Sombras del pasado

Barbara Wood

Fragmento

1

Algo extraño ocurría en la casa de George Street. Me di cuenta en cuanto entré.

Acababa de franquear la puerta principal y estaba contemplando, al fondo del largo y oscuro pasillo, a una mujer que se acercaba a mí como si deslizara los pies por el suelo. En medio de las oblicuas sombras, vi su alta y erguida figura envuelta en un anticuado vestido largo hasta el suelo y su espeso cabello negro pulcramente recogido hacia arriba en un moño. La miré por un instante mientras me tendía los brazos y me volví brevemente hacia mi tía, la cual había subido por el sendero del jardín y ahora se encontraba a mi lado.

—Andrea —me dijo mi tía—, te presento a tu abuela. Miré a la mujer y el asombro me obligó a parpadear. El largo vestido y el precioso cabello negro habían desaparecido.

En su lugar, vi a una menuda y encorvada mujer que, vestida con una sencilla bata de estar por casa y un jersey de lana, se cubría el canoso cabello con un gorro de lino.

—Hola —le dije.

La anciana me tomó las manos y se acercó para darme un beso. De repente, me di cuenta de lo cansada que debía de estar. El viaje en avión desde Los Ángeles había durado once horas y una hora más el de Londres a Manchester. El agotamiento me debía de haber jugado una mala pasada.

Nos abrazamos y nos miramos bajo la mortecina luz del pasillo. Me es difícil recordar ahora exactamente la impresión que me produjo mi abuela en aquel fugaz primer momento, pues mis ojos, cansados del viaje, no podían concentrarse. Me pareció que su rostro estaba en perenne movimiento, ora feo, ora radiante. No podía verle bien las facciones, pero tuve la sensación de que no estaban bien definidas. Hubiera sido imposible adivinar su edad. Yo sabía que tenía ochenta y tres años y, sin embargo, era tal la juventud y vitalidad de sus ojos que su mirada me tenía prisionera. Las persistentes huellas de una belleza en la que apenas se observaban los estragos del tiempo me indujo a comparar fugazmente su rostro con una rosa prensada entre las páginas de un libro.

Mientras me acompañaban por el pasillo hacia la puerta abierta de la sala de estar, no pude sacudirme de encima una extraña sensación de aturdimiento. Aquella noche, tendida en mi cama, se me ocurrió pensar que era la extraña atmósfera de la casa lo que me estaba alterando los nervios. La casa parecía poseer una energía propia casi palpable y yo me sentía envuelta por ella e inexorablemente atraída por su hechizo.

Al bajar por el pasillo iluminado por una simple bombilla cuya amarillenta luz no llegaba hasta el suelo, vi que las sombras parecían agazaparse en los rincones, confiriendo al pasillo una extraña apariencia de espera.

En el momento en que crucé el umbral de la casa, tuve la impresión de que se había producido un cambio, como si mi presencia hubiera provocado una modificación de la atmósfera. Despierta en la cama, recordé que me había dado cuenta de ello nada más entrar, mientras me sacudía de encima la humedad del exterior y me estremecía de frío a causa de las cortantes ráfagas de aire. Ahora sé que la sensación de frío no se debía a la temperatura sino a otra cosa, a algo más antiguo que el tiempo.

A pesar de lo absurdo de mis suposiciones, tan intensa era la sensación que, despierta en la cama, me pareció que la casa se me echaba encima y tuve que cerrar los ojos en la oscuridad. ¿Por qué estaba allí? Para dominar mi creciente pánico, recordé los insólitos acontecimientos que me habían conducido a Inglaterra, pensando que tal vez de esa manera conseguiría tranquilizarme y descubrir la razón de mi extraño estado de ánimo.

Me dije que todo se debía al hecho de encontrarme repentinamente en una ciudad desconocida de un país desconocido, al viaje en avión, a las curiosas circunstancias de mi llegada, a la inesperada llamada y a los recientes acontecimientos de mi vida personal. Y, sin embargo, por mucho que lo intentara, no podía quitarme de la cabeza la idea de que la casa me estaba esperando.

En un primer momento, pensé que todo era fruto de mi imaginación y que aquel alterado estado mental ya se había iniciado en Los Ángeles al tomar yo la decisión de hacer el viaje. Tres días antes, mi madre había recibido en Los Ángeles dos cartas, una de mi abuela y otra de mi tía. En las cartas le decían que mi abuelo y padre suyo yacía gravemente enfermo en el Hospital General de Warrington y los médicos no creían que pudiera recuperarse.

La noticia trastornó enormemente a mi madre, la cual no podía emprender un viaje por motivos de salud y estuvo casi a punto de sufrir un ataque de nervios por esta causa.

El motivo de su inquietud era el siguiente: veinticinco años atrás, mis padres, mi hermano y yo habíamos emigrado a Estados Unidos desde Inglaterra en busca de un futuro mejor. Yo contaba entonces dos años y mi hermano siete. Al adquirir nuestros padres la ciudadanía norteamericana, nosotros también la adquirimos automáticamente. Nuestro hogar era Los Ángeles, hablábamos con acento norteamericano y nuestros gustos eran típicamente californianos. Hasta la llegada de aquellas dos cartas, yo apenas pensaba en Inglaterra y en mis orígenes ingleses. En todo aquel tiempo ninguno de nosotros había mirado jamás hacia atrás.

En los últimos años, nuestros padres solían hablar de un viaje de «vuelta a casa» para ver a la familia, pero varias excusas y razones les habían impedido realizarlo y ahora parecía que ya era demasiado tarde.

Las cartas se habían recibido en un momento de lo más inoportuno, pues mi madre se estaba recuperando de una operación en un pie, apenas podía caminar con las muletas que debería usar en las siguientes seis semanas y, entretanto, ella temía que su padre muriera.

Al principio, me sorprendí un poco de que me pidiera que fuera yo para estar con la familia en aquellas dolorosas circunstancias en representación de los parientes americanos. Después pensé que las inoportunas cartas de mi abuela y mi tía, rogándole a mi madre que fuera a ver a su padre por última vez, habían sido una inesperada suerte para mí, dado que en aquellos momentos yo estaba buscando precisamente algún medio de escapar de mi propia vida durante algún tiempo.

Había roto con Doug, le había pedido que recogiera sus cosas y se fuera y estaba acariciando la idea de tomarme unas improvisadas vacaciones cuando me llamó mi madre y me habló de las cartas.

—Alguien de nosotros tendría que ir —me repitió una y otra vez—. Tu hermano no puede ir porque está en Australia y tu padre no puede dejar el trabajo y, además, él no es un Townsend. Yo debería ir, pero apenas puedo moverme. Tienes que ir a ver a tu abuelo antes de que sea demasiado tarde, Andrea. Al fin y al cabo, han pasado veinticinco años. Tú naciste allí y toda tu familia es de allí.

A partir de aquel momento, todo ocurrió con tal rapidez que las cosas no son más que un borroso recuerdo en mi memoria; hablé con el corredor de bolsa en cuyo despacho trabajaba, explicándole la urgencia del viaje, saqué el pasaporte de una caja de recuerdos de un viaje que había hecho a México, reservé plaza en un vuelo polar de la British Airways y, de repente, experimenté la apremiante necesidad de huir del amargo y doloroso final de una relación amorosa.

Me hizo un efecto muy raro sobrevolar el polo norte mientras pensaba en lo que estaba dejando a mi espalda y en lo que tenía por delante. Recordé el remordimiento de mi madre por no haber viajado antes a Inglaterra y por el hecho de que su padre tuviera que morir sin haber vuelto a ver a su hija. Pensé también en Doug y en nuestra triste despedida.

Por eso, me dije, estaba yo tan confusa en la terminal del aeropuerto de R

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos