Deseo y venganza

Nora Roberts

Fragmento

1

Nueva York, 1989

Stuart Spencer odiaba a muerte aquella habitación de hotel. Lo único positivo era que, al estar en Nueva York, su esposa, que se encontraba en Londres, no podía perseguirlo para que siguiera con la dieta. Había pedido al servicio de habitaciones un sándwich de tres pisos y estaba saboreando cada uno de sus bocados.

Era un hombre corpulento, que ya encalvecía, pero sin el temperamento de natural alegre que uno podría esperar de alguien con su aspecto. Lo tenía amargado una ampolla que le había salido en el talón y también el resfriado, que le embotaba la cabeza. Después de tomarse media taza del té que le habían servido decidió, con su maniático chovinismo británico, que por mucho que lo intentaran los estadounidenses eran totalmente incapaces de preparar un té decente.

Lo que él quería era tomar un baño caliente, una buena taza de Earl Grey y pasar una hora tranquilo, pero temía que aquel hombre tan impaciente que veía plantado ante la ventana lo obligara a aplazarlo todo... tal vez indefinidamente.

—Bueno, estoy aquí, ¡maldita sea! —Frunciendo el ceño, miró cómo Philip Chamberlain tiraba de la cortina.

—Una vista maravillosa. —Philip fijó la mirada en la pa red de otro edificio—. Es lo que da el toque acogedor al sitio.

—Tengo que recordarte, Philip, que no me gusta nada cruzar el Atlántico en invierno. Además, en Londres me espera un montón de trabajo atrasado, todo por tu culpa y por tu inadmisible sistema de trabajo. Así que, si tienes información para mí, me la pasas. Y enseguida, si no es mucho pedir.

Philip siguió mirando por la ventana. Tenía los nervios de punta por el resultado de la reunión informal que había pedido, pero en su fría actitud nada insinuaba, ni por asomo, la tensión que vivía.

—Ya que estás aquí, Stuart, tendré que llevarte a algún espectáculo. A un musical. Te haces mayor y te estás volviendo adusto.

—¡Empieza de una vez!

Philip dejó la cortina en su sitio y se acercó despacio al hombre al que llevaba unos años informando. Su oficio exigía una gracia y un vigor que solo podían ser fruto de la seguridad en sí mismo. Tenía treinta y cinco años y ya un cuarto de siglo de experiencia profesional a sus espaldas. Había nacido en los suburbios de Londres, aunque ya de joven conseguía que lo invitaran a las mejores fiestas sociales, una especie de proeza cuando no había llegado aún la avalancha de los mods y los rockers que acabó con la rígida conciencia de clase británica. Sabía lo que era pasar hambre, al igual que sabía lo que significaba hartarse de beluga. Como quiera que prefería el caviar, se había inclinado por una vida en la que este no faltara. Lo que hacía lo hacía bien, muy bien, pero el éxito no le había sonreído porque sí.

—Tengo una hipotética proposición para ti, Stuart. —Philip tomó asiento y se sirvió un té—. Déjame que te pregunte si en los últimos años te he sido de ayuda.

Spencer tomó otro bocado del sándwich con la esperanza de que la comida y Philip no le provocaran una indigestión.

—¿Piensas pedir aumento de sueldo?
—Es una idea, pero no exactamente lo que tenía en la  mente. —Sabía esbozar una sonrisa especialmente encantadora, que producía grandes efectos cuando se lo proponía—. La cuestión es: ¿Ha valido la pena tener a un ladrón en nómina en la Interpol?

Spencer se sorbió la nariz, sacó un pañuelo y se sonó. —Alguna vez.

Philip se dio cuenta —y se preguntó si a Stuart le había ocurrido lo mismo— de que en aquella ocasión no había utilizado el calificativo «retirado» antes de «ladrón», y de que Stuart no había rectificado la omisión.

—Te veo realmente parco en cumplidos.
—No he venido a halagarte, Philip, sino a comprobar qué demonios te ha llevado a pensar que había algo tan importante para obligarme a desplazarme a Nueva York en pleno invierno.

—¿Qué te parecerían dos?
—¿Dos qué?
—Dos ladrones, Stuart. —Levantó uno de los triángulos del sándwich—. Tendrías que probarlo con pan integral.

—¿Adónde quieres llegar?

En los momentos que iban a seguir se jugaba mucho, pero Philip había vivido la mayor parte de su vida con la vista en su futuro, jugándose el cuello, decidiendo qué hacer en cuestión de segundos. Había sido ladrón, un ladrón de primera, y había llevado al capitán Stuart Spencer y a otros como él a callejones sin salida de Londres a París, de París a Marruecos y de Marruecos al siguiente lugar en el que les esperara el premio. Después había invertido la marcha y empezado a trabajar para Spencer y la Interpol en lugar de hacerlo contra ellos.

Aquello había sido una decisión de negocios, pensaba Philip. Una cuestión de cálculo de las posibilidades y los beneficios. Lo que iba a proponer ahora era personal.

—Planteémonos el caso, hipotético, de que yo conozco a un ladrón realmente inteligente, a alguien que ha tenido a la Interpol tras él durante diez años, a una persona que ha deci dido retirarse del servicio y estaría dispuesta a ofrecer su colaboración a cambio de clemencia.

—Estás hablando de la Sombra.

Philip se quitó meticulosamente las migas de las yemas de los dedos. Era un hombre pulcro, por costumbre y por necesidad.

—Hipotéticamente.

La Sombra. Spencer olvidó el dolor del talón y la molestia del desfase horario. El ladrón sin rostro conocido como la Sombra había robado millones de dólares en joyas. Hacía diez años que Spencer le seguía la pista, le pisaba los talones, lo perdía de vista. En los últimos dieciocho meses, la Interpol había intensificado sus investigaciones, y había llegado al extremo de encargar a un ladrón la captura de otro ladrón: a Philip Chamberlain, el único hombre que Spencer conocía cuyas proezas superaban las de la Sombra. Al hombre, pensó Spencer en un súbito arranque de ira, en el que él había confiado.

—Sabes quién es, maldita sea. Hace tiempo que sabes quién es y dónde encontrarlo. —Stuart apoyó las manos en la mesa—. Diez años. Llevamos diez años detrás de ese hombre. Y tú llevas meses cobrando para encontrarlo y tomándonos el pelo. ¡Has sabido quién era y por dónde andaba todo este tiempo!

—Puede que sí. —Philip extendió sus largos dedos de artista—. Puede que no.

—Me dan ganas de encerrarte y arrojar la llave al Támesis. —Pero no lo harás, porque soy como el hijo que nunca tuviste.

—Ya tengo un hijo, ¡diantre!
—No como yo. —Recostándose en el asiento, Philip continuó—: Lo que te propongo es un acuerdo como el que adoptamos tú y yo hace cinco años. En aquel momento tuviste visión suficiente para darte cuenta de que contratar al mejor tenía ventajas respecto a perseguir al mejor.

—Se te asignó la tarea de atrapar a ese hombre, no de ne gociar por él. Si tienes un nombre, dámelo. Si tienes una descripción, facilítamela. Hechos, Philip, no hipotéticas proposiciones.

—Tú no tienes nada —respondió Philip con brusquedad—. Después de diez años, nada de nada. Y si yo me voy ahora mismo de esta habitación, seguirás sin nada.

—Te tengo a ti.—Spencer lo dijo en un tono sosegado, pero tan concluyente que consiguió que Philip entrecerrara los ojos—. A un hombre refinado como tú la cárcel le parecería un lugar muy desagradable.

—¿Amenazas? —Un breve pero contundente escalofrío recorrió el cuerpo de Philip. Entrelazó las manos y mantuvo la mirada inexpresiva, aferrándose a la idea de que Spencer se estaba marcando un farol. Él no fanfarroneaba—. A mí se me garantizó clemencia, ¿recuerdas? Este

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos