Imposible

Danielle Steel

Fragmento

Imposible

1

La galería Suvery de París ocupaba un edificio impresionante, un elegante hôtel particulier del siglo XVIII del faubourg Saint-Honoré. Los coleccionistas entraban, previa cita, directamente al patio interior por unas inmensas puertas de bronce. Enfrente encontraban la galería principal y a la izquierda las oficinas de Simon de Suvery, el propietario. A la derecha estaba la aportación de su hija a la galería, el ala contemporánea. Detrás de la casa se extendía un elegante jardín lleno de esculturas, en su mayoría de Rodin. Simon de Suvery llevaba allí más de cuarenta años. Su padre, Antoine, había sido uno de los coleccionistas más importantes de Europa y Simon se especializó en pintura del Renacimiento y de los maestros holandeses antes de abrir la galería. Ahora le consultaban museos de toda Europa, le respetaban los coleccionistas privados y le admiraba y le temía todo el que le conocía.

Simon de Suvery tenía un físico imponente, un cuerpo alto y fornido de rasgos severos y ojos negros que te atravesaban hasta e1 alma. No había mostrado prisa por casarse. De joven estaba demasiado ocupado montando su negocio para desperdiciar el tiempo en romances. A los cuarenta años se casó con la hija de un importante coleccionista estadounidense. Fue una unión dichosa y feliz. Marjorie de Suvery jamás participó directamente en la galería, consolidada antes de su matrimonio con Simon. A ella le fascinaba la galería y admiraba las obras que Simon le mostraba. Le amaba profundamente y por tanto sentía un gran interés por todo lo que su marido hacía. Marjorie era artista, pero jamás le gustó mostrar su obra. Pintaba refinados paisajes y retratos que a menudo regalaba a las amistades. La verdad es que a su marido le gustaba su obra pero sin llegar a impresionarlo. Simon era inflexible en sus elecciones y despiadado en las decisiones que afectaban a la galería. Tenía una voluntad de hierro, una mente afilada como un diamante, un agudo sentido para los negocios y, enterrado muy por debajo de la superficie, bien escondido a todas horas, un gran corazón. Al menos eso aseguraba Marjorie. Aunque no todo el mundo le creía. Simon era justo con sus empleados, honesto con los clientes e implacable cuando deseaba algo que en su opinión la galería debía poseer. En ocasiones tardaba años en adquirir un cuadro o una escultura en particular, pero no descansaba hasta conseguirlo. A su mujer, antes de casarse, la persiguió de modo bastante similar. Y una vez conseguida la guardó como un tesoro, casi para él solo. Simon solo hacía vida social cuando se veía obligado y recibía a los clientes en un ala de la casa.

Los Suvery decidieron tener hijos tarde. De hecho, la decisión fue de Simon; esperaron diez años para concebir. Consciente de cuánto anhelaba un hijo su mujer, Simon terminó por acceder a sus deseos y solo se llevó una leve decepción cuando Marjorie dio a luz a una niña en lugar de a un varón. Cuando nació Sasha, Simon tenía cincuenta años y Marjorie treinta y nueve. Sasha se convirtió de inmediato en la razón de vivir de su madre. Siempre estaban juntas. Marjorie pasaba horas con la niña, riéndose y arrullándola, jugando con ella en el jardín. Casi se puso de luto cuando su hija empezó el colegio y tuvieron que separarse. Sasha era una criatura bonita y deliciosa. Tenía la belleza morena de su padre y la delicadeza etérea de su madre. Marjorie era una mujer rubia de aspecto angelical y ojos azules que recordaba a una madonna de una pintura italiana. Sasha tenía los rasgos delicados de su madre y el pelo y los ojos oscuros de su padre, pero a diferencia de uno y otra era frágil y menuda. Su padre solía hacerla rabiar diciéndole que parecía la miniatura de una niña. Pero el alma de Sasha no era nada pequeña, al contrario, poseía la fuerza y la voluntad férrea de su padre, la calidez y la ternura de su madre y la franqueza que muy pronto aprendió de Simon. La niña tuvo que cumplir cuatro o cinco años para que su padre se fijara de verdad en ella, y en cuanto lo hizo, solo le habló de arte. En sus ratos libres Simon paseaba con ella por la galería; le nombraba títulos y maestros, y le mostraba sus obras en libros de arte con el objeto de que la niña recordara los nombres y, en cuanto aprendiera a escribir, los deletreara. En lugar de rebelarse, Sasha se empapó de todo, retuvo hasta e1 último dato de información proporcionado por su padre. Simon estaba muy orgulloso de ella. Y cada vez más enamorado de su esposa; sin embargo, esta enfermó a los tres años de dar a luz.

La enfermedad de Marjorie empezó como un misterio que desconcertaba a todos los médicos. Simon creía en secreto que era psicosomática. El no tenía paciencia con la enfermedad ni con la debilidad y opinaba que lo físico podía siempre dominarse y superarse. Pero en lugar de mejorar, Marjorie se debilitó cada vez más. Pasó todo un año hasta que en Londres le dieron un diagnóstico que después se confirmó en Nueva York. Marjorie sufría una enfermedad degenerativa poco común que le atacaba los nervios y los músculos y terminaría por afectar a los pulmones y al corazón. Simon no aceptó el pronóstico y Marjorie lo encaró con valentía; se quejaba poco, hacía cuanto la enfermedad le consentía, pasaba todo el tiempo que sus fuerzas le permitían con su marido y su hija y entre una cosa y otra descansaba. La enfermedad nunca quebrantó su espíritu pero al final, tal como le habían pronosticado, el cuerpo sucumbió. Quedó postrada en la cama cuando Sasha tenía siete años y murió al poco de que la niña cumpliera los nueve. Pese a todas las advertencias de los médicos, Simon se quedó atónito. Igual que Sasha. Sus padres no la habían preparado para aceptar la muerte de su madre. Tanto Sasha como Simon se habían acostumbrado a que Marjorie se interesara por todo lo que hacían y participara en sus vidas incluso postrada en cama. La desaparición repentina de Marjorie cayó sobre ellos como un mazazo y Sasha y su padre se unieron como no lo habían estado nunca. En lugar de la galería, Sasha se convirtió en el centro de la vida de su padre.

Sasha creció comiendo, bebiendo, durmiendo y amando el arte. Era todo lo que sabía, todo lo que hacía, todo lo que quería aparte de a su padre. Sentía por él la misma devoción que él por ella. Incluso de niña sabía tanto de la galería y su complicado e intrigante funcionamiento como cualquiera de los empleados. A veces a Simon le parecía que, aunque era una niña, ya era más lista y mucho más creativa que cualquiera de sus trabajadores. La única cosa que preocupaba al padre, y no se molestaba en disimularlo, era la creciente pasión de Sasha por el arte moderno y contemporáneo. El arte contemporáneo en particular le irritaba considerablemente y no dudaba en calificarlo de basura, ya fuera en público o en privado. Simon solo amaba y respetaba a los grandes maestros; a nadie más.

Como su padre antes que ella, Sasha estudió

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