Cuando sube la marea (Bahía de Chesapeake 2)

Nora Roberts

Fragmento

1

—Aquí tenemos unos cuantos polizones, capitán. —Jim Bodine rebuscaba entre los cangrejos de la cesta y pasaba los ejemplares más vendibles al tanque. No le preocupaban las pinzas de los cangrejos y tenía cicatrices en sus rudas manos que podían demostrarlo. Llevaba los guantes típicos entre los de su profesión, pero de todos era sabido lo rápido que se estropeaban. Y si había un solo agujero, seguro que un cangrejo sería el primero en encontrarlo.

Trabajaba a buen ritmo, las piernas separadas para no perder el equilibrio sobre la cubierta de la barca, los ojos oscuros entornados en lo alto de una cara marcada por la edad, el sol y la vida. Algunos le echaban cincuenta, y otros, ochenta, y a Jim no podía importarle menos.

Siempre se dirigía a Ethan como capitán y raramente pronunciaba más de una frase seguida.

Ethan dirigió la barca hacia la siguiente cesta, la mano derecha sobre la barra que hacía las veces de timón y que casi todos los pescadores preferían en lugar del circular. Al mismo tiempo controlaba el acelerador y las marchas con la mano izquierda, y hacía las correcciones necesarias a medida que avanzaban siguiendo la línea de trampas.

La bahía de Chesapeake podía ser generosa cuando quería, pero también podía ser traicionera y hacer trabajar duro a todo aquel que codiciara hacerse con su botín.

Ethan conocía la bahía demasiado bien, el comportamiento y los movimientos siempre inconstantes, y en cierto modo imprevisibles, del estuario más grande de todo el continente. Se extendía de norte a sur durante más de doscientos kilómetros, y sin embargo, apenas medía seis de ancho rozando Annapolis y cincuenta en la desembocadura del río Potomac. Saint Christopher descansaba al sur de Maryland, en su costa este, dependiendo de la generosidad de sus aguas, maldiciéndola por sus frecuentes y crueles caprichos.

Las aguas de Ethan, las que habían sido y seguían siendo su hogar, estaban rodeadas de marismas atravesadas por ríos de escaso caudal y apenas desnivel que brillaban entre matorrales de caucho y roble.

Era un mundo de arroyos creados por las mareas y las repentinas bajadas, en el que el apio y la ruppia maritima echaban raíces por doquier.

Se había convertido en su mundo, con sus cambiantes estaciones, sus repentinas tormentas y los sempiternos sonidos y olores del agua.

Con la precisión de un mecanismo de relojería, cogió un garfio, atrapó el cable del que colgaban las cestas y, con un movimiento suave como un paso de baile, lo enganchó a la polea con la que las izaban.

En cuestión de segundos, apareció la primera cesta, cubierta de algas y trozos de cebo viejo, y llena de cangrejos.

Ethan vio las pinzas rojas de las hembras adultas y los ojos entornados de los machos.

—Una buena cosecha de cangrejos —fue todo lo que Jim dijo antes de ponerse manos a la obra, subiendo la cesta a cubierta como si no pesara nada.

Aquel día las aguas estaban inquietas e Ethan podía oler la tormenta que se acercaba. Cuando necesitaba las manos para otras cosas, manejaba los controles de la barca con las rodillas, todo ello sin dejar de vigilar las nubes que empezaban a formarse por el oeste.

Había llegado el momento, se dijo, de mover la línea de cestas hacia el interior de la bahía y comprobar cuántos cangrejos habían caído en la trampa. Sabía que Jim andaba escaso de dinero, y él mismo necesitaba todo el que pudiera reunir para mantener a flote el pequeño astillero que sus hermanos y él acababan de montar.

Había llegado el momento, se repitió. Jim repuso el cebo de una de las cestas con restos de pescado y luego la lanzó de nuevo por la borda; mientras, Ethan atrapaba la siguiente boya.

Simon, el elegante labrador de Ethan, permanecía de pie en cubierta, con las patas delanteras sobre la borda y la lengua colgando a un lado. Al igual que su amo, en pocos sitios era más feliz que en el agua.

Siguieron trabajando codo con codo, prácticamente en silencio, comunicándose con gruñidos, movimientos de hombros y algún que otro juramento. El trabajo resultaba reconfortante, y es que abundaban los cangrejos. Había años en los que no pescaban nada, años en los que parecía que el invierno hubiera acabado con ellos o que las aguas se negaran a subir lo suficiente como para tentar a las pequeñas criaturas.

Cuando eso sucedía, los pescadores lo pasaban mal, a menos que tuvieran otra fuente de ingresos. Y eso era precisamente lo que Ethan se había propuesto.

La primera embarcación de los Quinn estaba casi terminada y era una auténtica belleza. Cameron había conseguido otro cliente, un tipo rico que había conocido cuando se dedicaba a las carreras, así que en breve empezarían a trabajar en su segundo barco. Ethan nunca había dudado de que su hermano supiera cómo atraer el dinero.

Lo conseguirían, se dijo, por mucho que Phillip dudara o se quejara.

Levantó la mirada hacia el cielo para calcular la hora mientras observaba las nubes que se alejaban lentamente hacia el este.

—Lo dejamos por hoy, Jim.

Llevaban ocho horas en el agua, una jornada corta, pero Jim no se quejó. Sabía que no era la tormenta lo que preocupaba a Ethan.

—El chaval ya habrá vuelto del colegio —dijo.
—Sí. —Y aunque Seth era lo suficientemente autónomo como para quedarse solo unas horas por la tarde, Ethan prefería no tentar a la suerte. Un niño de diez años, y con el temperamento de Seth, atraía los problemas como un imán.

Cuando Cam regresara de Europa, en un par de semanas, se ocuparían de él entre todos, pero por el momento el chico era su responsabilidad.

Las aguas de la bahía se habían picado e imitaban como un espejo el gris metalizado que teñía el cielo. Sin embargo, ni los hombres ni el perro parecían preocupados cada vez que la barca se encaramaba a la cresta de una ola y luego se dejaba caer. Simon se había trasladado a proa, la cabeza alta, las orejas al viento, su mejor sonrisa canina en la cara. Ethan había construido aquella embarcación con sus propias manos y sabía que resistiría. Con la misma seguridad que el perro, Jim se resguardó bajo el toldo y encendió un cigarrillo cubriéndolo con una de las manos.

El paseo marítimo de Saint Christopher estaba lleno de turistas. Habían llegado desde la ciudad con los primeros días de junio, tentados con promesas de buen tiempo a coger el coche y recorrer la distancia que separaba Washington de Baltimore. Ethan suponía que para ellos Saint Christopher era un pueblecito pintoresco, con sus calles estrechas, sus casas de madera y sus tiendas diminutas. Les gustaba ver la velocidad con la que se movían los dedos de los recolectores, comer pastel de cangrejo y poder explicar a sus amigos que se habían tomado un bol entero de sopa de cangrejo hembra. Pasaban la noche en alguna pensión —había ni más ni menos que cuatro— y se gastaban el dinero en los restaurantes del pueblo o en las tiendas de recuerdos.

A Ethan no lo molestaban. Cuando la bahía se volvía más avara, el turismo se ocupaba de mantener el pueblo con vida. Y, además, Ethan estaba convencido de que pronto llegaría el día en que algunos de aquellos turistas se darían cuenta de que lo que siempre habían deseado era tener su propio velero de madera construido a mano.

El viento soplaba cada vez con más fuerza. Ethan echó amarras, y Jim saltó sobre la borda para asegurar los cabos, con la gracia de una rana de piernas cortas y cuerpo achaparrado con botas de goma blancas y vieja gorra manchada de grasa.

A una señal de Ethan, Simon se sentó en la cubierta y permaneció en el barco mientras ellos descargaban la pesca del día y el viento hacía bailar el toldo verde y gastado de

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