Un regalo extraordinario

Danielle Steel

Fragmento

Un regalo extraordinario

1

Sarah Sloane entró en el salón de baile del Ritz-Carlton, en San Francisco, y le pareció que tenía un aspecto fantástico. Las mesas estaban cubiertas con manteles adamascados de color crema; los candelabros de plata, la cubertería y el cristal relucían. Los habían alquilado a un proveedor externo que había donado su uso para esa noche y que ofrecía una selección de mayor calidad que la de los utensilios del hotel. Los platos tenían el borde dorado. Había pequeños obsequios para los invitados, envueltos en papel plateado, en cada asiento. Un calígrafo había escrito los menús en un grueso papel ahuesado y los habían colocado en pequeños soportes de plata. Las tarjetas con el nombre, decoradas con unos diminutos ángeles dorados, ya estaban dispuestas según el croquis de Sarah, cuidadosamente estudiado. Las tres hileras de mesas doradas de los patrocinadores estaban en la parte frontal de la sala, con las mesas de plata y de bronce detrás de ellas. Había un elegante programa en cada asiento, junto con el catálogo de la subasta y una paleta de puja numerada.

Sarah había organizado el acontecimiento con el mismo esmero y meticulosidad con que lo hacía todo, y de la misma manera en que había dirigido actos benéficos similares en Nueva York. A cada detalle le había dado un toque personal y, al mirar las rosas de color marfil que había en cada mesa, rodeadas de cintas doradas y plateadas, se dijo que parecía más una boda que una gala benéfica. Se las había procurado el mejor florista de la ciudad, a un tercio del coste normal. Saks iba a ofrecer un desfile de moda y Tiffany enviaría a sus modelos para que exhibieran sus joyas y se pasearan entre la multitud.

Se celebraría una subasta de artículos de alto precio que incluían joyas, viajes a lugares exóticos, actividades deportivas, posibilidad de conocer y saludar a algunas celebridades y un Range Rover negro que estaba aparcado delante del hotel con un enorme lazo dorado encima. Alguien iba a sentirse muy feliz conduciendo aquel coche de vuelta a casa al final de la noche. Pero todavía serían más felices en la unidad neonatal del hospital en cuyo beneficio se celebraba la gala. Era el segundo baile que Sarah organizaba y dirigía para Smallest Angels. El primero había recaudado más de dos millones de dólares, sumando el precio de la entrada, la subasta y las donaciones. Aquella noche esperaba llegar a los tres millones.

Las destacadas actuaciones que ofrecían les ayudarían a alcanzar su objetivo. Una orquesta de baile que tocaría a intervalos durante toda la noche. La hija de un importante magnate hollywoodiense era miembro del comité organizador. Su padre había conseguido que actuara Melanie Free, lo cual les permitía cobrar unos precios elevados tanto para las entradas individuales como para las mesas de los patrocinadores. Melanie había ganado un Grammy tres meses atrás y sus actuaciones individuales, como esta, solían cotizarse a un millón y medio. En este caso actuaría sin cobrar. Lo único que Smallest Angels tenía que hacer era pagar los costes de producción, que eran bastante altos. Los gastos del viaje, la comida y el alojamiento de los encargados de transportar y montar el equipo y de la orquesta ascendían a trescientos mil dólares, lo cual era una ganga, considerando de quién se trataba y del efecto sísmico de sus actuaciones.

Todos se quedaron impresionados al recibir la invitación y ver quién actuaba. Melanie Free era la artista musical más en boga del momento en todo el país y era deslumbrante. Tenía diecinueve años y su carrera en los dos últimos había sido meteórica debido a sus constantes éxitos. Su reciente Grammy era la guinda del pastel, y Sarah le agradecía que siguiera dispuesta a participar en su gala benéfica sin cobrar nada. Lo que más miedo le daba era que Melanie cancelara en el último minuto. En las actuaciones gratuitas, muchas estrellas y cantantes decidían no presentarse solo unas horas antes del momento previsto. Pero el agente de Melanie había jurado que ella estaría allí. Prometía ser una noche apasionante; además, toda la prensa cubriría la gala. El comité se las había arreglado, incluso, para hacer que algunas estrellas volaran desde Los Ángeles para estar presentes, y todos los miembros relevantes de la sociedad local habían comprado entradas. En los dos últimos años, había sido la gala benéfica más importante y productiva de San Francisco y, según decían todos, la más divertida.

Sarah había promovido la gala benéfica como resultado de su experiencia personal con la unidad neonatal que había salvado a su hija Molly tres años atrás, cuando nació prematuramente tres meses antes de lo previsto. Era el primer hijo de Sarah. Durante el embarazo todo parecía ir bien. Sarah tenía un aspecto fabuloso y se sentía de maravilla y, con treinta y dos años, daba por sentado que no habría ningún problema, hasta que una noche lluzviosa se puso de parto y no pudieron detenerlo. Molly nació al día siguiente y pasó dos meses en una incubadora en la UCI neonatal, mientras Sarah y su marido, Seth, permanecían allí, impotentes. Sarah había permanecido día y noche en el hospital; habían salvado a Molly y no le habían quedado secuelas ni daños. Ahora, con tres años, era una niña feliz y activa, lista para empezar el preescolar en otoño.

El segundo hijo de Sarah, Oliver, «Ollie», había nacido el verano anterior sin ningún problema. Ahora era un pequeño de nueve meses, encantador, regordete y muy simpático. Sus hijos eran la alegría de Sarah y de su esposo. Era una mamá a jornada completa y su única actividad seria, aparte de esa, era organizar esta gala benéfica cada año. Exigía una cantidad de trabajo y de organización enorme, pero se le daba muy bien.

Sarah y Seth se conocieron en la Escuela de Negocios de Stanford seis años atrás, tras abandonar Nueva York. Se casaron en cuanto se graduaron y se quedaron en San Francisco. Seth consiguió trabajo en Silicon Valley y, justo después del nacimiento de Molly, puso en marcha sus propios fondos de alto riesgo. Sarah decidió no incorporarse al mercado laboral. Se quedó embarazada de Molly en su noche de bodas y prefirió estar en casa, con sus hijos. Antes de ir a Stanford, había pasado cinco años trabajando de analista en Wall Street, Nueva York. Pero ahora quería disfrutar unos años de la maternidad a tiempo completo. A Seth le había ido tan bien con sus fondos de alto riesgo que no había ninguna razón para que volviera a trabajar.

A los treinta y siete años, Seth había amasado una considerable fortuna y era uno de los astros jóvenes más brillantes en el cielo de la comunidad financiera, tanto en San Francisco como en Nueva York. Habían comprado una gran casa de ladrillos muy bonita en Pacific Heights, con vistas a la bahía, y la habían llenado de arte contemporáneo: Calder, Ellsworth Kelly, De Kooning, Jackson Pollock y un puñado de desconocidos pero prometedores artistas. Sarah y Seth disfrutaban plenamente de su vida en San Francisco. Les había resultado fácil trasladarse, ya que Seth había perdido a sus padres hacía unos años y los de Sarah se habían ido a vivir a

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