Secretos

Danielle Steel

Fragmento

1

El sol reverberaba en los edificios con el fulgor de un puñado de diamantes arrojados contra un iceberg de cegadora blancura, mientras Sabina tomaba el sol desnuda en una tumbona expuesta al sofocante calor de Los Ángeles. Los implacables rayos solares habían conferido a su piel untada de aceite una suave tonalidad morena. Más tarde bajaría a refrescarse un poco en la piscina, pero antes tenía muchas cosas que hacer. Se tendía boca arriba todas las mañanas con la cara protegida por una crema, el cuerpo cubierto de aceite y los ojos tapados por sendas torundas de algodón embebidas en agua de hamamelis. Un paño húmedo le encuadraba el rostro y unos pequeños apósitos de gasa le protegían los pechos. A los treinta y ocho años se sometió a una pequeña intervención de cirugía estética para borrar un leve frunce del ceño y, más adelante, se operó el busto para darle el impresionante aspecto que jamás había tenido. En la pantalla, cuando el cámara era bueno, su rostro y su figura parecían un sueño. Sabina Quarles tenía cuarenta y cinco años y un cuerpo perfecto. Hacía ejercicio cada mañana durante una hora, se daba masaje tres veces por semana, nadaba todas las tardes y caminaba tres kilómetros diarios cuando no hacía demasiado calor. Caminaba, pero no practicaba el jogging. No se había gastado cinco mil dólares en la operación para estropearse después el busto corriendo como una tonta por las aceras de Beverly Hills.

Lucía vestidos de atrevido escote para exhibir aquella carne color miel de la que tanto se enorgullecía, y faldas con cortes laterales para dejar entrever las piernas que tanto le envidiaban las mujeres. Dios había sido muy generoso con Mary Elizabeth Ralston, nacida en Huntington, Pensilvania, hacía casi medio siglo. Su padre era minero y su madre trabajaba de camarera en un local frecuentado por camioneros, El Café, que permanecía abierto toda la noche. Su padre murió cuando ella contaba nueve años, y su madre volvió a casarse en tres ocasiones a lo largo de siete años, enviudó dos veces y murió cuando Mary Elizabeth tenía diecisiete años. Puesto que no tenía ningún motivo para quedarse, ésta subió con sus largas y bien torneadas piernas a un autocar Greyhound y se fue a Nueva York. Aquel día murió Mary Elizabeth Ralston y nació en Nueva York Virginia Harlowe, un nombre que en aquel momento le pareció sugerente. Trabajó durante algún tiempo como modelo hasta que acabó de corista en un teatro de mala muerte, muy lejos del esplendor de Broadway. Creyó haber alcanzado el cenit de su carrera cuando a los veintiún años alguien le ofreció un papel en una película. Por aquel entonces llevaba el cabello teñido de negro para que resaltaran mejor sus almendrados ojos verdes. No le dieron vestuario para interpretar aquella película, sino que la enviaron con otras dos chicas y un hombre a un gélido almacén del Lower East Side. Del papel prefería no acordarse. La vida de Virginia Harlowe fue todavía más efímera que la de Mary Elizabeth Ralston. Le ofrecieron varios papeles parecidos, trabajó en una mísera sala de striptease del West End y al final se dio cuenta de que se encontraba en un callejón sin salida. El nombre de Sabina Quarles le saltó a los ojos desde las páginas de una revista que alguien dejó olvidada una noche en el camerino común y, con sus escasos ahorros, compró un billete para Los Ángeles. Tenía veinticuatro años y sabía que era casi demasiado tarde. Casi, pero no del todo. Se dejó el tinte negro del cabello en Nueva York y se convirtió en rubia nada más llegar a California. Al cabo de tres semanas encontró una habitación de alquiler y un agente y no habló en absoluto de su labor cinematográfica en Nueva York. Eso formaba parte de una vida que no deseaba recordar. Sabina Quarles, que así se llamó a partir de entonces, tenía una habilidad especial para olvidar lo que no le convenía, la vida en la mina, el tugurio de striptease de Nueva York y las películas pornográficas que hizo en el almacén del Lower East Side. En Los Ángeles empezó a trabajar como modelo publicitaria, le hicieron una prueba en la Metro-GoldwynMayer y otra en la Fox y en menos de seis meses consiguió un papel en un filme decente. Después le dieron tres papeles secundarios en otras tantas películas y, por fin, uno de mayor envergadura que la convirtió, a los veintiséis años, en un rostro conocido y recordado por toda una serie de directores. Sus dotes de actriz no eran extraordinarias, pero tampoco pésimas. Su agente le encontró un profesor de arte dramático que la ayudó a mejorar y le consiguió algunos papeles. A los veintiocho años, el público ya empezó a conocerla y su agente de prensa se encargó de que su nombre apareciera con regularidad en los periódicos. Los comentarios la relacionaban con distintos astros y, a los treinta años, tuvo una sonada aventura con uno de los más afamados actores de Hollywood. Fue una carrera duramente ganada merced a sus protectores, a su buena disposición a quitarse la ropa y a la mejora de sus cualidades interpretativas. A los treinta y tantos años desapareció durante una temporada de la escena y, al cabo de cierto tiempo, hizo una espectacular reaparición en una película que, en opinión de todo el mundo, la iba a convertir en una estrella de primera magnitud. No fue así, pero su nombre quedó grabado en la mente del público y, a partir de aquel instante, empezaron a ofrecerle mejores papeles.

Sabina Quarles había trabajado duro para llegar donde estaba; a los cuarenta y cinco años no se encontraba precisamente en la cima del éxito, pero su nombre era conocido en Hollywood y recordado por los cinéfilos de todo el país a poco que reflexionaran. Ah, sí, ¿no era la que…? Una mirada de desconcierto y después una sonrisa y una expresión de deseo en los rostros masculinos. Era la clase de mujer con quien soñaban todos los hombres aunque, con el tiempo, se había vuelto muy remilgada. Sabina Quarles tenía una voluntad de hierro y un cuerpo que cortaba el aliento. Procuraba conservar todos sus contactos, llamaba a su agente a diario, se esforzaba en interpretar con propiedad sus papeles y era muy maleable.

No era una primera figura, pero se esforzaba en ser una estrella, una de esas luces de segunda categoría que a veces sobreviven a los grandes nombres que todos los días nacen y mueren en los estudios de Hollywood, sustituidos por rostros más lozanos. El rostro de Sabina Quarles era digno de verse y aunque su nombre no era muy taquillero, hacía felices a los hombres cuando iban al cine. Los hombres sentían deseos de extender la mano y tocarla, aunque ella no siempre lo permitiera. No era éste su objetivo. Su cuerpo era simplemente el vehículo hacia el éxito.

Echó un vistazo al despertador que tenía en la terraza, se tendió boca abajo con un gracioso movimiento y volvió a aplicarse crema solar en el rostro y los brazos. Los tenía tan jóvenes y firmes como el resto del cuerpo. No había en ella ni un solo milímetro de grasa.

El teléfono sonó precisamente cuando estaba a punto de levantarse. Ya era casi la hora de tomarse dos vasos de agua mineral antes de bajar a la piscina. Miró instintivamente el reloj de pulsera, preguntándose quién podría ser. Ya había llamado a su agente.

–¿Sí?

Todo en Sabina Quarles era suave y aterciopelado. Tenía una voz dulce, profunda y sensual que encandilaba a los hombres cuando la veían en la pantalla.

–¿Sabina Quarles, por favor? –dijo la afable voz de una secretaria desconocida.

–Soy yo misma –contestó Sabina, sosteniendo el teléfono mientras, con la otra mano, se apartaba del hombro la sedosa melena rubia.

Nadie hubiera podido adivinar que el color no era enteramente natural. Todo en Sabina era hermoso y cuidadosame

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