La bailarina | El clon

Danielle Steel

Fragmento

PRÓLOGO

PRÓLOGO

Nevaba copiosamente la tarde en que llegó la caja, dos semanas antes de Navidad. Muy bien envuelta y atada con un cordel, la encontré delante de la puerta cuando llegué a casa con los niños. Poco antes nos detuvimos en el parque, donde me senté en un banco, y mientras vigilaba a los pequeños, volví a pensar en ella, como lo hacía casi en todo momento durante la última semana desde el funeral. Eran tantas las cosas de ella que nunca supe, que sólo había adivinado, tantos los misterios para los cuales sólo ella tenía la llave. Lo que más lamentaba no era no haberle preguntado por su vida cuando habría podido hacerlo, sino haber creído que no era importante. Al fin y al cabo, no era más que una vieja. Creía que ya lo sabía todo sobre ella.

Mi abuela era una mujer a la que le brillaban los ojos y le encantaba ir a patinar conmigo, incluso a los ochenta y pico años. Además, me preparaba unas galletas deliciosas y hablaba con los niños como si fueran mayores y la entendieran. Era sabia y divertida, y todos la adoraban. Y si se le insistía mucho, hacía trucos de cartas, lo que fascinaba a cuantos la veían.

Tenía una voz hermosa, tocaba la balalaica y cantaba preciosas baladas antiguas en ruso. Parecía estar siempre cantando o tarareando, y no paraba de moverse. Era una mujer ágil y llena de gracia, siempre querida y admirada por todos. Para ser el funeral de una mujer de noventa años, asistió mucha gente. Sin embargo, ninguno de nosotros la conoció de verdad. Nadie entendió quién fue ni el extraordinario mundo del que vino. Sabíamos que había nacido en Rusia, que había llegado a Vermont en 1917 y que después se había casado con mi abuelo. Supusimos que siempre había estado allí, que siempre había formado parte de nuestras vidas, tal y como la veíamos. Como suele hacerse con la gente mayor, creímos que siempre había sido vieja. Sin embargo, nadie sabía nada sobre ella, y yo no paraba de darle vueltas a las preguntas sin respuesta. No entendía por qué nunca se me había ocurrido preguntarle nada. ¿Por qué no había intentado indagar sobre ella?

Mi madre había muerto diez años antes, y estoy segura de que tampoco supo nada o no quiso saberlo.

Mi madre se parecía a su padre, era seria, sensata, una mujer típica de Nueva Inglaterra, aunque su padre no nació allí. Sin embargo, al igual que él, era una mujer parca y de emociones impenetrables. Hablaba poco, sabía pocas cosas, y no parecían interesarle los misterios de los otros mundos ni las vidas ajenas. Iba al supermercado cuando hacían ofertas de fresas o tomates, era una mujer práctica que vivía en el mundo material y se parecía muy poco a su madre. La mejor manera de definirla sería calificándola de sólida, al contrario de su madre, la abuela Dan, como yo solía llamarla.

La abuela Dan era mágica. Parecía estar hecha de la misma sustancia que el aire, el polvo y las alas de ángel, de cosas mágicas, luminosas y gráciles. Las dos mujeres no tenían nada en común, y mi abuela siempre me había atraído como un imán, cuyo calor y ternura me conmovían con innumerables gestos silenciosos, llenos de gracia. La abuela Dan era la persona a la que yo más quería y a la que esa tarde, en el parque, añoraba mientras me preguntaba qué haría sin ella. Había muerto hacía diez días, a los noventa años.

Cuando mi madre murió a los cincuenta y cuatro años, lo sentí, y supe que echaría de menos la estabilidad que representaba para mí, la constancia, esa persona a la que siempre podía acudir. Mi padre se casó con su mejor amiga un año después de su muerte, lo cual no me sorprendió demasiado. Él tenía sesenta y cinco años, estaba enfermo del corazón y necesitaba a alguien que le preparara la cena por las noches. Connie era su más vieja amiga y una sustituta lógica de mi madre. No me importó, lo entendí. Nunca sufrí por la ausencia de mi madre. Pero la abuela Dan... para mí el mundo había perdido parte de su magia cuando me di cuenta de que ya no estaba. Supe que nunca más volvería a oírla cantar en ruso. Cuando murió, hacía tiempo que ya no tenía la balalaica. Pero además de perderla a ella, también dejé de sentir una emoción muy especial. Sabía que mis hijos nunca entenderían lo que habían perdido. Para ellos, sólo había sido una mujer muy vieja, con una mirada amable y un acento raro, pero yo sabía que había algo más. Era consciente de lo que había perdido y que nunca volvería a encontrar. Fue un ser humano extraordinario, un alma mística. Las personas que la conocían nunca la olvidarían.

Dejé el paquete en la mesa de la cocina y allí se quedó mientras me ponía a cocinar y los niños se iban a ver la televisión. Esa tarde, había pasado por el supermercado y comprado los ingredientes para preparar galletas de Navidad con ellos. Habíamos planeado hacerlo juntos esa noche, para que pudieran llevarlas a la escuela y dárselas a los maestros. Katie quería hacer magdalenas glaseadas, pero Jeff y Matthew habían decidido preparar campanas de Navidad con motas verdes y rojas. Era un buen momento para hacerlo porque Jack, mi marido, estaba de viaje. Se había ido a Chicago para asistir a unas reuniones. La semana anterior me había acompañado al funeral y se había mostrado muy cariñoso y comprensivo. Sabía lo mucho que la abuela Dan significaba para mí, pero como es habitual en estos casos, había intentado hacerme comprender que ella había vivido mucho y bien y que ya le había llegado la hora. Aunque para él todo era muy lógico, para mí no lo era. Me sentía estafada por haberla perdido, aunque tuviera noventa años.

A pesar de su edad, seguía siendo hermosa. Tenía el pelo cano, largo y liso, y se lo recogía en una trenza que le caía por la espalda; en las ocasiones especiales se hacía un moño. Siempre se peinaba así. Yo no la recordaba con otro aspecto. La espalda recta, el talle delgado, los ojos azules, que parecían bailar cuando te miraban. Me preparaba las mismas galletas que yo iba a cocinar esa noche, fue ella la que me enseñó la receta. Pero cuando la abuela las hacía, se ponía los patines sobre ruedas y se movía por la cocina con mucha gracia. Yo no podía parar de reír, aunque a veces sus maravillosas historias de bailarinas y príncipes también me hacían llorar.

Fue ella la que me llevó a un ballet por primera vez. Y de haber tenido la oportunidad, de pequeña me habría encantado bailar con ella. Pero en Vermont no había una academia de danza y mi madre no quiso que ella me enseñara. Lo intentó un par de veces en la cocina, pero mi madre prefirió que hiciera mis deberes y los recados, y ayudara a mi padre con las dos vacas que tenía en el establo. A diferencia de mi abuela, mi madre no tenía mucha imaginación. El baile no debía formar parte de mi vida de niña, como tampoco la música. Fue mi abuela Dan la que me transmitió la magia y el misterio, la gracia y el arte, la curiosidad de un mundo más amplio que el mío, mientras me pasaba horas y horas escuchándola, sentada en la cocina.

Siempre iba vestida de negro. Parecía tener un surtido inagotable de vestidos negros y raídos, y de sombreros raros. Era pul

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