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Era noche cerrada. Candice Armstrong estaba a punto de cometer el segundo error más grave de su vida cuando unos golpes en la puerta la interrumpieron.
Al principio no los oyó; una tormenta del Pacífico asolaba las montañas de Malibú, amenazando con cortar la electricidad antes de que pudiera terminar el correo electrónico que estaba escribiendo a una súplica desesperada que debía enviar antes de que
Y antes de perder el valor necesario.
Las luces parpadearon, y Candice masculló un juramento entre En aquel momento oyó los golpes en la puerta, esta vez más más insistentes.
Miró el reloj.Medianoche.¿Quién podía ser a esas horas? Se volvió un enorme y sobrealimentado gato persa que compartía con ella la cabaña,al que disgustaba ver perturbadas sus siestas. seguía durmiendo.
Candice aguzó el oído. Quizá habían sido imaginaciones suyas, provocadas por los truenos, el viento y todo eso.
Más golpes en la puerta.
Echó un vistazo por la mirilla. En el umbral había un hombre empapado de lluvia.No le veía la cara,que quedaba oculta bajo la sombra del sombrero de ala ancha que llevaba, uno de los llamados fedoanticuado, muy de los años cuarenta.Y gabardina.
—¿Doctora Armstrong? ¿Doctora Candice Armstrong? —preguntó una voz autoritaria.
—Sí.
El hombre sostuvo en alto una placa.Departamento de policía de Los Ángeles. Añadió algo, a buen seguro su nombre, pero las palabras quedaron ahogadas por un trueno.
—¿Puedo pasar? —casi gritó—. Se trata del profesor Masters.
Candice parpadeó.
—¿El profesor Masters?
Entreabrió la puerta para poder ver mejor al desconocido. alto y estaba empapado, pero no distinguió nada más.
—¿Sabe que tiene el teléfono averiado?
Abrió la puerta del todo.
—Pasa cada vez que llueve. Entre, agente. ¿Qué pasa con el pro—Detective —la corrigió el hombre antes de pasar,
hombros calados de lluvia.
Candice cerró la puerta para resguardarlos de la tormenta.
—Es difícil de localizar —agregó el policía,como si hubiera conducido hasta allí solo para decirle eso.
A Candice le recordó algo que Paul,el último hombre con quien había salido, le dijo cuando se separaron porque ella no estaba dispuesta a trasladarse con él a Phoenix para convertirse en ama de casa mientras él ejercía de abogado.
—Esto no es un hogar, Candice, sino un escondrijo.
¿Estaría en lo cierto? Pero ¿de qué se escondía? Su mejor amiga,
la había regañado por «dejar escapar» a Paul. Era una buena
había asegurado como si hablara de un faisán. Pero Candice no
pretendía cazar a un hombre, y menos aún a uno que le dijera «Tu
carrera profesional es un asco, así que más vale que te cases conmi
Lo que Candice buscaba era una relación basada en el amor y el compañerismo,pero ambos conceptos la rehuían.En cuanto los hombres descubrían que no serían el centro de su vida, que el trabajo era lo primero, se largaban, de modo que había desistido.
Razón por la que intentó no mirar con fijeza a aquel desconocipero el sombrero le impedía averiguarlo.
—¿Qué pasa con el profesor? ¿Está bien? ¿Le ha sucedido algo? El hombre paseó la mirada por el interior de la rústica cabaña, como si hiciera inventario de las estatuas egipcias, la alfombra orienlas otomanas de cuero,las macetas de plantas,los cuadros y pósters del Nilo y las pirámides.
—Ha sufrido un accidente, doctora Armstrong. Se encuentra en estado crítico y pregunta por usted.
Candice seguía sin ver bien el rostro del policía, que seguía velado por la sombra del sombrero,pero detectó una mandíbula poderosa y una boca de líneas firmes.
—¿Por qué pregunta por mí?
Hacía más de un año que no estaba en contacto con el profesor. —No tengo ni idea.Su teléfono no funciona,así que me han enviado para ponerla al corriente.
Aquel tono. ¿Le fastidiaría que le hubieran encomendado aquel —Voy a coger el bolso.
El policía siguió examinando la estancia y vio la enorme galleta de avena sin tocar junto al teclado, así como una taza de cacao que parecía haberse enfriado. Un tentempié nocturno olvidado por lo que estaba escribiendo, por lo visto un correo electrónico.
Candice cogió las llaves del coche, apagó las luces y al llegar a la puerta se volvió para mirar la pantalla del ordenador y el correo que aguardaba la orden de enviar.Un intento desesperado de salvar su carrera explicando su versión de lo que en realidad había sucedido durante el escandaloso incidente acaecido en el sepulcro del faraón Te
Lo enviaría más tarde.
Al salir se detuvo bajo la lluvia y se quedó mirando el neumático delantero derecho de su coche.Plano como una torta.No tenía tiempo para cambiarlo.
—La llevaré yo —se ofreció el detective a regañadientes.
El policía no le dio más explicaciones durante el trayecto al hospique se encontraba en Santa Mónica,a unos diez kilómetros de dis
No se había quitado el sombrero,pero ahora Candice le veía la arrugas alrededor de la boca,nariz grande y bien formada, recordó al faraón Tutmosis III.
La carretera de la costa del Pacífico ofrecía un aspecto que parecía sacado de una pesadilla, con los cuatro carriles inundados y ríos de barro descendiendo por los barrancos a la luz de los relámpagos que surcaban el cielo negro. Candice ni siquiera alcanzaba a ver las enormes olas que rompían sobre la playa, y los escasos vehículos circulaban a paso de tortuga.
Candice pensó en el profesor Masters. ¿Cuándo habían hablado
por última vez? Hacía un año,tras colaborar en el proyecto Salomón,
habían ido a almorzar. Eran amigos y habían trabajado,
¿por qué preguntaba por ella?
Se inclinó hacia delante como si intentara incrementar la velocidad del coche.
El detective se volvió hacia ella y la examinó.Tensa, nerviosa, sorta en sus pensamientos, silenciosa.
No estaba acostumbrado a aquello. Dieciocho años en la policía habían afinado su instinto. La mayoría de la gente era fácil de calar, mientras que al resto había que dedicarle un poco más de tiempo. embargo, Candice Armstrong era un enigma. Una carrera a medianoche para llegar al hospital donde un amigo suyo yacía en estado
Era una ocasión ideal para un parloteo nervioso,
un cigarrillo tras otro.Pero ella no.Se limitaba a permanecer sentacon la mirada fija en la carretera,pero sin verla,concentrada en otra —Jericó —exclamó de repente.
El detective volvió a apartar la vista de la calzada.
—¿Qué?
—La primera vez que trabajé con el profesor Masters fue en Je
El policía parpadeó. La mujer sostenía una conversación consigo
Poseía una voz inesperada, profunda, firme y madura al mismo tiempo, con un sabor que recordaba al chocolate caliente.
—¿Qué le ha sucedido? —inquirió—. ¿Un accidente de coche? —Se cayó por la escalera.
caído por la escalera?
—Podría haberse matado —comentó al recordar que su antiguo mentor debía de contar más de setenta años.
—Está muy grave.
En el cielo retumbó otro trueno acompañado de un relámpaLa noche había adquirido una cualidad surrealista. No se muera,
Al poco salieron de la carretera principal y enfilaron otra que conducía a la cima del acantilado. Unos minutos más tarde recorrían Wilshire Boulevard, donde entre los limpiaparabrisas divisó el rótulo urgencias.
El policía aminoró la velocidad y entró en el estacionamiento. Candice esperaba que la dejara allí y se marchara, pero el hombre aparcó en la zona reservada a urgencias y cruzó con ella la puerta de doble hoja hasta el ascensor, donde pulsó el botón de la cuarta plan
A la intensa luz del ascensor, Candice vio más arrugas en torno a así como un mechón de cabello rubio oscuro bajo la parte posterior del sombrero, que no se había quitado. Asimismo advirtió con cierta sorpresa que bajo la gabardina empapada llevaba lo que parecía una americana,una camisa blanca de cuello almidonado y una corbata de seda granate con el nudo impecable.¿Lo habían sacado de una fiesta para enviarlo a su casa?
Candice esperaba ver un grupo nutrido de amigos y parientes preocupados montando guardia ante la UCI, pero no había nadie. A excepción de un hombre que bebía agua de una fuente,el vestíbulo aparecía desierto. En el interior tampoco había nadie velando angustiado al profesor.
—¿No han avisado a nadie? —preguntó tras identificarse en el control de enfermería.
—Solo a usted —repuso la enfermera mientras señalaba a Candice uno de los cubículos dispuestos en semicírculo en torno a una batería central de monitores.
Al ver a su antiguo mentor tendido entre las sábanas blancas se le inundaron los ojos de lágrimas.El vendaje que cubría la frágil cabeza, el suero intravenoso en la mano, la cánula de oxígeno en la nariz, y parecía muy anciano.
Le miró las manos, moteadas y amoratadas donde entraba la aguja del suero, y de repente le acudió a la memoria una imagen,
cuerdo de aquellas manos finas trabajando en un papiro antiquísimo
que se había desintegrado en mil fragmentos diminutos.
había dedicado incontables horas a recomponerlo, tardando a veces
dos semanas en unir dos jirones. Lo recordaba con las pinzas,
cando un fragmento a otro, ambos cubiertos de garabatos negros.
—Mira, Candice —había señalado—. Recuerda el alefato y mira. El profesor denominaba las veintidós letras que formaban la escritura hebrea antigua, «alefato», para distinguirlo del alfabeto gre
Había consagrado su vida al estudio de la evolución de los primeros pictogramas escritos hasta un sistema reconocible de letras, y por tanto era uno de los pocos académicos del mundo capaces de leer hebreo antiguo como quien lee el periódico.
Candice tomó una de aquellas manos entre las suyas,
que pudieran recomponer muchos más papiros en los años venide
El profesor abrió los ojos y se la quedó mirando un instante con expresión desconcertada antes de reconocerla.
—Candice, has venido...
—Chist, profesor. No haga esfuerzos. Sí, estoy aquí.
El profesor miró a ambos lados con la expresión cada vez más al
Candice sintió la presión de sus dedos fríos y secos. —Candice..., ayúdame...
Se inclinó hacia él para escuchar.
El detective encontró un lugar junto a un carrito cargado de suministros médicos desde donde podía observar al profesor y su visi
La enfermera había intentado llamar por teléfono a Candice
Armstrong, pero las líneas telefónicas estaban averiadas.
fono móvil, no figuraba en ninguna guía. Pero el anciano,
había exigido que fueran a buscarla, y su agitación había
alarmado al personal hospitalario.
—Traumatismo craneoencefálico, posible hemorragia subdural. Primero debemos estabilizarlo... —le había anunciado el médico, pensando que tal vez Candice Armstrong pudiera calmar al anciano.
en las montañas de Malibú.Puesto que se trataba de una emergencia, el detective se había ofrecido voluntario para ir a buscarla a pesar de
Estaba preparado para aporrear la puerta hasta que se encendieran las luces, pero la doctora seguía despierta y había acudido a abrir muy alterada, envuelta en una tensión que impregnaba la acogedora cabaña.
Pero su nerviosismo se había trocado en una actitud serena y tranquilizadora al inclinarse sobre el anciano.
Treinta y tantos años, ataviada con pantalones de lana marrón y blusa de seda color crema, broche de camafeo rosa al cuello,
Muy femenina, pensó el policía, no el tipo de mujer que trabajaba entre tierra y ruinas. Llevaba el largo cabello castaño recogido con un pasador en forma de nudo celta, pero algunos mechones rebeldes habían escapado del confinamiento y le ocultaban el rostro.Tal vez era guapa, pero ¿qué sabría él?
Su voz era única, eso sí, como si sus cuerdas vocales chorrearan
Ajena al escrutinio del policía,Candice se acercó más al profesor, que hablaba con gran dificultad.
—Mi casa... —susurró—. Ve, Candice. Urgente. Antes..., —Tranquilo, profesor. Se pondrá bien, no se preocupe. —Pandora —insistió el anciano, cada vez más agitado—.
—¿Pandora? ¿Es su gato? ¿Su perro? ¿Quiere que le dé de comer? Voy a llamar a alguien, profesor. A algún pariente. A alguien de la universidad...
El hombre denegó con la cabeza.
—No, solo tú.Ve.
Cerró los ojos y frunció el ceño con expresión de dolor o de
Candice no lo sabía a ciencia cierta. —La Estrella de Babilonia... —balbució. —¿La qué?
Los ojos del profesor permanecieron ce
