Mensaje de Nam

Danielle Steel

Fragmento

1

En Savannah hacía un día desapacible y desde el océano soplaba una brisa fresca. En el parque de Forsyth había hojas en el suelo y unas cuantas parejas paseaban cogidas de la mano; algunas mujeres charlaban y fumaban un último cigarrillo antes de volver al trabajo. Los pasillos del instituto de enseñanza media de Savannah estaban desiertos. Había sonado el timbre de la una y los alumnos estaban en sus clases. De un aula salían risas y en otras reinaba el silencio. El ruido de la tiza al arañar la pizarra, las miradas de profundo aburrimiento en los rostros de los alumnos de los últimos cursos no permitían prever que fuera a producirse un examen sorpresa de ciencias sociales. Se estaba informando al último curso de que la próxima semana se celebraría el examen de selectividad, justo antes del día de Acción de Gracias. Y mientras los alumnos escuchaban, allá lejos, en Dallas, sonaron unos disparos. Un hombre que formaba parte de una comitiva de coches se desplomó en brazos de su esposa, mientras su cabeza caía espantosamente abatida. Nadie sabía todavía qué había ocurrido exactamente y, al tiempo que la voz de Savannah seguía informando monótonamente acerca de los detalles del examen, Paxton Andrews trataba de vencer las soporíferas oleadas de franco aburrimiento que sentía. En medio de la paz que reinaba en el aula, le pareció que ya no podría mantener abiertos los ojos ni un solo momento más.

Por fortuna, a la una y cincuenta minutos sonó el timbre, se abrieron todas las puertas y los pasillos se inundaron de alumnos, liberados por fin de exámenes, clases, literatura francesa y faraones egipcios. Todo el mundo se trasladaba al aula donde se daría la clase siguiente, no sin detenerse ante un armario, cambiar de libros, un chiste rápido, el estallido de una carcajada. De repente, un grito. Un largo plañido de angustia, un sonido que atravesaba el aire como una flecha disparada a gran distancia. Ruido de pisadas, pasos apresurados hacia un aula de un rincón, utilizada normalmente solo por los profesores, el chasquido del televisor al ser conectado y cientos de rostros preocupados que se agolpaban a la puerta, voces que exclamaban: «¡No!», gritos, cuchicheos, sin que nadie pudiera escuchar lo que decía la televisión a pesar de que muchos gritaban para imponer silencio.

–¡Callad, chicos! ¡No podemos oír lo que dicen!

–¿Está herido? ¿Está...?

Nadie se atrevía a pronunciar las palabras y, en medio de la confusión, siempre las mismas frases:

–¿Qué ha ocurrido?... ¿Qué ha ocurrido?

–Han disparado contra el presidente Kennedy. El presidente...

–No lo sé... En Dallas...

–¿Qué ha ocurrido?

–El presidente Kennedy. No está...

Nadie quería aceptarlo al principio. Todos querían creer que se trataba de una broma de mal gusto.

–¿Sabes que al presidente Kennedy le han disparado? –Sí, ¿y qué más? ¡Venga, cuéntame el resto del chiste! Pero no se trataba de ningún chiste, lo único que había eran conversaciones frenéticas, innumerables preguntas, pero ninguna respuesta.

En la pantalla aparecían imágenes confusas y una y otra vez se sucedía la visión de la comitiva de coches, de pronto interrumpida y después en el momento de acelerar la marcha. Walter Cronkite estaba en antena y parecía muy pálido:

–El presidente ha sufrido graves heridas... –decía. Entre la multitud congregada se produjo un murmullo. Parecía que en aquella minúscula habitación se habían concentrado todos los profesores y alumnos del instituto de Savannah, procedentes de todos los pasillos de la escuela.

–¿Qué ha dicho?... ¿Qué ha dicho? –preguntaba una voz distante.

–Dice que el presidente ha sufrido graves heridas –explicaba alguien junto al televisor, mientras tres alumnas de primer año se echaban a llorar y Paxton, apretujada en un rincón, las observaba con aire sombrío.

En el aula reinó de pronto una tensa calma, como si nadie quisiera moverse, como si temieran perturbar el delicado equilibrio que reinaba en el aire, como si hasta el más leve movimiento pudiera cambiar el curso de aquella vida. Mientras, Paxton recordaba un día lejano, seis años antes, cuando no tenía más de once años y alguien le dijo que papá estaba herido. Quien se lo decía era su hermano George y añadía que su madre estaba con él en el hospital. A su padre le gustaba viajar en su propio avión para asistir a las reuniones que se celebraban en todo el estado y había tenido que hacer un aterrizaje forzoso a causa de una repentina tormenta que lo sorprendió cerca de Atlanta.

–¿Está...? ¿Se pondrá bien?

–Yo...

La voz de George había enmudecido y ella leyó en sus ojos una terrible verdad de la que quería huir y ocultarse. Tenía entonces once años y George veinticinco. Los separaban catorce años y vidas diferentes. La madre de Paxton murmuraba al oído de sus amigas que el nacimiento de la niña había sido un «accidente», un accidente que Carlton Andrews no había dejado ni un momento de agradecer, pero del que todavía su madre parecía no haberse recuperado. Beatrice Andrews tenía veintisiete años cuando nació su hijo George. Había tardado cinco años en quedar embarazada y el embarazo había sido una verdadera pesadilla. Se había sentido mal todos y cada uno de los días de los nueve meses y el parto había sido un horror que no olvidaría en toda su vida. George nació después de una cesárea y de cuarenta y dos horas de dolores de parto, y, aunque fue un hermoso niño de cuatro kilos, Beatrice Andrews se prometió que no tendría más hijos. Había sido una experiencia que no repetiría por nada del mundo y ya tenía buen cuidado de que no se repitiera. Carlton, como siempre, se mostró paciente con su mujer, y estaba encantado con su hijo. George era el tipo de niño que habría querido cualquier padre. Era alegre, dócil y de complexión atlética, aparte de aplicado en los estudios, cosa que también complacía a su madre. La vida de los Andrews era tranquila y feliz. Carlton ejercía con éxito la profesión de abogado, mientras que Beatrice desempeñaba un papel importante en la Sociedad de Historia, en la Liga Junior y en las Hijas de la Guerra Civil. La vida de Beatrice estaba colmada.

Todos los martes asistía a una reunión de bridge y fue precisamente en el curso de una de ellas cuando sintió el primer síntoma: unas repentinas y violentas náuseas. Atribuyéndolo a que aquella mañana había desayunado excesivamente en la Liga, al terminar la partida de bridge fue a su casa y se tumbó en la cama. Al cabo de tres semanas conocía la causa del malestar. A los cuarenta y un años, con un hijo de catorce a punto de iniciar la segunda fase de la enseñanza media y con un marido que ni siquiera tenía la delicadeza de disimular su alegría, estaba embarazada. Aquel embarazo fue para ella más llevadero que el primero, aunque esto no parecía importarle mucho, pues consideraba que aquello era algo indigno y estaba avergonzada de v

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