Lo que Alice olvidó

Liane Moriarty

Fragmento

cap-1

1

Flotaba con los brazos extendidos, con el agua acariciándole el cuerpo, envuelta en una fragancia veraniega a coco y salitre. Notaba en el paladar el agradable sabor del desayuno: beicon, café y tal vez cruasanes. Alzó un poco la cara y la luz del sol matinal reverberó con tanta intensidad que tuvo que entornar los ojos para verse los pies. Llevaba cada uña pintada de un color: rojo, dorado, violeta... Curioso. La laca no estaba bien aplicada; había pegotes y se salía por los bordes. Otra persona flotaba a su lado, a la derecha. Era alguien que le caía muy bien, que le hacía reír y que llevaba las uñas de los pies pintadas del mismo modo. La otra persona agitó sus dedos de uñas multicolores en un gesto amistoso y a ella le invadió una soñolienta satisfacción. Una voz masculina gritó en la distancia: «¿Marco?», y un coro de voces infantiles contestó: «¡Polo!». El hombre volvió a gritar: «¿Marco, Marco, Marco?», y las vocecitas respondieron: «¡Polo, Polo, Polo!». Se oyó una carcajada larga y gorjeante, como un chorro de pompas de jabón. Una voz murmuró con insistencia junto a su oído: «¿Alice?», y ella echó la cabeza hacia atrás y dejó que el agua fresca se deslizara silenciosamente sobre su rostro.

Frente a sus ojos bailaban diminutas motas de luz.

¿Era un sueño o un recuerdo?

—¡No sé! —exclamó una voz asustada—. ¡No lo he visto!

No valía la pena darle vueltas.

El sueño o el recuerdo o lo que fuera se desvaneció igual que un reflejo en el agua y una serie de pensamientos inconcretos ocupó su lugar, como si se estuviera despertando de un sueño largo y profundo un mediodía de domingo.

«El queso de untar ¿se considera queso tierno?

No es queso seco.

No es...

... seco en absoluto.

Por lo tanto, lógicamente, diría...

... algo.

Algo lógico.

La lavanda es adorable.

Lógicamente adorable.

¡Toca podar la lavanda!

Huele a lavanda.

No, no huele.

Sí, sí que huele.»

Fue entonces cuando notó el dolor por primera vez. Le dolía un solo lado de la cabeza, muy fuerte, como si le hubieran dado un mazazo.

Sus pensamientos se volvieron más nítidos. ¿Por qué le dolía la cabeza? Nadie le había hablado de dolores de cabeza. La habían alertado sobre una larga lista de síntomas peculiares: ardor de estómago, una especie de sabor a aluminio en la boca, aturdimiento, fatiga extrema... pero no contra aquel dolor palpitante en un lado de la cabeza. Y tendrían que haberlo mencionado, porque era muy fuerte. Pero claro, si una simple jaqueca le parecía insoportable...

El aroma a lavanda parecía acercarse y alejarse, como una brisa.

La invadió otra vez el sopor.

Lo mejor sería volver a dormirse y retomar aquel sueño tan bonito del agua y las uñas multicolores.

De hecho, ¿sería posible que le hubieran hablado de los dolores de cabeza y se le hubiera olvidado? ¡Ay, Dios! ¡Sí que los habían mencionado! Unos dolores terribles, impresionantes...

Había que recordar tantas cosas... No podía comer queso tierno, salmón ahumado ni sushi, por el riesgo de contraer esa enfermedad cuya existencia desconocía hasta entonces. Listeria, una especie de bacteria muy peligrosa para el feto. Por eso te prohibían comer sobras. Un mordisquito a un muslo de pollo del día anterior podía ser letal para el bebé. Las duras responsabilidades de la maternidad...

De momento, procuraría dormir. Sería lo mejor.

«Listeria.

Glicinia.

La glicinia de la valla quedará espectacular si llega a florecer.

Listeria, glicinia...

¡Ja! Qué palabras tan graciosas.»

Sonrió, pero le dolía demasiado la cabeza. Intentó no preocuparse.

—¿Alice? ¿Me oyes?

El olor a lavanda se volvió más intenso. Era un poco empalagoso.

«El queso de untar es como una crema. No es tierno ni seco. Ni demasiado duro ni demasiado blando, como la cama del osito del cuento.»

—Le aletean los párpados, como si soñara.

No había manera. No conseguía volver a conciliar el sueño, aunque se sentía completamente exhausta, como si pudiera dormir para siempre. ¿Todas las embarazadas tenían que soportar aquellos dolores de cabeza? ¿Eran una preparación para los dolores del parto? Cuando se despertase, lo buscaría en un manual.

Una y otra vez se le olvidaba la fuerza perturbadora del dolor, su crueldad, su capacidad para cambiarte totalmente el estado de ánimo. Solo querías que cesara, que cesara cuanto antes. Lo mejor era la epidural. «Deme una epidural para la jaqueca, por favor. Gracias...»

—Intenta abrir los ojos, Alice.

De hecho, el queso de untar ¿podía considerarse queso? Nadie pone una cucharada de queso de untar en una tabla de quesos. Quizá, en el contexto de los quesos untables, «queso» no significaba realmente «queso». Sería mejor que no se lo preguntara al médico, para que no dijese otra vez: «¡Pero Alice...!».

No encontraba una postura cómoda. El colchón parecía de hormigón frío. Daría unas pataditas a Nick para que se volviera y la abrazara. Su bolsa de agua caliente humana...

¿Dónde estaba Nick? ¿Ya se había levantado? A lo mejor le estaba preparando una taza de té.

—No te muevas, Alice. Estate quieta e intenta abrir los ojos, preciosa.

Elisabeth sabría lo del queso de untar; soltaría uno de sus bufidos de hermana mayor y le aclararía la duda. Su madre, en cambio, no tendría ni idea. Se asustaría y diría: «¡Ay, Señor! ¡Me parece que comí queso de untar cuando estaba embarazada de vosotras! En ese tiempo no sabíamos nada de estas cosas...», y ya no pararía de hablar y de preocuparse por si Alice había infringido alguna norma sin darse cuenta. Su madre creía en las normas, y Alice también. Frannie no sabría la respuesta, pero encendería orgullosamente su nuevo ordenador y se pondría a investigar, igual que cuando sacaba la Enciclopedia Británica para ayudar a Alice y a Elisabeth a preparar los trabajos del colegio.

La cabeza le dolía muchísimo.

Probablemente era solo una minúscula fracción de los dolores del parto, pero aun así era muy fuerte.

De todos modos, que ella supiera, no había comido queso de untar.

—¿Alice? ¡Alice!

En realidad, ni siquiera le gustaba el queso de untar.

—¿Habéis llamado a una ambulancia?

Volvía a notar aquel olor a lavanda.

Una vez, cuando estaban a punto de bajar del coche, Nick respondió a algún comentario que había hecho ella en busca de reafirmación con la siguiente frase: «¿Cómo puedes decir eso, mi amor? ¡Sabes que estoy enamorado de ti hasta la médula!».

Alice había abierto la portezuela, había notado el calor del sol en las piernas y había aspirado la fragancia de la lavanda que tenían plantada en el jardín, junto a la puerta de entrada.

«Hasta la médula.»

Había sido un instante de dicha perfumada de lavanda a la vuelta de la compra.

—Ya viene. He avisado al 000. ¡Es la primera vez que llamo a emergencias! Estaba tan nerviosa... He estado a punto de llamar al 911, como si estuviéramos en Estados Unidos. De hecho, he llegado a marcar el 9. Está claro que veo demasiado la tele...

—Espero que no sea grave. O sea... que no me va a caer un

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