Querido papá

Danielle Steel

Fragmento

1

Los copos de nieve caían en grandes grumos blancos, apiñados como un dibujo en un cuento de hadas, igual que en las ilustraciones de los libros que Sarah solía leer a los chicos. Ella estaba sentada ante la máquina de escribir, mirando por la ventana, contemplando la nieve que iba cubriendo el prado, colgando de los árboles como encajes, y se olvidó por completo de la historia que había estado persiguiendo en su cabeza desde primeras horas de la mañana. Era todo tan pintoresco, tan bonito. Allí todo era hermoso. Era como la vida de un guión cinematográfico, en una ciudad de ensueño, y la gente que la rodeaba parecía extraída de una película. Era exactamente lo que ella nunca había querido ser, y ahora, sin embargo, se había convertido en uno de ellos; lo era desde hacía varios años, y probablemente lo seguiría siendo. Sarah MacCormick, la rebelde, la que fuera ayudante del editor de la revista Crimson, la joven que se había graduado en la Universidad de Radcliffe en 1969, que ocupó el primer puesto de la clase y siempre supo que ella era diferente, se había convertido ahora en uno de ellos. Casi de la noche a la mañana. En realidad, habían transcurrido casi veinte años. Y ahora ella era Sarah Watson, la señora de Oliver Wendell Watson. Vivía en Purchase (Nueva York), en una hermosa casa que ya casi era suya, después de catorce años de esfuerzos por pagar la hipoteca. Tenía tres hijos y un perro, y el último hámster había muerto el año anterior. Y tenía un esposo al que amaba. El querido y dulce Ollie. Él se había graduado en la facultad de económicas de Harvard al mismo tiempo que ella terminaba sus estudios en Radcliffe, y ambos habían estado enamorados desde el primer año que ella pasara en la universidad. Pero él era ahora exactamente lo que ella no era. Él un hombre conservador y ella una mujer mucho menos convencional; él había creído en lo que el país había intentado hacer en Vietnam y, durante algún tiempo, ella lo odió por eso. Incluso dejó de verlo durante un tiempo después de graduarse, insistiendo en que eran demasiado diferentes. Se fue a vivir al SoHo, en la zona sur de Manhattan, donde se dedicó a escribir hasta conseguir que las cosas le fueran bastante bien. En dos ocasiones le publicaron narraciones, una en The Atlantic Monthly, el sanctasantórum, y la otra en The New Yorker. Era bastante buena, y ella lo sabía. Mientras tanto, Oliver vivía en la parte alta de la ciudad, en un apartamento que compartía con otros dos amigos, en la calle Setenta y nueve Este, y con su título de máster en administración no tardó en conseguir un trabajo en una agencia de publicidad de la avenida Madison. Ella habría querido odiarle por eso, por haberse conformado, pero no lo hizo. Incluso entonces se dio cuenta de lo mucho que lo amaba.

Oliver hablaba de cosas como vivir en el campo, tener un setter irlandés, cuatro hijos y una esposa que no se dedicara a trabajar fuera de casa, y ella se burlaba de él. Pero entonces él sonreía, con aquella increíble sonrisa de muchacho que a ella le aceleraba los latidos del corazón, aun cuando intentaba autoconvencerse de que deseaba a un hombre con el pelo más largo, un pintor, un escultor, un escritor, alguien «creativo». Oliver era creativo, y también muy inteligente. Se había graduado en Harvard con las mejores calificaciones, y las tendencias de los años sesenta jamás hicieron mella en él. Cuando ella participaba en las manifestaciones, él se encargaba de sacarla de la cárcel; cuando ella discutía con él, incluso insultándolo, él le explicaba tranquila y racionalmente aquello en lo que creía. Y era una persona tan condenadamente decente, de un corazón tan bueno, que seguía siendo su mejor amigo incluso cuando la hacía enfadar. Se encontraban de vez en cuando en el Village, o en alguna parte de la zona residencial de la ciudad para tomar café o una copa, o para almorzar, y él le hablaba de lo que estaba haciendo, y le preguntaba por lo último que ella estaba escribiendo. Oliver también sabía que ella era buena, pero no comprendía por qué no podía ser «creativa» y estar casada al mismo tiempo.

«... El matrimonio es para aquellas mujeres que buscan a alguien que las mantenga. Yo quiero cuidar de mí misma, Oliver Watson.» Y era perfectamente capaz de ello, o lo había sido entonces en cierta medida. Había trabajado a media jornada en una galería de arte del SoHo, y como escritora independiente. Y a veces incluso había logrado ganar dinero. Pero ahora también, a veces, se preguntaba si aún sería capaz de cuidar de sí misma, de mantenerse por sí sola, de rellenar su propia declaración de Hacienda, y no permitir que se le pasara por alto el pago de su cuota a la Seguridad Social. Había terminado por depender totalmente de él durante los dieciocho años que llevaban casados. Él se hacía cargo de todos los pequeños problemas de su vida, e incluso de la mayoría de los grandes problemas. Era como vivir en un mundo herméticamente cerrado en el que siempre estaba Ollie, dispuesto a protegerla.

Contaba con él para todo, y eso era algo que casi siempre la asustaba. ¿Y si a él le sucediera algo? ¿Sabría ella arreglárselas? ¿Sería capaz de llevar la casa adelante, de mantenerse a sí misma y a los chicos? En varias ocasiones intentó hablar con él al respecto, pero Oliver se limitaba a echarse a reír, diciéndole que jamás tendría de qué preocuparse. No es que él hubiera ganado una fortuna, pero las cosas le «habían ido bien y era un hombre responsable». Había suscrito varios seguros de vida. La avenida Madison se había portado bien con él, y ahora, a los cuarenta y cuatro años, ya era el tercer hombre por orden de importancia en la empresa Hinkley, Burrows y Dawson, una de las mayores agencias de publicidad del país. Había aportado las cuentas de sus cuatro clientes principales, y era considerado como un elemento valioso para la empresa, y muy respetado entre sus colegas. Había sido uno de los vicepresidentes más jóvenes del negocio, y ella se sentía orgullosa de él. Pero seguía estando asustada. ¿Qué estaba haciendo allí, en la pequeña y bonita Purchase, contemplando la nieve que caía y esperando a que los chicos regresaran a casa, mientras simulaba escribir un cuento? Un cuento que jamás escribiría, que nunca terminaría, que no enviaría a ninguna parte, tal y como había sucedido con todos los demás que había intentado escribir durante los dos últimos años. Había decidido volver a escribir la víspera de su trigesimonoveno cumpleaños. Aquella fue una decisión importante para ella. En realidad, cumplir los treinta y nueve años fue mucho peor que pasar la cuarentena. A los cuarenta ya se había resignado al «inminente ocaso», como ella lo denominaba con tristeza. Al cumplir los cuarenta años, Oliver la llevó a Europa, viaje que duró todo un mes. Dos de los chicos se quedaron en el campo, y su suegra se hizo cargo de Sam, que entonces solo tenía siete años. Era la primera vez que lo dejaba. Para ella, llegar a París fue como si se le abrieran las puertas del cielo: no tenía que ocuparse de los niños, ni de llevarlos al colegio, ni de los animales domésticos, las reuniones de la Asociación de Padres y Maestros, las cenas de beneficencia para la escuela o para los hospitales locales..., nada, no tenía que ocuparse de nada, excepto de ellos dos y de cuatro inolvidables semanas pasadas en París, en Roma, viajando por la Toscana, con una breve parada en la Riviera italiana, y después unos cuantos días en un barco que él alquiló, navegando entre Cannes y Saint-Tropez, desembarcando en Eze y en Saint-Paul-deVence y cenando en el Colombe d’Or, para terminar con unos pocos y ajetreados días finales en Londres. Durante todo el viaje se dedicó a garabatear constantemente y llenó siete l

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