia él—. ¿Cómo sabes dónde vivo?

La camioneta entera parece crujir cuando Silas se gira hacia mí. Su lenguaje corporal transmite calma, pero sus ojos color miel parecen esconder otro tipo de emociones que nada tienen que ver con las sobras de nuestro antiguo silencio.

—Hiciste una fiesta de cumpleaños en tu casa. En sexto. —No me doy cuenta de que he dejado de respirar hasta que el aire escapa de mis pulmones como si lo hubiera atado a una cuerda y yo tirara y tirara. Silas malinterpreta mi angustia y se apresura a añadir—: Invitaste a todo el curso.

—¿Y todavía te acuerdas?

Silas se encoge de hombros. Creo que se siente idiota; yo también, pero solo un poco.

No sé si será un asesino en serie de verdad o solo un samaritano con una melena envidiable y una memoria prodigiosa, pero ni de coña pienso entrar en mi casa. Las luces del salón están encendidas. Pero mi madre todavía no ha llegado porque la entrada del garaje sigue vacía; mi padre estará viendo la tele.

La parte de mí que siempre se ha sentido un cervatillo traga saliva antes de enfrentarse a Silas, que no ha dejado de observarme en ningún momento.

—No quiero volver a casa —le explico—. Todavía.

Odio esa palabra. Algún día me la tatuaré y le pondré una gran cruz encima.

Silas asiente, como si ya se lo esperase. Me fijo en sus cejas rubias y pobladas, en su nariz corta y ligeramente torcida desde esta posición.

—¿A dónde quieres ir? —me pregunta.

—Llévame a cualquier sitio, adonde sea —respondo, moviéndome hasta quedar encogida sobre el asiento. El frío es una llama pasajera en mi piel, en la camioneta.

—Deberías cambiarte primero.

Me quito una pielecita muerta de los labios con los dientes y reitero:

—No voy a entrar en casa ahora.

—Pues yo no tengo ropa que pueda prestarte.

—Llevas una sudadera.

—¿Y qué quieres decir con eso? —Silas suena más sorprendido que enfadado.

—Que podrías dejármela un rato. —Mi cuerpo parece de cartón cada vez que cometo el error de moverme o respiro muy fuerte—. Me vendría bien, ya sabes. Para no morir congelada en tu coche, no tener que dar explicaciones a la policía…

Silas sujeta el volante con fuerza, como si estuviera conduciendo por el camino de tierra que separa el pueblo de la carretera estatal.

—No llevo nada debajo —confiesa.

La pizca de agradecimiento que sentía se transforma en una impaciencia abismal.

—¿Qué clase de persona se pone una sudadera sin llevar una camiseta debajo? —protesto.

Silas no responde inmediatamente. Se rasca la nariz, gesto que convierte los mechones de su cabello largo en estrellas líquidas. No lo hago aposta, pero estornudo, y él refunfuña antes de abrir la puerta y bajarse del coche. Me había olvidado de la tormenta; la lluvia sigue golpeando con brutalidad el asfalto y la copa de los árboles. Mi jardín.

Le escucho rebuscar en la parte trasera de la camioneta. Cuando se sube al coche otra vez y cierra la puerta, la ilusión de que el mundo ha dejado de girar ahí fuera también vuelve, pero solo a medias.

—Toma.

Silas, con la cara y el pelo mojados, me tiende algo que parece una manta. La desdoblo mientras él utiliza su sudadera para secarse y entonces…

—¿Una manta para niños?

Se encoge de hombros, todavía sin mirarme, como queriendo decir: «Es lo que hay». Ahora es mi turno para refunfuñar mientras me separo del asiento y trepo sobre el cambio de marchas para dejarme caer sobre los asientos traseros. Silas no protesta, lo que hace la situación mucho más incómoda.

No me gusta su silencio. Se parece al mío: cargado de trampas, de agujeros.

Noto los dedos pegajosos cuando agarro el jersey por el dobladillo. Levanto la cabeza; el mundo es mucho más oscuro aquí detrás porque la luz del techo está fundida y la camioneta tiene los cristales tintados, pero distingo la mirada de Silas en el retrovisor interior. Sus ojos se clavan en los míos como… como si lo que brillara en ellos fuera una chispa de diversión.

—Por mí, ya puedes empezar a conducir —le sugiero.

«Si intenta mirarme mientras me cambio, nos estrellaremos», pienso.

Pretendía sonar desafiante, pero me ha temblado un poco la voz al final. Para mi sorpresa, él mueve el retrovisor hasta que desaparezco de su campo visual. Entonces, y solo entonces, arranca la camioneta, y yo me quedo en la misma postura intentando asimilar que un chico como él no le haya seguido el juego a una chica… a una chica como yo.

—Así que no pensabas mirarme después de todo —se me escapa.

—No soy esa clase de persona. —Suena asqueado, lo que me hace sentir asqueada a mí también.

—¿Y quién eres?

—Cámbiate, Blakely.

Es la primera vez que le oigo pronunciar mi nombre. Ya nadie me llama así, además. Para mi familia, siempre he sido Blake. Incluso los profesores empezaron a acortar mi nombre con el paso del tiempo. Mis amigos y la gente de la banda se refieren a mí como Blaky Blake desde el año pasado. Y yo… yo no sé en quién pensar cuando pienso en mí misma.

Silas, sin saberlo, acaba de crear algo nuevo. Distinto. Sin mácula.

Aprieto los dientes mientras me quito el jersey. La tela húmeda me muerde la piel y peleo contra ella en silencio, porque ya me siento bastante patética por hoy. Repito el proceso con mi camiseta interior hasta que me quedo en sujetador. Está más o menos seco, así que decido dejármelo puesto. El retrovisor sigue apuntando al techo: podríamos tener un accidente si Silas no condujera tan despacio. Creo que por eso lo hace.

Me quito las zapatillas, los calcetines y los vaqueros, y dejo toda mi ropa hecha un gurruño en el suelo de la camioneta. Quiero preguntarle a Silas si lleva encima un coletero, pero me sabe mal distraerle después de mi metedura de pata. Pruebo a peinarme el pelo con los dedos y aplastarlo a los lados, pero sigue muy mojado y rizado.

«Podría haber sido peor —me consuelo—. Podría haberme recogido un verdadero asesino en serie».

Me envuelvo con la manta que me ha prestado y me tumbo en los asientos, dándole la espalda. Si encojo las piernas y los brazos y finjo ser pequeña, la manta me cubre casi por completo. Ojalá la vida real permitiera que volviéramos a sentirnos como niños de vez en cuando, sin engaños. Así podríamos protegernos a nosotros mismos de todo lo que nos roba el crecer y recordar.

El bamboleo de la camioneta junto con el ruido de la lluvia es muy agradable y no tardo en entrar en calor. Algo se me clava en el codo y descubro que es la púa que llevo siempre en el bolsillo del pantalón como amuleto. Se me ha debido de caer mientras me cambiaba. La cojo y la aprieto con gratitud contra el pecho y cierro los ojos.

—Gracias —murmuro, mientras acaricio el plástico con los dedos.

Espero que Silas sepa que lo digo por él. Escucho que ajusta el retrovisor de nuevo y entonces me quedo dormida.

4

BLAKELY

En la actualidad

Mi padre me dijo una vez que la única manera de ser felices es recordar los años en los que no lo hemos sido.

Pienso en eso mientras le doy vueltas a mi vieja púa. Me acompaña desde los doce años y está descolorida por el uso; fue gris una vez. Siempre he tocado la guitarra como quien cuida un jardín o como quien empieza contando una historia por el final.

Pero la delicadeza no crea vida, solo la mantiene. Y yo quería crearla.

A los dieciocho años, después de irme de Green Falls, la guardé en una caja junto con el resto de las cosas que no quería volver a ver… hasta hoy. Hasta mi encuentro con Silas y todo lo que ha despertado con su inesperada presencia.

Apenas he podido dormir. Todos mis avances con las pastillas, todo mi autocontrol, se ha ido a la mierda. He necesitado dos tranquilizantes para que mi cabeza deje de comportarse como una noria de feria estropeada. Silas y yo llevábamos casi diez años sin vernos y yo pensaba… pensaba que él ya no viviría en Green Falls. Joder, lo más normal hubiera sido que se hubiera mudado a otro pueblo o a una ciudad, como me dijo una vez que le gustaría hacer. No, miento. Él no quiso decir eso, aunque lo mencionara. Él nunca contaba mentiras, y si lo hacía a veces, era para que me sintiera mejor porque yo soñaba en voz alta con irme lejos, con arrastrar canciones y quemar kilómetros, mientras él se conformaba con lo que teníamos, con una vida tranquila, aunque yo me empeñara en hacerle ver que eso significaba una vida peor.

Silas…, ¿qué hace aquí todavía? Dichosa palabra, cómo la odio. Seguro que él se pregunta lo mismo, pero de mí. ¿Cuánto habrá cambiado? ¿A qué se dedicará? ¿Habrá montado un restaurante, como prometió aquella mañana entre risas cuando se le quemaron las tostadas? ¿Seguirá leyendo mientras camina por las calles que tienen menos árboles para reducir la posibilidad de chocarse? ¿Guardará las pocas fotos que nos hacíamos fingiendo que no era necesario esforzarnos en guardar recuerdos porque siempre íbamos a tenernos el uno al otro? Preguntas que giran y giran en mi cabeza como las góndolas de una noria fuera de control, y cada una muerde más que la anterior.

No tendría que haber venido. No tendría que haber vuelto a Green Falls. No.

Un trozo de pan sobrevuela la mesa y me golpea en el pecho. Levanto la cabeza como un resorte, confundida y molesta a la vez. Aubree me sonríe con inocencia, aunque las dos sabemos que ese mendrugazo ha sido a propósito.

—Es de mala educación excluir a tu familia de las conversaciones, Blake, y más cuando estamos sentadas en la misma mesa.

—¿Qué conversaciones? —farfullo, escondiendo la púa en el bolsillo de la chaqueta y cruzándome de brazos.

Aubree desliza una de sus uñas perfectas por la barbilla, después empieza a dibujar el contorno de sus labios.

—Estás discutiendo tan alto contigo misma que me distraes —dice.

Mi madre, que está sentada a su lado, se ríe.

—Tiene razón, Blake. ¿En qué piensas? —quiere saber.

Había olvidado lo que implica vivir con la familia o, lo que es lo mismo, no vivir sola. Siento que he cogido mi libertad y la he recortado con unas tijeras sin seguir la línea de puntos, como hacía de pequeña con esos libros de recortes para vestir muñecas de papel. Menudo destrozo. Mañana se cumplen tres semanas desde que estoy aquí y no he movido el culo para buscar un hotel. Estoy parasitando en la casa donde viven mi madre, su pareja y mi hermana, y por muy cerca que esté de los treinta, tengo que seguir las mismas normas que los demás: comer y cenar juntos en la mesa, está prohibido poner la tele a un volumen que no consideraría alto ni un adicto al silencio, y a partir de las doce se apagan todas las luces, sin distinción. Es lamentable. Me considero una adolescente sin las ventajas de serlo.

Pero mi madre parece contenta de tenerme de vuelta y su novio la ha convencido para que me deje guardar un par de cervezas y vino en la nevera. Eso es algo, supongo.

—Nada. No pienso en nada —respondo cuando mamá ya se había olvidado de su pregunta.

A excepción del novio de mi madre, William, que no llega a casa hasta más tarde (¿soy una mala persona si no recuerdo de qué trabaja?, me cuestiono), las dos se ponen a parlotear de temas que me interesan poco en comparación con mi propio drama personal. No recuerdan a Silas. Nunca llegué a hablarles de él.

—El alcalde está negociando no sé cuántos mil acuerdos para construir apartamentos en las zonas más residenciales del pueblo —explica mamá mientras apuñala unas patatas para llevárselas a la boca—. Sí, hija, de esos pisos que se alquilan a jóvenes para una o dos noches. Los adultos vamos a hoteles, somos más clásicos.

—Algunos adultos prefieren invadir casas ajenas… —canturrea Aubree, y yo le lanzo una mirada asesina mientras pruebo mi filete. La carne se ha quedado fría y es como masticar un pedazo de goma.

—Se ha derrumbado otra casa. —Mamá mira al techo, como si rezara—. Qué pena. Dentro de unos años, Green Falls será un escaparate más para turistas y habrá perdido todo su encanto.

—Pero ¿había alguien dentro?

—Ay, Aubree, qué comentarios más sórdidos haces a veces. No lo sé, no creo. Era una vivienda antigua en esa calle en cuesta, a la vuelta de la carretera estatal, ya sabes. Ya sabes —repite.

Es escuchar eso y mi cuerpo se tensa y se vacía de aire.

—¿Qué calle has dicho? —inquiero, inclinándome hacia delante.

La trenza rubia de mi madre le resbala por el hombro cuando agacha la cabeza y sus ojos turquesa, que solo ha heredado Aubree, me apuntan a mí.

—Ahora no me acuerdo del nombre, pero cruza el descampado y las casitas bajas, está justo…

—Sí, ya sé dónde está —la interrumpo—. ¿Qué casa se ha derrumbado?

—Hija, no lo sé. Quizá…

—¿El 18? ¿Ha sido el número 18?

Suelto los cubiertos y noto un nudo en el pecho que no me deja respirar. Mi madre parece confundida y Aubree me mira como si yo estuviera chalada.

—No sé de qué casa estás hablando, Blake, pero el derrumbe se ha producido al final de la calle.

La tensión me abandona de golpe, como una ola que se apresura a romper contra la orilla para volver al mar. No es la casa de Silas. Él vivía con su familia en el número 18 de la calle con las propiedades más baratas de todo Green Falls. Recuerdo como si fuera ayer la tarde que pasamos pintando su buzón para que pareciese una tortuga, los días en que dábamos de comer a los animales del descampado y mis peleas con el flequillo antes de llamar a su puerta porque se me rizaba por el sudor que me producía subir la pendiente deprisa. Siempre corría cuando iba a ver a Silas, como si de alguna manera mi corazón supiera que lo nuestro tenía fecha de caducidad y quisiera robarle segundos a mi soledad para fabricar otra a su lado.

Recupero mis cubiertos y sigo cortando el filete, aunque no tengo hambre. No sé por qué me ha afectado tanto, ni siquiera sé si Silas sigue viviendo allí. A lo mejor se ha mudado a otra casa más grande, puede que esté casado y viva con su mujer y tres perros en el centro. No me importa. No puede importarme.

—Estás más rara… ¿Seguro que no tienes nada que contarnos? —Mamá utiliza el plural tan a menudo que me hace sentir que estoy en una entrevista cada vez que hablo—. ¿Todo bien con el grupo?

—Oh, claro. Todo genial. Fantástico.

Aubree, que ya ha terminado de comer, se relame y apoya un brazo en el respaldo.

—He leído en internet que, en vuestro último concierto, una chica le tiró el sujetador a Conrad y que tú lo usaste de biquini para ir a la playa al día siguiente. La chica está muy enfadada, lo considera una falta de respeto; te ha escrito un hilo.

—Aubree —le advierte mamá escalando el tono de voz.

—¿Por qué no hablamos de tu dermatitis? —Señalo a mi hermana con el tenedor antes de empujar mi plato.

Y Aubree suelta un bufido.

—Tú podrías haberte contagiado de dermatitis por usar ese sujetador.

—La dermatitis no se contagia, Aubree. Deberías entrenar el cerebro más que las piernas.

—Ese comentario no me ha gustado nada —interviene mamá, seria.

—¡Joder, mamá, me refería al atletismo! —le aclaro.

Aubree menea la cabeza y después se echa a reír. Termino imitándola, y mi madre nos mira como si no pudiera creerse la suerte que le ha tocado con nosotras, o tal vez la condena, no lo tengo claro.

—Venga, basta de bromas. Háblanos del concierto en Los Ángeles —me pide, y debe de estar realmente interesada porque no se ha levantado a preparar el café.

—No sé qué más contaros…

—¡Blake, corearon tu nombre más de diez mil personas! —protesta Aubree.

«¡Blaky Blake, Blaky Blake, Blaky Blake!». Si cierro los ojos por la noche y me tomo una pastilla y media de codeína, todavía puedo escuchar aquellos gritos y sentir el escenario sobre mi cabeza y la luna bajo mis pies. Cuando tocaba, era como si mis células ardieran y después se regeneraran una y otra vez, y así con cada canción.

—Estuvo bien —les miento. Decir que estaba tan colocada que me pareció la mejor y la peor noche de mi vida sería más exacto, pero esa parte de mí solo la conozco yo; y Conrad—. Ya sabéis que las multitudes me agobian, pero el Hollywood Bowl ha sido el lugar más importante en el que hemos actuado hasta ahora. Fue una gran oportunidad.

Y me estaba quedando muy corta. Los grandes grupos de los últimos tiempos habían tocado allí. Los Beatles actuaron dos veces, en 1964 y 1965; cuando me enteré, casi me hago pis encima de los nervios. Tengo que admitir que fue increíble. Nuestro representante no paraba de insistir en lo afortunados que éramos. «Os espero en la cima, niños», nos soltó tras el concierto, con su habitual e infundado aire a Tom Parker.

Me jode reconocerlo, pero Baby Blue Eyes no habría salido de Green Falls de no ser por él. Ni yo tampoco.

—¿Cuándo sacáis nuevo disco? —pregunta mamá.

—Hace nada que hemos terminado la gira. Necesitamos un respiro. —Procuro que no suene a excusa.

Aubree suspira con aire soñador.

—Tiene que ser alucinante vivir todo eso…, y encima con la persona que más quieres del mundo a tu lado.

Parpadeo. Ah, está hablando de Conrad.

—¿Cómo está? Hace mucho que no hablamos. —Mamá se sujeta el codo y ladea la cabeza: su postura de pillar alumnos copiando en los exámenes.

Trago saliva.

—Bien, Conrad es… Conrad. Nunca quiere descansar. Se ha quedado en nuestro piso en Portland, protegiendo su garganta y componiendo canciones. Lo de todos los veranos. Pero en Navidad vendrá, seguro.

—También podéis dejar que os visitemos alguna vez, ¿no? —me propone.

—Mamá, no seas cortarrollos. —Aubree da una palmadita y casi salta sobre la mesa para cogerme las manos—. ¡Cuéntame otra vez cómo fue la noche en la que conociste a Hayley Williams!

—¿A quién? —pregunta mamá.

—¡A Paramore, mamá, Paramore!

Y entonces vuelvo a hablar de esa noche y cuento las pocas anécdotas con famosos que Aubree se sabe de memoria pero que me pide que repita con la esperanza de que se me escapen nuevos cotilleos, aunque yo soy muy hermética hablando de mi vida. Creo que, después de Silas, nadie ha vuelto a conocerme tal y como soy, y como quiero ser. Mi madre y mi hermana tienen la desgracia de ir recogiendo los pedazos que voy perdiendo cuando estoy demasiado triste o he tomado pastillas, pero hoy intento mostrarme igual de entusiasmada que ellas. Me río con Aubree de esa foto horrible que me sacaron para la Rolling Stone, tranquilizo a mi madre diciéndole que, al ser la guitarrista y no la cara principal del grupo, las probabilidades de que me asesine un fan obsesivo son mucho más reducidas, y les prometo que las invitaré a mi próximo concierto. Sonrío. Sonrío todo el rato.

No sé cómo decirles que he dejado el grupo.

Fue una decisión impulsiva. Una semana después del concierto en Los Ángeles, Conrad y yo nos fuimos a Cancún de vacaciones; él, que se había metido una raya y fantaseaba con tortitas con sabor a maíz, y yo, que deseaba dormir siete días seguidos, estábamos haciéndolo en el hotel cuando me di cuenta de que no podía seguir así. Mi vida no podía ser un enorme sumidero que solo tragaba mierda.

Cuando Baby Blue Eyes pasó de ser un grupo que tenía su estudio en un garaje con paredes forradas de churros de piscina, porque era el único aislante acústico que podíamos permitirnos, a estar en boca de prácticamente todos los jóvenes de Portland y alrededores, mi mundo se transformó en una lujosa ventana sin pestillos. Alcohol, drogas y dinero: con esos tres pilares se construyó mi esperada y nueva realidad. La fama nunca me había gustado, pero al principio solo veía ventajas. Podía completar mi colección de vinilos sin tener que recurrir a eBay. El precio de la ropa o la comida dejó de importarme. Cambiaba de piso como quien cambia de peluquero hasta que encuentra uno bueno. Viajaba siempre que podía, sola o con Conrad. Me subía a un escenario por la noche y los minutos transcurrían a saltos. Encadenábamos una fiesta con otra hasta perder el sentido. Y, mientras tanto, las canciones de Baby Blue Eyes sonaban en la radio y la gente empezaba a añadirlas a la banda sonora de su vida. Recuerdo que una tarde, mientras me hacían las uñas, comenzó a escucharse «Street of Desire» por los altavoces del local. Alcé la mirada y la mujer me sonrió, y después me aplicó dos capas de azul eléctrico sin cobrarme suplemento. «Ostras, soy famosa», pensé.

Poco después, todo empezó a ir cuesta abajo y yo me había cargado los frenos: todas las emociones de las que quería huir y todos los recuerdos que me esforzaba en contener afloraban cuando trataba de poner algo de normalidad en mi vida, y entonces me rompía más y más, como una mesita de cristal cuando se va acumulando una montaña de piedras encima. Descubrí la codeína y se convirtió en mi mejor amiga, como dice una canción de The Be Good Tanyas. La ansiedad, los remordimientos y la tristeza desaparecían, y cada vez era más complicado acudir a su llamada porque me pasaba los días colocada: codeína, anfetaminas, con lo que fuera. Conrad y el resto del grupo estaban igual, aunque yo siempre me mantenía un escalón por encima de ellos. Me creía alguien. Alguien feliz.

Sin embargo, en este último año, la coraza que me protegía dejó de soportar el peso de tantas mentiras, de tanto descontrol. La verdad es que ya no me siento parte de Baby Blue Eyes. Cuando tocaba nuestras canciones pensaba: «No son mías, son de Conrad y los chicos».

Sin la voz de Conrad y su habilidad para la composición no existiría el grupo, Alvin solo se mantenía fiel a su batería y Junior se llevaba su bajo a algunas fiestas con la esperanza de ser el protagonista por una noche. Y yo… ¿Me creía una estrella del rock? No. ¿Me gustaba que los demás pensaran que era una estrella del rock? Dios, no. Dejé de acompañarlos a tantas fiestas y de beber en exceso, aunque una parte de mí se sentía atada a esa euforia que experimentaba cuando la música sonaba y mi cuerpo y mi mente ya no me pertenecían, y a la que yo me empeñaba en llamar «libertad».

Pero yo había elegido esto, entonces ¿qué coño me pasaba? Que llevaba casi diez años de mi vida huyendo, no viviendo. Eso me pasaba.

Después de que Conrad y yo nos acostáramos en aquel hotel con todo incluido de Cancún, esperé a que se durmiera e hice las maletas. Le dejé una nota diciéndole que no podía más, bloqueé su número y el de nuestros amigos, agarré mis pastillas y puse rumbo a Portland para tener algo más que biquinis y sombreros horteras que ponerme. Cuando llegué a nuestro piso me sorprendí de las pocas cosas que indicaban que allí vivía una mujer de veintisiete años que había cumplido todos sus sueños. No fue por el desorden, aunque también, sino que lo que me hizo darme cuenta de que estaba tomando la decisión correcta fue la suciedad que enturbiaba las hermosas cristaleras del salón. Además, había sido yo quien había querido comprar un ático para ver el mar todas las mañanas mientras desayunaba y leía, y afinaba la guitarra, y me reconciliaba conmigo misma con la brisa salada de fondo. Pero nunca había hecho ninguna de esas cosas. Ni una maldita vez.

Empaqueté mi plancha para el pelo, la ropa que había comprado sin ayuda de estilistas, todos mis discos, mi guitarra y los cuadernos de dibujo, y también me llevé todo lo que había traído conmigo de Green Falls cuando me marché a los dieciocho años y que guardaba en cajas desde entonces. Llamé a mi madre y le dije que me gustaría pasar el verano con ella y Aubree, que me vendría bien para desconectar. Las dos fingimos que era normal esa llamada, como si hubiéramos estado hablando mucho los últimos años. Organicé la mudanza con distintas compañías porque eso, en mi cabeza, ayudaba a acelerar el proceso, y volví al pueblo que me vio nacer, crecer y sufrir.

¿Por qué? ¿Para qué? Todavía no he encontrado una mentira que me resulte lógica. Pero el sentimiento de fracaso que arrastraba no ha empeorado, así que supongo que es una pequeña victoria.

Aubree anuncia que quiere dormir un rato antes de que llegue su hora de entrenar, y esto acaba automáticamente con la conversación. Puede que yo haya firmado autógrafos y que un periodista me haya alabado escribiendo en una revista de tirada internacional sobre «mi majestuosa, visceral y necesaria forma de entender la música», pero mi madre actúa con Aubree como si se estuviera formando para ser ministra, en lugar de estar practicando atletismo.

Ayudo a mi madre a recoger la mesa y nos despedimos con un frío beso en la mejilla antes de subir a la habitación de invitados, que se ha convertido provisionalmente en mi nuevo cuarto. Tras el fallecimiento de mi padre el año pasado, ella decidió reformar toda la casa; cuando la vi por primera vez, sentí que estas paredes no me obligarían a vivir permanentemente en un recuerdo, lo que contribuyó a calmar la ansiedad que palpitaba en mi caja torácica, como un animal enjaulado, desde que decidí volver a Green Falls. La cocina y el salón ahora forman un único espacio, hay un papel pintado de florecitas en cada baño, los muebles parecen nuevos y siguen una estética nórdica que a mi padre le habría horrorizado, todo huele a jabón y a lavanda, la gente que aparece en las fotos que cuelgan entre las florecitas sonríe, y hay una bicicleta estática donde antes había un tocadiscos. Solo reconozco el hueco de las escaleras, pero han colocado un paragüero y el material de deporte de Aubree. Ya nadie puede esconderse ahí.

El sol proyecta tímidas bandas sobre las sábanas revueltas en mi cama. Quiero tumbarme, refugiarme en ellas y tomarme otra pastilla, porque empiezo a experimentar el famoso abismo que me asalta cuando la claridad mental se vuelve una tortura y a mi cuerpo le cuesta responder, pero a través del flequillo vislumbro mi guitarra, abandonada en un rincón desde que William me ayudó a subir mis cosas. De pequeña pensaba que la funda era un ataúd y le suplicaba a mi padre que no la abriera porque temía que dentro hubiera una persona que quisiera cambiarse conmigo. Sonrío con nostalgia mientras me agacho y abro los cierres. El aire se quiebra y se llena de polvo, dentro y fuera de mí.

—Hola, compañera —susurro al contemplar mi Gibson Les Paul.

Fue un regalo de mi padre. Cuando era joven se gastó todos sus ahorros para comprarla y decidió dármela cuando aprendí a tocar «Purple Haze», de Jimi Hendrix, sin ningún fallo a los quince años. Esta guitarra me ha acompañado desde entonces. La tercera cuerda no está entorchada para conseguir un mejor sonido, que yo de pequeña definía como legendario. El mástil está muy gastado, la superficie negra ya no brilla como antes y, por la parte de atrás, se ha caído gran parte del acabado. Podría comprarme otra, pero todo el mundo dice que es parte de mi encanto: usar cosas medio rotas y dar esa imagen.

Vuelvo a dejar la guitarra en su sitio y cierro la funda con rabia.

«Que te jodan, papá».

«Que le jodan al rock and roll».

5

SILAS

En la actualidad

—Pulsa ahí, en la barra de al lado.

—Me pide nombre de usuario y contraseña. ¿Tienes cuenta de Instagram?

—Silas, todo el mundo tiene cuenta de Instagram. —La pequeña arruga en los ojos de Marty se hace mucho más profunda—. ¿De qué cueva te has escapado?

—¿Me vas a decir tu usuario y contraseña o no? —insisto.

—Lo siento, hay partes de mi vida que prefiero seguir ocultándote.

Suspiro y me paso la mano por el pelo, cansado de la actitud entre poco y nada colaboradora de mi hermano Marty. No sé por qué tuve que hablarle de Blakely. Por qué, entre todos mis hermanos, decidí escogerlo a él. «Porque es tu mejor amigo», me obligo a recordar, y me relaja que sus cincuenta kilos de músculo entre brazos, cabeza y torso se inclinen sobre mi hombro para echar un vistazo a la pantalla del ordenador.

—Mira, mira. Este reportaje se hizo el mes pasado. —Me quita el ratón de las manos y pulsa un enlace de Google.

Muevo la rodilla inquieto.

—¿No estamos quebrantando su privacidad?

—Es famosa. Los famosos no tienen privacidad —sentencia él.

Después de mi encuentro de ayer con Blakely, he amanecido lleno de sinónimos: confuso, desorientado, asombrado, revuelto, aturdido… La tercera vez que mi hermano menor me ha preguntado si me pasaba algo, porque yo estaba más callado que de costumbre mientras comíamos sándwiches en el salón, he soltado el nombre de Blakely a la desesperada, como quien pide un deseo por su cumpleaños y sopla todas las velas de la tarta. Marty tenía diez años cuando ella se marchó repentinamente al acabar el instituto, y yo siempre evito hablar del tiempo que ella y yo pasamos juntos, no solo porque me arrepienta, sino porque todavía me duele. Lo único que me quedó de Blakely fue la mitad de un otoño agitado, un invierno a las sombras de su luz, una primavera sin piel y un verano regado por la sal de mis lágrimas y su ausencia. No pensaba que mi hermano se acordara de ella, pero supongo que, cuando el dolor golpea a la persona equivocada, la herida no desaparece, sino que aguarda el momento para resurgir con más fuerza.

Marty me ha obligado a encender el ordenador y, desde entonces, hemos buscado incansablemente información sobre Blakely, lo que nos ha conducido el noventa y cinco por ciento de las veces a su grupo de música. Ahora sé que Baby Blue Eyes tiene más de un millón de oyentes en Spotify, que su canción «Party in Star’s Garden» fue versionada por Coldplay en uno de sus conciertos y que tienen todo tipo de merchandising, como ropa interior con la cara de sus componentes; esto detiene la investigación hasta que Marty decide que ya ha hecho suficientes bromas pesadas al respecto. Mis ojos buscan a Blakely en cada imagen, como las polillas a la luz, aunque Conrad es el protagonista en la mayoría. Leo que están juntos, veo varias fotos de ellos besándose en los conciertos, en las calles de Portland, en playas de arena blanca y aguas casi transparentes que nada tienen que ver con los lugares que visitábamos juntos en la adolescencia. Incluso hay una de hace dos años en la que aparece Conrad pidiéndole matrimonio con un anillo de juguete y ella está sonriendo, aunque me da la sensación de que en realidad desea que se la trague la tierra.

Es una señal bastante clara de por qué llevaba años sin querer saber sobre su vida.

El enlace que ha abierto Marty es una fotografía de la revista People. Debajo de un pequeño rótulo que habla del final de la gira de Baby Blue Eyes aparece un primer plano de Blakely en el que está sujetando la puerta de un coche. Lo primero que destaca de ella es su flequillo largo y enredado, que cae sobre sus ojos entornados por el sol como una fina cortina dorada. Tiene la cara un poco ladeada para mirar hacia el suelo, una sonrisa educada que no curva sus mejillas ni arruga esa nariz que, una vez, comparé con una fresa y mordisqueé. En su labio superior tiene una cicatriz que también observé ayer, con la forma de esas grietas verticales que aparecen en los labios cuando están secos y escamosos. Viste una blusa sin mangas y unos shorts vaqueros, y quedan al descubierto los brazos repletos de tatuajes; la tinta negra se funde con el blanco de su piel como si quisiera borrarla, ocultarla ante los ojos de los demás.

Noto la boca seca cuando Marty se incorpora y apoya sus pesados brazos en el respaldo. La silla tiembla lo suficiente como para sacarme de esa realidad que había empezado a construirse en mi cabeza pregunta a pregunta, reproche a reproche: ¿Quedaba algo de la Blakely que había inundado mi corazón con su amor para después llevárselo y dejar que se secara? ¿Siempre habían sido la misma persona, aunque yo sobreviviera pensando que todo se trataba de un horrible malentendido? ¿Cuánto me había perdido? ¿Cuánto podríamos recuperar?

Mi hermano tose de manera exagerada, así que le miro y espero. Me quedo esperando.

—Entonces ¿esta es tu chica? —me pregunta, serio y con los ojos tan abiertos que puedo ver el acuoso aro de sus le

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