1
—¿Nombre?
—Ib Taylor Jones.
Ante mi respuesta, los dedos de la enfermera se mueven con avidez por el teclado. El silencio huele a desinfectante suave, a notas de jabón caro. Con las manos lejos del mostrador y las comisuras de los labios estiradas, pero no demasiado, espero a que termine de borrar varias veces alguna tecla mal pulsada.
—Pero ya viniste el martes —dice con el ceño fruncido.
—Hablé con la enfermera Reed antes de que se jubilara. Tiene que estar apuntado. —Mi voz suena amable y educada, aunque doy un ligero paso hacia delante y mi sombra comparte espacio con el monitor—. Mañana es mi cumpleaños, pero los domingos no se admiten visitas. La enfermera Reed…
Dejo de hablar cuando observo que la enfermera ha vuelto a su tarea de pulsar teclas sin prestarme la más mínima atención. Es nueva, todavía no tiene una identificación colgada en la bata para que podamos dirigirnos a ella. Podría ser un despiste, o quizá lo ha hecho a propósito para poder moverse tranquila en sus primeros días.
—Una hora —me dice, y yo extiendo la mano para que me ponga una de esas pulseritas típicas de los hospitales con mi nombre y la hora límite de salida, pero de color rosa.
Amarillo para los residentes, rosa para los visitantes. Tendría que haberle preguntado a la enfermera Reed si los colores tienen algún significado profundo, más allá de lo estético, pero no he caído en la cuenta hasta ahora.
Le doy las gracias a la enfermera nueva, aunque no se haya molestado en dedicarme más de una frase, y cruzo las puertas de entrada. El jardín es lo primero que tienes que atravesar. El acceso siempre me ha parecido curioso; la forma en la que te obliga a detenerte, a fijarte en el contraste casi iridiscente de la luz natural, cómo cae desde la claraboya del techo en una cascada suave, empapándolo todo: las plantas, las flores de temporada, el sendero de tierra pálida, el estanque con peces koi. Olvidar aquí parece una opción más fácil que recordar.
Pero si eres un poco más observador, puedes notar que el estanque parece más un charco que un pequeño lago. Que ese verde ocre que ves al fondo no pertenece a un grupo de árboles desordenados, sino a un papel de pared que oculta el frío hormigón. No hay un aroma escondido, como sucede cuando te pierdes en un bosque, que huele a resina y a hierba pisoteada y a polvo, pero puedes distinguir el olor lejano de la ciudad, de un espacio infinitamente contaminado. En este lugar, la libertad es como un pensamiento interrumpido: frágil, un soplo inesperado, alcanzable solo a ratos.
Saludo a un par de residentes que conozco de vista y a los distintos vigilantes, solo reconocibles por su gesto concentrado y la envergadura de sus brazos. Todos los trabajadores siguen una coreografía cuidadosamente estudiada cuando llega la hora de las visitas, como si fuera una residencia de lujo normal, pero siempre hay algo que los delata. Las pulseras de colores. Una enfermera corriendo por los pasillos. El sonido de un sollozo incontrolable.
Tengo que mostrarle mi pulsera a un hombre vestido de jardinero para que me deje usar el ascensor. Subo a la última planta, mis zapatillas apenas hacen ruido sobre el suelo encerado. Hoy nadie me está esperando fuera de la puerta de su habitación. La escogió en el ala más tranquila del edificio, con vistas al jardín, lejos del comedor y de los espacios comunes. No estuve de acuerdo con su decisión, pero cómo decírselo. Por qué hacer algo que podría dañar a otros, por qué no resistirse a llevar la razón y dejar que sean felices un poco más, solo un poco más.
Entro en la habitación sin llamar; aquí las puertas no pueden cerrarse. Como siempre, lo primero que noto es el aroma fresco y húmedo del incienso. El tamaño de la habitación podría confundirse con un salón, aunque está decorada como un dormitorio normal. Una cama y dos cojines alargados, un armario, el mueble para la tele; a eso me refiero. Veo una esterilla extendida sobre la tarima de fresno y algunos útiles para hacer yoga a su alrededor, pero no sabría decir si se han utilizado o forman parte de una puesta en escena. Me detengo en medio de la habitación y clavo la vista en la mujer que mira por la ventana, dándome la espalda. En su pelo largo y enredado, a veces castaño, a veces negro. En la rigidez de los hombros y la posición un poco separada de las piernas, como si estuviera esperando a que pasara algo bueno, malo…, eso ya no lo sé. Nunca lo he sabido. Sonrío y me aparto el flequillo de la frente como si eso, de alguna manera, pudiera ayudarme a sobrellevar el abandono en toda esta imagen, pero también el que traigo de fuera. El que duerme en mis huesos.
—El cerezo no va a florecer antes porque lo mires.
Lentamente, mi madre se da la vuelta. Al principio parece que le cuesta un poco reconocerme, su mirada adopta una solidez temerosa; me recuerda a esas veces en las que te incorporas en la cama después de haber tenido un sueño demasiado vívido. Entonces su boca se estira y me enseña los dientes, que son de un blanco elegante pero torcidos, y sus brazos pierden fuerza y aletean antes de acoplarse a ambos lados de sus caderas.
—¿Tú también? Déjame soñar un poco… —Su tono de voz suele tener esa mezcla de cariño y enfado, o cariño y tristeza, cariño y agobio, cariño y miedo. Se toca la parte baja de la espalda, y cuando ve que sigo el movimiento con la mirada, suspira—. He discutido con la enfermera nueva, antes de que vinieras. Dice que tengo que tomarme todas las pastillas, incluso la de después de comer.
—Algo de razón tiene.
—La enfermera Reed me dejaba hacer lo que quería —protesta, y me recuerda al niño que he visto mientras venía hacia aquí, pidiéndole a su madre que le soltara la mano para caminar por delante y solo.
—Nos hemos acostumbrado demasiado a saltarnos las reglas. —Me muerdo el labio, sin saber cómo seguir—. Quizá sería un buen momento para empezar a salir algunos días del centro o…
—He vendido el piso —me interrumpe—. El de Carson City.
—No tenías más pisos, mamá.
Trato de mostrarme impasible, aunque por dentro siento una especie de congoja.
Mi madre ha vendido su casa.
Mi madre tiene la excusa perfecta para alargar indefinidamente su estancia en este lugar.
Mi madre no quiere volver a pisar otro lugar.
No sé cuándo empecé a hacerlo, pero tengo la costumbre de dividir las cosas que no entiendo en tres conceptos un poco más sencillos. A veces son un resumen. A veces sigo sin entender nada. A veces surge una fractura. Y otra. Y otra más.
—Aquí tengo todo lo que necesito —me explica ella, y extiende los brazos para enfatizar su idea—. Puedo despertarme a la hora que yo quiera, ir a clases de pintura o natación, leer en el jardín, comer lo que me apetezca sin preocuparme de cocinar o lavar los platos, hablar con la gente que me parezca más interesante… —Suspira—. Cuando estaba la enfermera Reed, esto era el paraíso. Un hotel de cinco estrellas para trastornados.
—Pero la enfermera Reed ya no está —recalco—. Y no lo llames así.
Mi madre se ríe un poco.
—Dame un par de meses para ganarme la confianza de la nueva enfermera y podremos vernos más de una vez a la semana. Y entonces sí que estaré en el paraíso. —Se separa de la ventana y rebusca algo en los bolsillos de sus viejos vaqueros; su piel está fría cuando me coge las manos y las une como si pretendiera tomar agua de una fuente—. Cierra los ojos. —Es más una súplica que una orden. Le hago caso, y entonces noto cómo deposita algo fino y ligero sobre las palmas, los segundos de dilación entre la oscuridad y la luz cuando dice, emocionada—: Feliz cumpleaños, Ib.
Abro los ojos y veo que su regalo es una cadena larga y plateada rematada por un corazón anatómico del tamaño de una uña. El corazón también es plateado y está lleno de detalles: puedo distinguir los ventrículos y las arterias, y unas pequeñas venas surcando la superficie como si pretendieran que la plata latiera de verdad.
—¿Otro corazón? —Sostengo el colgante frente a mis ojos y sonrío.
—A veces pienso en lo que haríamos si pudiéramos sentir el doble. —En su voz hay un germen difícil de pasar por alto que me hace sospechar que en realidad está pensando en el sufrimiento, en la posibilidad de sufrir por dos—. Dile a Vesta que te lo ponga mañana.
Guardo el colgante en el bolsillo y charlamos un poco más, aunque mi madre me observa con esa mirada desorientada, casi ausente. No menciona la tinta que mancha el dorso de mi mano, tampoco el corte de pelo o la blusa que le tomé prestada a Vesta. Hizo un comentario el martes, cuando vine a visitarla y hablamos de mi cumpleaños. «Me encantaría verte crecer cuatro o cinco años de golpe». Yo interpreté que quería que fuese más sofisticada y adulta, y apresuré este cambio en cuatro días, y ahora moverse en esta piel parece tan importante como pasearse libremente con la antigua. No lo he pensado bien. No sé qué esperaba. Supongo que solo me importaba que mi madre fuera un poco más feliz.
Pero mi madre no cambia, sigue siendo la misma, y yo… yo tendré que salir de aquí y obligarme a recordar quién soy.
Llaman a la puerta cuando faltan dos minutos para que se cumpla la hora de visita. Mi madre y yo nos abrazamos para despedirnos; sus dedos se arquean al aferrarse a mis hombros y, por un momento, temo que vaya a echarse a llorar. Pero cuando nos separamos, me muestra una sonrisa calmada y promete que la semana que viene la encontraré en el jardín cuando llegue. Nos damos la vuelta casi a la vez; ella, para mirar su cerezo por la ventana como si esto hubiera sido la pausa, y yo, sumida en un nuevo paréntesis hasta la semana que viene.
El doctor Mittman me está esperando fuera. Por la manera en la que sostiene su carpeta —bajo la axila derecha— con documentos y apuntes clínicos, intuyo que tiene tiempo para hablar conmigo.
—¿Cómo estás, Ib? Si no te importa, prefiero felicitarte el cumpleaños la semana que viene. Ya sabes, por eso de que trae mala suerte tomar prestado un tiempo que no es tuyo.
—No se preocupe, doctor. —Si no conociera tan de cerca el trabajo del doctor Mittman, pensaría que un psiquiatra que se deja guiar por supersticiones no es un buen psiquiatra. Me separo de la puerta y bajo la voz—: He notado a mi madre un poco más apagada que en la última visita.
El hombre, que no pasará de los cincuenta años, suelta un profundo y sentido suspiro.
—Nailah no tolera bien los cambios. Entre la venta del piso y la jubilación de la enfermera Reed… Bueno, ya lo habréis hablado. —Asiento, y él imita mi gesto antes de seguir hablando—: No te voy a engañar: hay poco margen de mejora. Tu madre prefiere pensar que está de vacaciones en lugar de afrontar los motivos que la hicieron venir aquí.
—Pero no se va a hacer daño, ¿verdad?
Oigo el eco lejano de los aspersores y un carrito de enfermería chocar contra algo más grande. El doctor Mittman me pone una mano en el brazo para obligarme a caminar a su lado; la firmeza del contacto y el ritmo calculado de nuestros pasos me ayudan a respirar más tranquila y a alejar esa horrible posibilidad de mi mente.
—Ib, ya lo sabes —responde, y suena cansado. Supongo que todas las personas que trabajan para recomponer a otras, tarde o temprano, terminan sonando de la misma manera—. Hacemos todo lo que podemos.
—Ya, si no dudo de su trabajo. Pero ha vendido el piso y…
—De eso quería hablarte precisamente —me interrumpe, y nos detenemos frente a uno de los cuartos de mantenimiento. El doctor me suelta el brazo para abrir la puerta, y el olor a lejía y a aséptico que emana del interior me hace arrugar la nariz—. Trajeron las antiguas pertenencias de tu madre, pero no ha querido quedarse con nada. —Me fijo en una pila de cajas, ordenadas unas sobre otras, al lado de un cubo sin fregona; siento un cosquilleo nervioso en la punta de los dedos, como si este fuera mi verdadero regalo de cumpleaños—. Antes de tirarlo todo a la basura, quería preguntarte si te interesa rescatar algo.
Agradezco al doctor Mittman su gesto y reviso las cajas mientras él espera justo detrás de la puerta. El cuarto de mantenimiento está casi en penumbra, ahora solo iluminado por un rayo de luz que atraviesa las persianas rotas. Mis manos tocan ropa que huele a humedad y libros con los lomos amarillentos, quebradizos, como si el tiempo los hubiera secado desde dentro. Los devuelvo a su sitio con rapidez; algo me dice que mi madre no estaría de acuerdo con todo esto. Es muy celosa de su intimidad: cuando vivíamos juntas, cerraba su cuarto con llave, y ni siquiera los días en los que me tocaba aspirar y fregar toda la casa podía asomarme. Recuerdo que mi padre le preguntó una vez, entre risas, cuando yo era pequeña y se forzaban a discutir como si fuera otro juego más, que por qué no compartía su tesoro pirata con nosotros. Ella sonrió, sincera y divertida, oscura y frágil a la vez. No volvimos a mencionar nada.
De repente, mis dedos se topan con algo distinto en la última caja. Bajo un puñado de papeles arrugados, asoma un álbum de fotos y un joyero cuyo cierre apenas sostiene los años. ¿Qué habrá dentro? La curiosidad que siento es como el hambre de un animal salvaje con los huesos demasiado anchos, pero no puedo arriesgarme a que mi madre salga de su habitación y me encuentre todavía aquí. Guardo el álbum y el joyero en una caja junto a otras pequeñas cosas, los objetos tintinean con suavidad al caer juntos, y salgo del cuarto de mantenimiento.
—Me llevo esta caja. —Miro con nerviosismo al fondo del pasillo, pero todo sigue igual de despejado que hace unos momentos—. Ah, y doctor, ¿no cree que podríamos donar el resto de las cosas? La mayoría todavía pueden aprovecharse, yo…
—Claro, claro. —Pero ya sostiene su carpeta entre los pulgares—. Nos vemos la semana que viene, Ib.
Aferro la caja con las dos manos y sonrío al doctor, sonrío a cada persona que me encuentro en mi camino hacia la salida. Mi compañera de piso, que también es mi mejor amiga, me dijo hace poco que mis sonrisas siempre llevan implícita una disculpa, como si por el simple hecho de estar presente sintiera que le debo al mundo una explicación. «No es un cumplido», respondió cuando le di las gracias. Y yo volví a sonreír y a pensar que quizá tenía razón, pero para qué cambiarlo.
Así nadie puede saber nada.
Normalmente, nadie sabe nada de nadie.
2
Nada más entrar en casa, veo a Vesta de pie en medio del pasillo con una toalla de baño enrollada por debajo de las axilas, el pelo seco y un gesto apremiante en el rostro. Está hablando por teléfono con alguien; más bien, está emitiendo sonidos de confirmación y algún que otro «ah, lo imaginaba» o «sí, claro, sí». No me ha dado tiempo a soltar la caja y ya me está ofreciendo el teléfono como si le ardiera.
—Es tu padre —me explica. Parpadea, los músculos de los ojos tirando hacia abajo junto a sus cejas perfectamente depiladas—. ¿Esa blusa es mía?
—Eh…, un poco.
—¿Un poco? Bueno, da igual. Me voy a la ducha. ¿Te importa poner la pizza en el horno? Es que como estaba hablando… —Asiento y le digo que no hay problema, lo que parece hacerla inmensamente feliz—. Por cierto, Corazón, estás guapísima. Róbame toda la ropa que quieras, tú no te cortes.
En otro momento, si Vesta no fuera tan cuadriculada y no midiera la vida según sus niveles de entropía, yo podría haberle expresado lo mucho que me conmueve su comentario. Hablaríamos de mi madre, porque siento que todas las conversaciones medianamente profundas que tengo sobre mí misma acaban en el mismo lugar, algo así como un laberinto mal diseñado, y tal vez me atrevería a preguntarme en voz alta: ¿esto va a ser siempre así?, ¿dónde está la salida? Pero Vesta tiene prisa por ducharse, así que se encierra en el baño y yo me quedo sola, con dos padres a la espera.
Sonrío, qué otra cosa puedo hacer. Ah, sí: aceptar la llamada y doblar lentamente el codo para llevarme el teléfono a la oreja.
—¡Hola, papá!
—¡Hola, Taylor! ¡Feliz cumpleaños!
Mis labios pierden fuerza mientras entro en nuestra cocina, que mide apenas seis metros de largo.
—Es mañana, papá.
—Lo sé, pero quería ser el primero en felicitarte. —Mi padre tose y se ríe, y yo le sigo el juego como cada año porque, a pesar de haber sido yo su primer espermatozoide exitoso, no recuerda si nací el 2 o el 3 de agosto y sus felicitaciones siempre saben a disculpa: «perdón, soy el primero», «perdón, soy el último»—. ¿Qué tal estás? ¿Cómo está siendo el verano en la pequeña ciudad más grande del mundo?
Vesta y yo vivimos en Reno desde hace dos años, en un edificio de los años sesenta ubicado en una zona relativamente cercana al centro, con las paredes lo suficientemente finas como para oír las discusiones (largas) y las reconciliaciones (muy cortas, cortísimas) de los vecinos de al lado. Lo mejor de nuestro piso es el mirador del salón, que permite ver la Sierra Nevada, aunque la vista queda algo limitada por los edificios viejos de la calle que cruza justo enfrente. A veces el olor a desierto se cuela por las rendijas de las ventanas, mezclado con el eco lejano de los casinos junto al río, lo que nos recuerda que estamos en una ciudad levantada entre el brillo y el polvo.
—Más tranquilo que otros años, la verdad —respondo—. O soy yo, que me he acostumbrado al ruido de la gente.
—A eso nunca se acostumbra uno. En las ciudades se vive demasiado alto.
—Pero es divertido —me defiendo, y apoyo la caja en el suelo para abrir el envase de la pizza y dejar bien a la vista el guante de cocina que nos regaló la madre de Vesta cuando nos independizamos—. Nunca te encuentras con la misma persona dos veces, así que si te caes por la calle, en realidad es como si nunca te hubieras caído.
—Ah, Taylor, tú siempre ves el lado bueno de las cosas.
Mi padre se refiere a mí por mi segundo nombre desde el divorcio. Supongo que lo eligió él y se cree con derecho a cambiarme la identidad siempre que quiera. Tampoco recuerdo haberme quejado.
—¿Qué más se puede hacer? Al final, tenemos poco control cuando algo malo sucede. El pasado no cambia, pero el dolor o la vergüenza…, podemos crecer alrededor de eso. Entre las grietas que dejan.
Un pequeño salto en la respiración de mi padre. Y entonces otra pregunta, precedida de un tartamudeo nervioso:
—¿Vendrás a comer mañana? Kate quiere hacer costillas con salsa de kétchup y miel.
Meto la pizza en el horno y ajusto la temperatura. Siempre hace lo mismo. Mi padre, me refiero. Suspiro mientras me siento en el suelo, con las piernas cruzadas y la mirada puesta en el horno.
—Ya sabes que no me gusta ir a Cold Springs, papá.
—Si es por él…
—No. No es solo por él. —El calor trepa por mi cuerpo, las baldosas se mantienen frías contra la piel desnuda de mis tobillos cuando cambio de tema—: Hoy he visto a mamá.
—¿Otra vez? —Al ver que no contesto, se ve obligado a preguntar—: ¿Cómo está?
—Bien. —Trago saliva, hago una pausa. No me gusta sonar tan brusca y exagerada—. Como siempre.
—Taylor, no deberías involucrarte tanto. Vas a empezar tu último año de carrera. Lo siento si parezco insensible, es solo que me preocupa que no puedas gestionarlo. ¿Has hablado con el doctor Mittman? Tu madre…
—Solo me tiene a mí, papá. —Aparto los ojos del horno; la caja me devuelve la mirada entonces, y apoyo la barbilla sobre el cartón endurecido, intentando rodearla en un torpe abrazo—. Además, yo la quiero. ¿No es eso suficiente?
—Debería serlo —contesta, y yo busco sentirme de otra manera, como si este abrazo pudiera devolverse—. Pero pienso que, a veces, gente como tu madre…, entiéndeme. La vida no está hecha para todos.
—Vaya, papá —mi mejilla protesta cuando arrastro la cara sobre los bordes algo afilados del cartón al incorporarme—, esa es una reflexión demasiado reduccionista para ser profesor de Filosofía, ¿no crees?
—Taylor…
—Ya nos veremos. Dales un beso a Kate y a los niños de mi parte.
Cuelgo, y el vacío del silencio me sirve para digerir las palabras de mi padre. Intento verlo desde su perspectiva: un hombre más o menos joven con la sociedad de su parte y una situación económica que algunos considerarían privilegiada, que ha tenido varias oportunidades para encontrar una vida en la que no sintiera la necesidad de ser alguien más y la suerte de mantenerla, un puñado de hijos con su apellido y otro puñado de aficiones, como tocar la flauta de Pan y hacer una lectura anual de la Ilíada y la Odisea. Sería tan fácil pensar como él… En los días en los que saco tiempo para escribir, mi mundo se divide en las palabras que sirven y en las que no. Aquellas reflexiones demasiado enrevesadas, diálogos insípidos o conceptos poco explicados son sometidos a un brutal descuartizamiento en mi cabeza, analizando los posibles fallos hasta que adoptan una prosa casi mártir y pueden ser utilizados de nuevo, a veces en un contexto totalmente distinto. Y solo se necesita tiempo, tiempo y confianza.
Por eso no entiendo esa insinuación: que las personas somos el equivalente a una palabra mal escrita. ¿Para qué molestarse en inventar un significado, si no nos sirven? Para mi padre, no existe más opción que la papelera.
Levanto la cabeza para mirar el horno y dejar el teléfono a un lado. El queso burbujea, pero a la pizza todavía le falta transitar por varios tonos de amarillo. Tengo tiempo. El flequillo, algo rizado por el sudor, me araña los lagrimales cuando abro la caja y empiezo a sacar cosas de mi madre. Sonrío con ternura al ver una muñeca de trapo. Una hucha con la forma de una bola del mundo. Una flor de cerezo prensada. Varios collares enredados. Un vaso de cartón con manchas de café en el fondo y la sombra desdibujada de sus labios en el borde. Un CD sin carátula ni rótulos, tan rayado que la película plateada me recuerda a una pista de hielo. Me froto los ojos, emocionada y desconcertada al imaginarla disfrutando de la música o arreglándose para salir. Solo he conocido a una madre, y esta siempre ha ido a la deriva. He llegado a pensar, los días en los que el doctor Mittman me habla despacio y usa conceptos vagos como «depresión crónica» o «ideación autolítica», que a mi madre ni siquiera le gusta desplazar el aire dentro y fuera de sus pulmones. ¿En qué momento una vida puede torcerse hasta ese punto?, ¿qué hace que el sentido propio de la supervivencia se pierda entre los años transcurridos? No puede ser que vivir sea lo que duela, lo que castigue.
Saco el álbum de fotos, esperando encontrar alguna respuesta, pero está casi vacío, como si mi madre hubiera querido usarlo para una época de su vida que nunca llegó. Un billete de tren separa el plástico de las dos primeras páginas, y me inclino aunque no tenga problemas de vista para observar la única foto del álbum. Entre el negro desvaído y un blanco encarnado, como el color de un hueso si pudiera sangrar, veo a un grupo de adolescentes delante de un edificio con la fachada típica de los ochenta y un cartel en el que se lee, a duras penas, FARO DEL MAÑANA. Apenas se distinguen los rostros, aunque imagino que mi madre estará entre ellos. Frunzo el ceño al advertir que en el billete aún se conserva la fecha y la ciudad en la que se emitió: 27 de marzo de 1989, Vancouver. Hago cálculos con los dedos, pero no lo entiendo. ¿Qué hacía mi madre en Canadá a los diecinueve años? Hasta ahora, siempre había creído que su vida se había limitado a dos estados: Washington y Nevada.
Me duele la espalda de pasar tanto tiempo encorvada cuando rescato el joyero de mi madre, uno de esos antiguos estuches de felpa suave con estampados florales en cada cara. Levanto la tapa, sintiendo que estoy hecha de un material igual de desgastado, cuando encuentro una pulsera de hospital con una fecha anterior al billete y su nombre, Nailah. Quizá cuando era joven también tuvieron que ingresarla. Quizá, después de todo, las cosas estaban peor de lo que imaginaba y mi padre tenía razón: fue una persona sin esperanza desde el principio. Reprimo un escalofrío al contemplar el plástico rosa en mi muñeca.
Pero debajo de la pulsera hay un pequeño cuaderno con la tapa marrón y las esquinas desgastadas, como si hubiera sido manoseado una y otra vez. Lo abro por la primera página, atraída por el aspecto familiar que comparte con los cuadernos en los que he escrito durante años, esperando encontrar historias de mentira, pero no.
Es un diario.
¿Alguna vez has tenido que elegir un camino y, al tomarlo, te das cuenta de que puede ser tanto el mejor como el peor error de tu vida, todo a la vez? Cuando estaba en la escuela primaria, la profesora Dolly hizo una pregunta a toda la clase: «¿Qué superpoder elegiríais?». Yo lo tuve claro enseguida: quería leer la mente de los demás. Desmigar el principio y el final de sus intenciones, saber qué pensaban los otros niños de mí para comportarme de una manera más específica y encajar con todo el mundo, descubrir cuándo la gente mentía y por qué. Era un deseo sencillo y básico: conocer a las personas en su propio escondite, de dentro afuera, adelantándome a una necesidad aún sin formular. Pero la profesora Dolly me miró desde detrás de sus gafas con una expresión más seria de lo que esperaba, y me hizo reconsiderarlo: «¿Qué pasaría si descubrieras algo que esa persona no está preparada ni para admitirse a sí misma, Ib? ¿Podrías vivir con esa culpa, fingiendo que no lo sabes?».
No sé qué respuesta le di a la profesora Dolly por aquel entonces. Puede que pidiera perdón. O puede que pusiera los ojos en blanco o enrojeciera. Tal vez buscara a la persona que se sentaba a mi lado. El brillo verde en sus ojos y sus manos sucias de trepar árboles. Siento que la pregunta de la profesora, sin saberlo, me ha estado preparando para este momento. Y ahora solo quiero devolver esta culpa, soltarla. Ha pasado de todo: lo mejor y lo peor. El tiempo y su herida.
Cuando cierro el diario tras llegar a la última página, mi corazón empieza a latir al ritmo de otra llamada. Me sudan tanto las manos que no me extrañaría que la tinta del bolígrafo se escurriera por el hueso de mi muñeca como un río pensado en lágrimas. No sé cuánto tiempo llevo así, sentada en el suelo de la cocina, sintiendo una capa tras otra de vacío.
Mi madre me mintió con su pasado.
Mi madre me mintió con su pasado y se enamoró.
Mi madre me mintió con su pasado y se enamoró, pero ya estaba enamorada del mundo antes.
Oigo una respiración ahogada a mi espalda, y entonces me doy cuenta de que no tengo la mirada nublada por las lágrimas, sino que la cocina está cubierta por una especie de niebla con olor a jamón chamuscado. «Mierda, la pizza». Vesta, ahora sí, con el pelo mojado y la mandíbula desencajada, observa el panorama desde la puerta.
—¿Qué coño es esto, Corazón? —Antes de que pueda incorporarme, Vesta se acerca y apaga el horno. El humo escapa con más fuerza cuando lo abre; las dos tosemos—. ¡Hazme el favor de abrir la ventana!
Le hago caso, aunque mis rodillas son dos bolsas de agua. Tapándose la boca con la camiseta, Vesta se mueve por la cocina: tira la pizza quemada a la basura, enciende la campana extractora, moja un trapo y lo hace girar en el aire como si fuera una jugadora de béisbol. «Para dirigir el humo», me explica, y yo asiento, obnubilada. Me aparta cada vez con menos delicadeza porque la estoy estorbando, pero no sé dónde me encuentro físicamente. Creo que leyendo el diario todavía.
Cuando el humo se vuelve ligero, casi transparente, me echa a empujones de la cocina y deja la puerta cerrada.
—Ale, otra vez a ducharme. —Se olfatea el pelo y arruga la nariz, claramente molesta. No soy capaz de mirarla a la cara cuando me pregunta—: ¿Se puede saber qué ha pasado? ¿Cómo es posible que se te haya quemado la pizza si estabas ahí?
El silencio me escuece en la garganta. Abrazo el diario contra el pecho, y mis hombros tiemblan como en Año Nuevo, cuando tuve fiebre y me perdí la cena que habían organizado unos amigos de Vesta. Desde que mi madre ingresó en el centro, me he convertido en una especie de refugiada en fechas señaladas. Vesta volvió a casa antes de la medianoche para que no estuviera sola y ver juntas por televisión cómo caía la bola de Times Square, y yo sentí que era un poco más afortunada. El recuerdo vibra en mis costillas y sacude mis hombros como si de verdad tiritara.
Vesta da un paso urgente en mi dirección y suaviza el tono:
—¿Qué necesitas? Dime qué necesitas.
—Mi madre… mi madre… —tartamudeo, entregándole el diario. Vesta lo acepta, pero no aparta la mirada de mí, de la forma nerviosa en la que me froto el labio allí donde lo siento pegajoso, de la oscilación incontrolable del flequillo cuando meneo la cabeza, incapaz de explicar nada—. Mi madre me ha mentido, Vesta. —Y mi boca se adelanta de nuevo, aunque mi mente todavía sea un océano de dudas y condicionales—. Intentó vivir y lo consiguió, al menos una vez.
—¿De qué estás hablando, Corazón?
Pienso en el regalo de mi madre, en el colgante que llevo en el bolsillo, y el mote que Vesta me puso en primero de carrera, al poco de conocernos, adquiere un peso distinto y triste. Infinitamente triste. Me dejo caer sobre el sofá y entierro la cara entre las manos, intentando asimilar lo que he descubierto del pasado de mi madre. Oigo a Vesta sentarse a mi lado, pasando las páginas del diario mientras lee a un ritmo mucho más pausado que el mío. No dice nada al principio, hasta que empieza a encadenar una respiración un poco más fuerte con una palabrota, y luego otra, y otra más. Cuando acaba de leer, su voz adopta un tono desconcertado que roza lo trágico:
—No entiendo nada. ¿Quién ha escrito esto? ¿Quién es Jackson?
—Es un diario de mi madre. Cuando… cuando era joven.
—¿Me estás diciendo que tu madre tuvo un romance adolescente con un tipo con aires de Heath Ledger en 10 razones para odiarte?
—Vesta…
—Espera, no puede ser. Tu madre creció en Seattle, no en Vancouver. —Aspira una gran bocanada de aire, como si de repente le faltara—. ¿Se inventó una vida, como en Big Fish?
—¡Deja de mencionar películas! —Al enderezar la columna, el salón empieza a dar vueltas, muchas vueltas. La luz se concentra en un único punto y después se alarga, como si estuviera en un túnel, y yo cierro los ojos y suelto un gemido—. Creo que voy a vomitar.
—Ni de coña, que todavía llevas puesta mi blusa. —Me río, aunque no quiero. Vesta, siempre atenta, me frota la espalda con suavidad—. ¿De dónde has sacado este diario, Corazón?
Le hago un resumen rápido: la visita al centro, la conversación con mi madre sobre la venta del piso y el descubrimiento de las cajas gracias al doctor Mittman. Ella me escucha en silencio y luego murmura, mientras sus dedos dibujan formas suaves e indistintas sobre mi espalda.
—Joder, estoy tan impactada. Quiero decir, no me imagino… No sé qué puedo hacer para consolarte.
—Ayúdame a organizar. La verdad y la mentira —le pido, notando cómo me ahogo por dentro.
Mi mejor amiga asiente varias veces y se muerde el labio.
—¿Qué sabes del pasado de tu madre?
—No mucho. Sé que mi abuela emigró desde El Cairo poco después de la revolución de 1952, por miedo a represalias, porque su familia apoyaba a la monarquía. De mi abuelo solo sé que era un borracho. No pude conocerlos, ni yo ni mi padre; murieron jóvenes.
«Eso es lo que tu madre te contó», me susurra una molesta vocecilla, y el vértigo se apodera de mí, haciendo que mis pensamientos se desenfoquen, como si el mundo entero se abriera a posibilidades que nunca creí posibles. Es como si algo estuviera volviendo a la vida, algo que nunca tuve la oportunidad de echar de menos. «Esto tiene que ser lo opuesto al duelo», pienso. Pero me faltan nombres para explicarlo.
—¿Nunca te habló de otro familiar? —sigue indagando Vesta—. ¿Un amigo de la infancia?
—A mi madre nunca le ha gustado hablar de sí misma.
—¿Y tú no has preguntado?
—¿Para qué? Ella nunca ha puesto de su parte —le digo, recordando aquellos años en Carson City.
Mi amiga ladea la cabeza, y un mechón húmedo de su pelo rubio se le queda pegado a la línea de la mandíbula. Está empezando a secarse; las puntas se abren con delicadeza, recordándome a las ramas finas de una neurona.
—¿Dónde empezó la verdad? —me pregunta, y eso es fácil. Era. Es.
—Mis padres se conocieron en la Universidad de Seattle, en 1989. Cursaban Estudios Interculturales. Ya sabes, la típica historia: mismo curso, misma clase, los pusieron juntos para un mismo trabajo…
—Y el billete de tren está fechado en 1989 —me interrumpe Vesta, y su voz tiene ese tono metódico y ordenado—. Podemos asumir, entonces, que tu madre vivió en Vancouver hasta entonces, se marchó a la universidad, conoció a tu padre, te tuvieron a ti y…
—Eso ya me lo sé, Vesta. —«Es la verdad», me recuerdo, aunque no puedo evitar preguntarme si para mi madre será así también, o si lo que ha vivido después siempre ha sido la mentira—. El diario solo habla de su relación con ese chico. Jackson. —Pronuncio su nombre casi con desvelo—. ¿Qué pasó con él? ¿Por qué mi madre decidió marcharse e inventar una nueva vida? ¿A quién más abandonó?
Vesta se encoge de hombros, pero sus dedos no dejan de moverse sobre mi espalda, lentos y reconfortantes.
—Quizá fue una ruptura dolorosa y tu madre decidió poner tierra de por medio.
—¿Tú dejarías tu lugar en el mundo porque un chico te rompiera el corazón?
—Rectifico: muy dolorosa. —Pero no responde, y me pregunto si quizá lo entiende. Si yo podría llegar a entenderlo si hubiera amado a alguien así. Una vez—. ¿Crees que el chico murió? —dice de repente.
—No tiene por qué, bruta. Pudieron pasar tantas cosas…
No me noto la cara, no sé qué expresión he puesto, pero Vesta cambia de mano y me acaricia con todos los dedos extendidos, cálidos.
—¿Tu padre lo sabrá?
—Me lo habría dicho. Creo que a veces lo único que quiere es que vea a mi madre como una causa perdida.
—¿Y si te acompaño la semana que viene al centro, hablamos con tu madre y…?
—No. Me da pánico pensar que pueda hacerse daño por mi culpa —respondo, con la garganta en llamas. Trago con fuerza y dejo escapar el aire, lento—. Mi madre no puede enterarse, ¿está claro?
Vesta asiente, y cada una nos sumimos en nuestro propio y tenso silencio. El fuerte olor a quemado que llega desde la cocina, la luz deslizándose como el minutero de un reloj a medida que el sol se esconde, la reconciliación apasionada de nuestros vecinos, que hoy han decidido saltarse el paso de la discusión… Y, mientras tanto, sigo dándole vueltas a la misma idea. Cuando era niña, nunca me sentía sola, aunque físicamente lo estuviera. Pasara lo que pasase, disfrutaba de las tormentas y tenía una esperanza inocente y hambrienta en los saltos de domingo a lunes. Coleccionaba incluso los recuerdos que pinchaban y soñaba con crecer y volar en el sentido más material de la palabra. Volar lejos, acumular aciertos y personas. No sé explicarlo, creo que algo dentro de mí sabía que estaría bien mientras viviera.
Ese sentimiento no me ha abandonado nunca, a pesar de todo lo malo que vino después. ¿Y si no hay excepciones? Quizá para algunas personas la felicidad es como la herida de una astilla en el pulgar. Está ahí si presionan lo suficiente, pero les da miedo intentarlo. Recuerdo lo que he leído y lo comparo con la mujer que me espera, semana tras semana, en aquel centro, que no es más que un psiquiátrico disfrazado. Necesito entender lo que pasó. Las personas no somos jarrones. Nosotros no nos rompemos. Olvidamos.
—¿Por qué sonríes? —me pregunta Vesta.
—No lo sé. Supongo que es la primera vez que imagino a mi madre siendo feliz. Qué cosa tan simple y, a la vez, tan aterradora. Que tenga casi veintiún años y sea la primera vez que digo algo así en voz alta. —Suelto una pequeña risa nerviosa, mi mirada perdida en el espacio que hay entre mis pies y la mesa, una delgada franja de madera apenas iluminada, cubierta de pelusas y restos de suciedad que Vesta y yo hemos arrastrado con las zapatillas durante la semana—. Nadie cree que mi madre pueda mejorar. Ni siquiera tú, aunque no lo digas. Cuando mis padres estaban juntos, ella siempre tenía esa expresión, como si estuviera pensando en otra cosa, en otro lugar. A veces todavía me mira así, te lo juro. Hoy lo ha hecho —confieso, y mi voz sueña extrañamente frágil, casi infantil—. Pensaba que estaba persiguiendo un fantasma, y resulta que la persona a la que he intentado salvar toda mi vida tuvo un primer amor por el que habría encendido el mundo por las noches. No sabemos qué pudo salir mal, qué la llevó a mentir y a esconder su pasado, pero esa ciudad… Vesta, mi madre se merece algo más que la soledad o la obligación.
—No te entiendo.
—¿Y si de alguna forma lograra que volviera a sentir ganas de vivir? —Me giro hacia ella, con los ojos brillantes, la esperanza prendida en mi sonrisa—. Si voy a Vancouver y descubro el resto de su historia, quizá consiga convencerla de salir del centro y darse otra oportunidad y…
—Pero se fue por alguna razón, y tuvo que ser poderosa, por no decir algo peor —me interrumpe Vesta, con una preocupación que no coincide con mi entusiasmo—. A lo mejor tu madre no quiere que hurgues en su pasado.
—Es solo una posibilidad. Me voy unos días, busco a ese chico, Jackson, y luego decido. Si descubro algo, ya veré si se lo digo o no a mi madre. No tengo nada que perder.
Y me encojo de hombros, y Vesta me peina el flequillo hacia los lados y se muerde los carrillos por dentro, como si quisiera demostrarme que esa es su manera de preocuparse por mí, físicamente, con el lenguaje inconfundible de una piel reconociendo a otra piel.
—¿Y si no descubres nada?
Estiro los labios un poco, lo suficiente.
—Supongo que todo seguirá igual, y eso tampoco está tan mal.
Vesta mira por encima de mí. Parece impaciente, y no entiendo por qué. Tal vez estaba pensando en otra respuesta.
—Me encantaría acompañarte, de verdad, pero no puedo pedirme más días en el trabajo. No después del verano, y del viaje que tengo planeado en octubre con Noah… —Su voz desciende, pero no se interrumpe; es como si parpadeara—. Que, bueno, ya veremos cómo estamos para entonces, pero prefiero hablar de eso otro día, si no te importa.
—Tranquila —Vesta separa los labios para sonreírme—, puedo hacer esto sola. Estaré bien.
«Además, mi madre está así por mi culpa». El silencio es como un relicario de posibilidades hasta que mi amiga lo quiebra con su voz, sin previo aviso:
—¿Una ducha y Pizza Hut?
—¡Por favor!
—Pero me toca a mí primero.
Y sale corriendo hacia el baño, y yo me río un poco con la mirada clavada en el diario de mi madre, que aguarda sobre la mesita del comedor con esa cubierta que parece la corteza de un árbol, las palabras que guarda en su interior como hojas perennes, intactas a través del tiempo. Tal vez las emociones puedan rescatarse también. Y las personas. Tal vez nada se pierde o se deja atrás realmente.
Marco el número de mi padre. Mi voz es una semilla distinta cuando descuelga.
—Dile a Kate que haga esas costillas. Mañana nos vemos.
El diario (I)
Hoy he salido a montar en bicicleta, como siempre, buscando un rincón del mundo en el que todo tenga sentido. A veces, mientras pedaleo, siento que puedo escapar de mi vida, del olor ácido de estas calles. Pero nunca escribo sobre eso, ¿verdad? No es aquí donde mi mente se detiene. Me gusta imaginar que las calles que recorro no son grises, sino que están llenas de promesas escondidas. Porque fue en una de esas calles, entre el aire frío de octubre, donde lo vi por primera vez.
Me había detenido en un semáforo, frente a la cafetería que siempre me ha gustado, con esa ventana enorme que deja entrar mucha luz. El sol de otoño, suave pero persistente, hacía que todo pareciera más cálido de lo que en realidad era, y me entretuve contemplando mi reflejo brillante en el cristal. Por eso lo vi. Había un chico en una de las mesas, distraído, con un cuaderno abierto frente a él. Pero no estaba escribiendo. Sus dedos jugaban con el borde de una página, como si estuviera buscando las palabras adecuadas para llenar el espacio vacío. Su cabello era oscuro y tan corto que apenas dejaba adivinar los rizos que se enroscaban tímidamente junto a sus patillas, como caracoles diminutos. La mandíbula marcada, con una sombra incipiente de barba, me hacía sospechar que tenía entre veinte y veinticinco años. La curva de sus labios parecía sonreír con una arrogancia natural, sin esfuerzo. Vestía una cazadora de cuero y tenía esa clase de atractivo que no necesitaba ser ruidoso para atraer a las chicas.
Y, entonces, nuestros ojos se cruzaron.
El tiempo se detuvo. Lo sé, suena como una exageración, pero de verdad me pareció que el mundo había decidido pausar su ajetreo para que solo existiéramos él y yo en ese instante. Tenía los ojos azules, las pestañas espesas, y pensé en un cuadro de Monet. No aparté la mirada, y él tampoco lo hizo. Era extraño, porque nunca me ha gustado que me miren fijamente. Siempre he sentido que me vuelvo transparente cuando alguien me observa durante más de unos segundos. Pero con él fue diferente. No me sentí expuesta ni vulnerable. Me sentí… vista. Como si algo dentro de mí, algo que ni siquiera sabía que estaba ahí, despertara.
No sé cuánto tiempo duró. En mi cabeza ya estábamos escribiendo una historia juntos. Capítulo uno, el chico de la cafetería. Cuando el semáforo cambió, mis piernas reaccionaron antes que yo. Empecé a pedalear casi por inercia, y cuando me di cuenta, ya estaba doblando la esquina. Me obligué a no mirar atrás. No quería parecer tonta, pero la curiosidad me quemaba por dentro. ¿Quién era él? ¿Por qué me había hecho sentir así con solo una mirada?
He pensado en volver a la cafetería mañana, pero no estoy segura. ¿Qué pasa si él no está ahí? ¿Y si todo ha sido una coincidencia y me estoy aferrando a una sensación que no significa nada? Pero, entonces, ¿qué pasa si sí está? ¿Y si ese momento, esa conexión, ha sido algo real?
Es curioso cómo algo tan simple, tan efímero, puede hacerte sentir irreemplazable. Las miradas que se cruzan en medio de una mañana cualquiera. Los segundos que se alargan cuando menos te lo esperas. Distancias que alivian una preocupación. La ilusoria sensación de libertad cuando pedaleas. Escapar y volver. Volver, escapar, volver.
No sé si veré de nuevo a ese chico alguna vez. Pero hoy, al menos hoy, me permito pensar que no fue solo un cruce de miradas. Que tal vez, en algún lugar dentro de mí, algo ha cambiado para siempre.
Quizá, después de todo, el mundo esté lleno de promesas escondidas.
3
El día de mi cumpleaños amanezco con los ojos encendidos y una sensación vibrante enlatada en el pecho, justo al lado derecho del corazón. Anoche hablé hasta tarde con Vesta de todas las vidas que podría haber tenido mi madre si la historia con ese chico de Vancouver hubiera salido bien: repostera, bailarina, voluntaria, fotógrafa, escritora, funcionaria, florista. Discutimos sobre la falsa dignificación del trabajo, y entonces cambié el propósito de esas vidas mientras me comía los bordes de la pizza. Completar un álbum de fotos. Escribir por placer. Acampar en el bosque. Tener tuppers siempre en la nevera. Desayunar fuera los domingos. Prensar las flores que él le regalara como si de alguna forma pudiera conservar todo lo demás. «Tú no existirías», resaltó Vesta cuando vio que no mencioné la posibilidad de ser madre en ningún momento. «Tampoco lo echaría de menos, ¿no?», respondí yo. Vesta quiso profundizar en eso, arrastrar las palabras por donde más duelen, pero me fui a la cama para volver a leer el diario y me quedé dormida con esa idea rondando mi mente: siempre habrá una vida por descubrir y vivir. Asumir que no volverán a pensarte porque te has prohibido a ti misma dejarte recordar solo resuelve la mitad de un latido, lo deja todo a medias. Bien, ¿qué sucede con lo que aún brilla? ¿Qué ocurre con ese otro medio latido, el que se queda suspendido cuando el tiempo desgasta el valor de las cosas, el que nos empuja a seguir nadando contra corriente? Ese eco que escuchamos en el silencio, cuando pensamos en el mañana. Tiene que haber algo más. Si mi madre vive en la intersección de dos dolores, tiene que haber algo, algún destello, que la despierte.
Hacer eso, pensar en otras vidas, me calma lo suficiente cuando Vesta me acerca con su coche a Cold Springs. Es un trayecto de veinte minutos en el que me dedico a responder felicitaciones en el teléfono, la yema de los dedos deslizándose por la pantalla con más rapidez de la que siento. Cuando acabo, maldigo para mis adentros por apoyar la frente en la ventanilla y olvidar que ahora tengo flequillo; los mechones se aplastan contra el cristal y me hacen cosquillas en la piel. Mi respiración forma una pequeña nube de condensación en la ventanilla causada por el contraste entre el calor del exterior y el aire frío del coche. La veo desvanecerse casi al instante, como si nunca hubiera estado allí, cuando Vesta aparca frente a mi antigua casa…, que ahora es la casa de mi padre.
Mi mirada desciende de las montañas al tejado, que han pintado de un color azul marino. Parpadeo, contrariada. Mi padre nunca me ha dicho que las tejas hubieran resistido varios colores y a mí jamás se me había ocurrido que pudieran pintarlas. ¿Por qué azul? El vaho se extiende rápidamente por la ventanilla, la respiración que brota de mis labios es cada vez más corta e irregular, y yo me siento ridícula por reaccionar de ese modo ante simples destellos que ocupan el quinto lugar en el espectro luminoso. Aun así, no puedo evitar mascullar en voz baja:
—Han pintado el tejado.
Vesta me separa del cristal con el mismo cuidado y esmero con el que compra la fruta en el supermercado. Tiene restos de café en la comisura de la boca. Fijo la mirada en ese detalle y me concentro en él para calmarme.
—Siempre me he preguntado… —murmura, contagiada por mi inseguridad—, ¿cómo lo haces para perdonar a todo el mundo?
Ella sabe lo que estoy sintiendo.
Sabe que llevo cinco años sin venir a Cold Springs.
Y sabe casi todas las razones que me doy a mí misma.
—Pienso que mañana podría arrepentirme. Y que, a lo mejor, ese mañana no llega nunca.
Los músculos de su cara se estiran cuando sonríe. También las pecas, la confianza.
—Avísame cuando quieras que te recoja, ¿vale? Estaré pendiente, Corazón.
Miro a mi amiga una última vez y salgo del coche. El poco aire que me abofetea las mejillas no tiene un sabor concreto, no sé qué esperaba. Ella me observa unos segundos más, y después su Honda Civic desaparece, levantando una nube de polvo con una textura parecida a la humareda que provoqué ayer en la cocina. No han pasado ni veinticuatro horas y, sin embargo, para mí ya es otra vida.
Recorro los diez pasos que me separan de la casa de mi padre y llamo al timbre. Escucho el sonido de unos pies pequeños correteando que no tardan en multiplicarse, un maullido, el timbre autoritario en la voz de Kate cuando llama al orden, el «¡ya voy!» impetuoso de mi padre que se acerca como si estuviera bajando unas escaleras de caracol.
—¡Feliz cumpleaños, Taylor! —exclama cuando abre la puerta. Su rostro afable se corrompe de incomodidad cuando ve que me limito a sonreír con los ojos y a estrangularme el dorso de la mano—. ¿Pasa algo?
—Habéis pintado el tejado de azul.
Mi padre se ajusta las gafas y me mira, el brazo que había extendido para rodearme los hombros describe una elipse en el aire antes de quedarse mortalmente quieto.
—Ya, es el color favorito de Kate. Y el tuyo, ¿verdad? —añade, y como no digo nada, su voz adopta un cariz nervioso—. Estuvimos hace un par de semanas en Nebraska, visitando a sus padres. Se han comprado una casa más grande, con piscina, para tener a los nietos contentos. A Kate le gustó cómo quedaba su tejado con este color y se le ocurrió al venir que… —Se interrumpe, encogiéndose de hombros.
Lo acepto. Que mi padre sepa el color favorito de Kate y dude del mío, cuando lo llevo en los ojos, en las uñas, en los cuadros de las Converse. Han pasado poco más de cinco años desde el divorcio, y apenas nos hemos visto. Solo cuando está dispuesto a mover a su nueva familia por mí. Cuando Kate, los mellizos, su culpa, lo permiten.
—No pasa nada. —Esbozo una sonrisa sin dientes—. Es un color bonito, Kate tiene razón.
Papá me devuelve el gesto y, mientras cruzo el umbral, me sorprendo contando los espejitos ovalados del recibidor. Antes había un cuelgallaves. Ahora toda la casa sigue un orden meticuloso, artificial, como si fuera el escenario de un anuncio familiar. El escalón del recibidor, en el que solía saltar cuando apenas me mantenía en pie, ha desaparecido. Los muebles parecen nuevos, desprovistos de vida, y hay plantas de mentira en cada esquina. El cuadro con el papiro egipcio que mamá tenía colgado en el hueco de las escaleras ha sido reemplazado por un pequeño estante con jarrones de los que sobresalen plumas. No importa hacia dónde mire, todo está envuelto en una armonía perfecta, un equilibrio entre el gris y el blanco que parece diseñado para borrar lo que un día fue. La casa que recuerdo tenía cojines rojos y verdes en las sillas, lámparas a diferentes alturas, y en verano la cocina olía a limonada. Parece hecho a propósito, eso de que no quede ni rastro de la época en la que vivíamos los tres juntos.
Supongo que abrir una nueva herida es la mejor manera de olvidar la anterior.
—¡Taylor, Taylor! —Mis dos hermanos, Bóreas y Céfiro, se pegan a mi cuerpo como dos lapas cuando entramos en el comedor—. ¡Feliz cumpleaños!
Tienen solo cuatro años, pero ya rozan mi cintura. Acaricio sus cabecitas rubias mientras intento mantenerme firme tras el impacto.
—Gracias, chicos. ¿Me vais a dejar soplar las velas?
—¡Nooooooo! —Y se ríen, y me hacen retroceder hasta la pared, y entonces se me escapa un pequeño graznido que los hace reír aún más.
—Llegas tarde. —Kate aparece desde otro pasillo con el ceño fruncido, pero no duda en abrazarme. Huele a vainilla y a coco; seguro que ha ido corriendo al baño para retocarse cuando ha oído el timbre—. Qué bien te sienta cumplir años, cariño. Estás guapísima.
—Gracias, Kate.
—Pero muy delgada.
Nunca sé qué responder ante ese tipo de comentarios. A veces no estoy segura de si quiere tener una buena relación conmigo porque de verdad le interesa, o si, en su peculiar y retorcida manera, simplemente intenta agradarme, tal vez porque el apellido de su marido nos ata al mismo pasado inalterable. La primera vez que comimos juntas, me dijo que me parecía a Debby Ryan y que tenía dos gatos. La segunda vez descubrí que tenía tres y que estaba embarazada, y que había dejado que mi padre eligiera los nombres de los mellizos. Lo agradecí en silencio; al menos, ya no sería el único miembro de la familia con un nombre que despertara esas preguntas curiosas e impertinentes que siempre surgen ante lo inusual. «¿Qué familia?», pienso repentinamente mientras observo cómo mi padre, que hasta ahora se había mantenido al margen, se acerca a Kate. En sus ojos brilla una sumisión extraña, una chispa de arrebato, aunque ninguno de los dos se toca. Kate tiene una obsesión con el orden, con la lógica impecable y la perfección de lo recto. El nombre de los gatos, la armonía de colores en la casa, el corte bob de su pelo, donde ninguna punta sobresale más que otra. Papá, en cambio, siempre ha sido un maestro en el arte de lo sencillo; reduciría sus estilos a acuerdos a medias («Yo elegí el nombre de los niños, es justo que ella decida el de los gatos»), pero es algo más profundo que eso. Kate lo sabe. Yo lo sé. Probablemente los gatos también lo sepan, por eso ni uno se deja ver por aquí.
—Venga, todos a la mesa. Dejad el sentimentalismo para el postre.
Kate disuelve el entusiasmo de mis hermanos y prácticamente me empuja a la cabecera de la mesa. Bóreas y Céfiro se pelean por sentarse a mi lado, porque la otra silla está reservada para mi padre, que ha desaparecido en la cocina para traer la comida. Kate se asegura de que la vajilla esté puesta siguiendo todos los protocolos sociales. Gana Bóreas y alza los puños sin hacer ruido. Mi padre vuelve con una bandeja de costillas que desprende un aroma a especias y azúcar quemado con el toque ácido del kétchup. Me siento examinada por tres pares de ojos, y luego están los de mi padre, que me sirve a mí primero y pone una mueca sorprendida cuando le doy las gracias. Kate se sienta a la otra cabecera; su sonrisa de plástico solo tiembla cuando chasquea la lengua para que mi padre le eche una cucharada más de salsa sobre las costillas. El resto tenemos dos; ella, tres. Mi padre sirve lo que queda en su plato, y primero lava la bandeja en la cocina antes de sentarse. Todos le esperamos en silencio. Para cuando empezamos a comer, la carne está fría, aunque sabrosa.
Pienso en lo diferente que es la hora de comer junto a Vesta; casi siempre lo hacemos en el suelo del salón y el tema de conversación nunca parece acabarse. O con mi madre antes de que ingresara en el centro, cada día en un horario distinto, pero con la comida caliente. Pienso que es en esos momentos, en los que la sencillez y la rutina se entrelazan, cuando vemos de verdad a las personas.
—Bueno, ¿y cómo te sientes? —me pregunta Kate. Ante mi confusión, pone los ojos en blanco—. Tu cumpleaños.
—Ah. —No he tenido tiempo de pensar en cómo me siento con todo lo que pasó ayer; si mi interior debería estallar en burbujas de júbilo o resignación. No sé qué respuesta espera Kate, así que apuñalo otro pedazo de carne y me lo llevo a la boca antes de decir—: Está siendo un buen día. Las costillas están muy ricas, por cierto.
—Muy ricas, riquísimas —apostilla mi padre, y la cara de Kate se mantiene serena, como si el cumplido fuera
