Trilogía de los sueños (Un sueño atrevido | Compartir un sueño | En busca de un sueño) (Trilogía de los Sueños)

Nora Roberts

Fragmento

1

A sus dieciocho años, Margo sabía exactamente lo que deseaba. Que era lo mismo que había querido a los doce: todo. Pero ahora ya había resuelto cómo haría para conseguirlo. Pensaba valerse para ello de su belleza, que era el mejor, y tal vez el único talento que creía tener. Se veía con cualidades para actuar o, como mínimo, para aprender a hacerlo. Tenía que resultarle más fácil que el álgebra o la literatura inglesa o cualquiera de las demás atosigantes materias de la escuela. Pero, en cualquier caso, de una forma u otra, iba a ser una estrella. Y lo haría por su cuenta.

Lo había decidido la noche antes. La noche antes de la boda de Laura. ¿Acaso era egoísmo por su parte sentirse tan mal por el hecho de que Laura estuviera a punto de casarse?

Era casi la misma sensación de abandono que había tenido cuando, el verano anterior, el señor y la señora T. habían viajado a Europa con Laura, Josh y Kate para pasar allí un mes entero. Ella había tenido que quedarse en la casa porque su madre había rechazado el ofrecimiento de los Templeton de llevarla. Margo se moría de ganas de ir, lo recordaba bien, pero ninguno de sus ruegos, ni los de Laura y Kate, habían conseguido que Ann Sullivan cediera un milímetro en su decisión.

—Tu puesto no está en recorrer Europa alojándote en hoteles de ensueño —le había dicho mamá—. Los Templeton ya han sido suficientemente generosos contigo para que ahora esperes de ellos algo más.

Y por eso se había quedado en la casa, ganándose la vida, como decía su madre, quitando el polvo, abrillantando y aprendiendo a mantener la casa limpia. Y ella se había sentido muy desgraciada. Pero, como se decía a sí misma, eso no la hacía egoísta. Porque su sentimiento no nacía de que no quisiera que Kate y Laura pasaran unos días maravillosos: era, simplemente, que deseaba estar con ellas.

Tampoco ahora se trataba de no querer que el matrimonio de Laura fuera maravilloso. Simplemente: no soportaba perderla. ¿La hacía eso egoísta? Esperaba que no, porque, si se sentía desgraciada, no era solo por ella, sino también por Laura. Porque se le hacía insufrible la idea de ver que Laura se ataba a un hombre y al matrimonio sin haberse concedido a sí misma una oportunidad de vivir.

¡Dios…! ¡Y Margo deseaba tanto vivir!

Por eso había hecho ya su equipaje. En cuanto Laura partiera para su luna de miel, Margo se pondría en camino hacia Hollywood.

Echaría de menos Templeton House, y al señor y a la señora T., sí, y echaría también de menos a Kate y a Laura, e incluso a Josh. Añoraría, por supuesto, a su madre, aunque sabía que aún habría escenas desagradables entre las dos antes de que se cerrara la puerta. ¡Habían tenido ya tantas discusiones sobre el tema…!

En los últimos tiempos, la universidad había sido el centro de sus desavenencias. La universidad y la inflexible negativa de Margo a continuar su educación. Sabía que se moriría si hubiera de dedicar cuatro años más a libros y clases. ¿Y qué necesidad tenía de entrar en la universidad, si ya había decidido cómo quería vivir y hacer fortuna?

Ahora mismo, su madre estaba demasiado ocupada para discutir. En su condición de ama de llaves, Ann Sullivan solo tenía en la cabeza el banquete de bodas. El enlace se celebraría en la iglesia; desde allí todas las limusinas tomarían la autopista 1, como grandes y resplandecientes embarcaciones, y seguirían colina arriba hasta Templeton House.

La casa estaba ya impecable, pero Margo imaginaba a su madre batallando en algún lugar de ella con el florista por los adornos florales. Todo tenía que estar más que perfecto para la boda de Laura. Margo sabía lo mucho que quería su propia madre a Laura, y no sentía envidia por ello. Pero sí le sabía mal que su madre quisiera que ella se pareciera a Laura. Porque ella nunca podría serlo. Ni lo deseaba.

Laura era cariñosa, era dulce, perfecta. Margo era consciente de no poseer ninguna de esas cualidades. Laura jamás discutía con su madre tal como lo hacían Margo y Ann cuando regañaban como dos gatas. Pero, por otra parte, la vida de Laura carecía de problemas y de complicaciones. Jamás había tenido que inquietarse por su puesto, ni por su futuro. Conocía ya Europa, ¿no? Podía elegir entre quedarse para siempre en Templeton House, si quería… O bien, si deseaba trabajar, ahí estaban a su disposición todos los hoteles Templeton…, para elegir el que la apeteciera.

Margo tampoco era como Kate, tan estudiosa y decidida. No tenía el proyecto de salir corriendo para Harvard al cabo de unas semanas para ponerse a conseguir una titulación que la permitiera llevar libros de contabilidad y estudiar legislación fiscal. ¡Menudo aburrimiento! Pero así era Kate, que prefería leer las páginas del Wall Street Journal a hojear las seductoras ilustraciones de Vogue, y que se sentía feliz conversando durante horas con el señor T. a propósito de tasas de interés y rendimientos financieros.

No, ella no deseaba ser Kate ni Laura, por más que las quisiera a las dos. Deseaba ser Margo Sullivan. Y ahora pretendía disfrutar siendo Margo Sullivan. «Algún día tendré una casa tan hermosa como ésta», se decía a sí misma, al tiempo que bajaba por la escalera principal deslizando su palma por el brillante pasamanos de caoba.

La escalera trazaba una larga y elegante curva, y en lo alto, como un sol, colgaba una centelleante araña de cristal de Waterford. ¿Cuántas veces la había visto lanzar su seductora luz sobre las brillantes baldosas de mármol blanco y azul eléctrico del hogar, arrojando elegantes reflejos sobre los ya elegantes huéspedes que acudían a las maravillosas fiestas por las que eran famosos los Templeton?

Recordó ahora que la casa estaba siempre llena de risas y música en las fiestas de los Templeton, tanto cuando los invitados se encontraban sentados formalmente a la larga y estilizada mesa del comedor, bajo los candelabros gemelos, como cuando deambulaban libremente por las habitaciones, charlando mientras bebían champán o absortos en íntima conversación en un confidente.

Algún día ella daría también fiestas maravillosas, y confiaba en que sería una anfitriona tan cordial y agradable como lo era la señora T. ¿Se heredaban esas cualidades a través de la sangre o cabía aprenderlas? Porque, si se podían aprender, ella aprendería.

Su madre le había enseñado a disponer las flores así…, como aquellas resplandecientes rosas blancas que en el alto jarrón de cristal adornaban la mesita Pembroke del vestíbulo. «Fíjate cómo se reflejan en el espejo», pensó. Altas y puras, en el centro de un abanico de helechos.

«Estos son los detalles que hacen de una casa un hogar», se recordó a sí misma. Flores y jarrones hermosos, candelabros y madera barnizada con amor. Los olores, la forma como la luz se colaba por las ventanas, el tictac de los antiguos relojes… Todo eso era lo que recordaría cuando estuviera lejos de allí. No solo los pasillos abovedados que permitían el paso de una habitación a otra, o los intrincados y bellos motivos de cerámica dispuestos como decoración alrededor de la amplia y alta puerta de entrada. Recordaría el olor de la biblioteca después de que el señor T. hubiera encendido dentro uno de sus cigarros y la forma como resonaba la estancia cuando se reía.

También recordaría las veladas de invierno, cuando ella, Laura y Kate se tumbaban sobre la alfombra frente al fuego encendido en la chimenea de la sala de estar…, el rico brillo de la repisa de lapislázuli, la sensación de calor en sus mejillas, la manera como Kate se reía cuando iba ganando un juego.

Se imaginaría las fragancias de la salita de la señora T.

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