La vida sigue

Jane Green

Fragmento

1

Una de las ventajas inesperadas del divorcio —reflexiona Kit Hargrove, mientras se pone cómoda en el balancín del porche, cruzando las piernas y sentándose sobre los pies y tras dejar una copa de vino bien frío encima de la mesa de mimbre— es tener fines de semana sin niños, fines de semana en los que tiene la oportunidad de disfrutar de esa paz y esa quietud extraordinarias, de recordar quién era antes de que la maternidad, el ruido y el ajetreo constantes que comportan un niño de trece y una niña de ocho años la definieran.

Al principio, en aquellos primeros meses anteriores al acuerdo sobre la custodia, cuando Adam, su ex se quedaba en la ciudad de lunes a viernes y recogía a los niños cada fin de semana, Kit se sentía absolutamente perdida.

De repente la casa parecía demasiado tranquila; la enorme casa neocolonial a la que se habían mudado cuando Adam consiguió aquel trabajo increíble en la ciudad, era la residencia que creían que debían tener, ya que él quería recibir a muchas visitas e invitar a cenar a los inversores.

Kit aún culpa a la casa del fin de su matrimonio. Un enorme caserón de madera blanca, con persianas negras, una entrada de mármol y de dos alturas; esa casa resultaba impresionante y también vacía. Y así era como Kit sentía su vida mientras vivía allí. Los techos eran altos y artesonados, las paredes estaban revestidas de madera. Todo en la casa proclamaba a gritos el dineral que había costado, y nunca pareció un hogar.

La habitación principal no era en absoluto acogedora; el carísimo dormitorio contaba con un cuarto de baño completo para él y otro para ella, además de una salita de estar adjunta a la que nadie iba nunca.

El salón solemne no era en absoluto cómodo, con sus alfombras persas y los imponentes muebles franceses, un salón que habían usado apenas tres veces al año, aunque en ninguna de aquellas ocasiones habían pasado más de veinte minutos allí, antes de trasladarse a la cocina y apiñarse alrededor de la isla de la única habitación de la casa que les resultaba cómoda y acogedora.

La cocina era la habitación en donde Kit vivía, ya que el resto de la casa le parecía un mausoleo; el día en que se mudaron fue el día en que todo empezó a ir mal.

Adam iba a trabajar a la ciudad durante la semana, se marchaba en el «tren de la muerte» a las cinco y media de la madrugada, para evitar las aglomeraciones, y llegaba a casa a las nueve de la noche.

De lunes a viernes no veía ni a los niños ni a ella. Kit deambulaba por la enorme casa, se acostumbraba cada vez más a estar sola, y le molestaba la presencia de Adam cuando volvía los fines de semana; le daba la sensación de que invadía su espacio, de que intentaba marcar un territorio que, sin saberlo o sin quererlo, pertenecía a Kit sin ningún lugar a dudas.

Se convirtieron en extraños, como barcos que se cruzan en la noche, incapaces de ponerse de acuerdo en nada, sin ningún tema en común, al margen de sus hijos; hacían planes para cenar el fin de semana y suplicaban a la gente que los acompañasen, para no tener que sentarse en un restaurante en silencio, mirar a su alrededor y preguntarse cómo era posible que ya no tuvieran nada de que hablar.

Cuando se separaron, hablaron del divorcio; Kit sabía que tendrían que vender la casa, y se alegraba. No había nada en la casa que sintiera como propio, tampoco buenos recuerdos; nada salvo la soledad y el aislamiento entre sus paredes.

Los primeros años sintió, sobre todo, la pérdida. Durante mucho tiempo Adam había sido su mejor amigo, su amante e, incluso al final, cuando apenas se veían, sabía que aún era su compañero, que siempre tenía a quien telefonear cuando necesitara una respuesta.

Después de la separación, durante los primeros días, cuando Adam y los niños se alejaban de la casa en el Range Rover, Kit se quedaba de pie en el camino de entrada viéndolos alejarse, sin saber quién se suponía que era ella sin sus hijos, qué se suponía que tenía que hacer, cómo se suponía que tenía que llenar dos días enteros sin bocas que alimentar y gente menuda que entretener.

Había perdido a su pareja, a su amante y su identidad de un plumazo.

No tenía energía para salir, aunque su vida social se había quedado prácticamente en nada. Al parecer, una mujer soltera no resultaba tan agradable en el Connecticut residencial. En un principio, sus matrimonios amigos la invitaban a salir, pero las invitaciones comenzaron a escasear, y enseguida se dio cuenta de que los amigos que ella y Adam habían compartido, sus amigos comunes, no necesariamente seguirían siendo amigos de ella, porque la química no era la misma.

Y ni siquiera podía pensar en quedar con hombres (aunque fue muchísima la gente que se ofreció a prepararle citas a ciegas, prácticamente a los cinco minutos de su separación), así que se metió en la cama.

Pasaron días hasta que salió de la comodidad de su crisálida en la señorial suite principal del segundo piso, de noche con la ayuda de somníferos y la superficialidad de los reality shows durante el día. Una vez se quedó viendo Project Runway* durante ocho horas, aunque no le intresaba lo más mí

* Programa de una cadena de televisión estadounidense en el cual los concursantes son diseñadores de moda que compiten por la oportunidad de exhibir sus creaciones en la pasarela de la Fashion Week de Nueva York y ganar dinero por lanzar su propia línea de moda. (N. de la T.)

nimo, pero hacia la tercera hora estaba desesperada por saber quién sería el siguiente a quien la despampanante Heidi Klum le diría auf wiedersehen.

Y cuando al fin llegaron a un acuerdo por la custodia, Kit tenía los niños un fin de semana alterno, pero entonces Adam ya había aceptado vender la casa y dividir los ingresos de la venta, y el hecho de tener que andar a la caza de una casa fue como una necesaria inyección de energía.

Tuvieron suerte. Su casa se vendió enseguida, Kit encontró una casita de madera en una bonita calle detrás de la calle principal, lo bastante grande para ella y los niños; y Adam alquiló una pequeña casa; al otro lado de la ciudad.

A Kit le costó casi todo un año empezar a sentirse otra vez ella misma después del divorcio. Y al cabo de ese tiempo ya no era la persona que había sido durante su matrimonio, la esposa que tanto se había esforzado en ser, sino la persona que era antes: su verdadero ser, la identidad que había perdido en el intento de ser la esposa perfecta.

Es extraordinario, piensa, descolgando el teléfono y revisando el contestador, cuánto ha cambiado su vida. Era una ricachona esposa de Wall Street en una casa enorme, con niños inmaculados vestidos con ropa de un diseñador francés para críos, con un Land Rover, un armario lleno de piezas de Tory Burch, y una vida social que implicaba ir al gimnasio con otras esposas de ejecutivos, luego llegar a casa para ducharse y cambiarse de ropa antes de asistir a una selecta venta privada en casa de alguien.

Las ventas variaban. Artículos de papelería de diseño, con unas ilustraciones en color muy monas de mujeres que se suponía debían parecerse a Kit y a sus amigas; o joyería hecha por alguna madre de por allí que antaño fue muy influyente y que en ese momento buscaba desarrollar su creatividad, y ponía unos precios exorbitantes por unir unas piedras semipreciosas con otras y añadir un bonito broche. Algunas mujeres montaban ventas de ropa infantil y exhibían extravagantes pantalones de yoga teñidos para niños de tres años y tops estrellados que dejaban el ombligo al aire. Otras llenaban su casa con muestrarios de ropa para niños, de venta por catálogo, e inducían a otras madres a pe

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