El lado oscuro del amor

Rafik Schami

Fragmento

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LIBRO DEL AMOR 1

Los olivos y las respuestas requieren tiempo.

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DAMASCO, PRIMAVERA DE 1960

1. La pregunta

—¿Y tú crees en serio que nuestro amor tiene alguna posibilidad?

Farid no lo preguntaba para recordar a Rana la sangrienta enemistad que enfrentaba a sus familias, sino porque se sentía desdichado y no veía esperanza alguna.

Tres días atrás, la policía secreta había asaltado y secuestrado a su amigo Amín cuando éste salía de su casa. Desde la unión de Siria y Egipto en la primavera de 1958 se había iniciado una cacería de comunistas. El año 1959 había sido especialmente malo. El presidente Satlán había pronunciado furiosos discursos contra el régimen del dictador Damián en Irak y contra los comunistas. Tampoco al terminar el año había habido un respiro; incluso en plena noche los jeeps del Servicio Secreto circulaban por las calles de la capital con sus víctimas. Las familias quedaban atrás, entre lágrimas de miedo. Se habló de «Nochevieja sangrienta». Un susurro corría de boca en boca y suscitaba aún más miedo del Servicio Secreto, que parecía tener espías en todos los hogares.

Ese día, para Farid el amor era algo parecido a un lujo. Había pasado unas horas tranquilas con Rana en casa de su fallecida abuela. Allí, en Damasco, cualquier encuentro con ella era un oasis en medio del desierto de su soledad. Muy al contrario que las semanas pasadas en Beirut, donde se habían escondido ocho años atrás. Allá, cada día había empezado y terminado en los brazos de Rana. Allá, el amor había sido un dulce y extenso paisaje fluvial.

La casa de su abuela aún no había sido vendida. Claire, su madre, le había dado la llave la mañana anterior.

—Pero déjate puestos los calzoncillos —había bromeado.

Brillaba el sol, pero hacía un día gélido. Una humedad mohosa le había salido al paso al entrar en la casa. Abrió las ventanas, dejó pasar el fresco y por último encendió las estufas de la cocina y el dormitorio. No había nada que Farid odiara más que el olor del frío húmedo y asentado.

Cuando Rana llegó, poco antes de las doce, las estufas ya estaban al rojo. Ella bromeó:

—¿Estamos en el hammam o en casa de tu abuela?

Farid la vio tan arrebatadoramente hermosa como siempre, pero no consiguió librarse de la sensación de un peligro amenazador. Mientras la besaba, pensó en el indio que en una inundación había buscado la salvación encaramándose a un tejado y se había ido sumergiendo poco a poco en la húmeda muerte. Se abrazó a Rana como si estuviera ahogándose y notó el corazón de ella contra su pecho. Tenía frío, a pesar del calor, y su sonrisa sólo lo alivió del miedo durante unos segundos.

—Hoy eres un modelo de decencia —lo provocó ella cuando salieron de la casa al cabo de unas horas—. Como si mi madre te hubiera encargado que cuidaras de mí. Ni siquiera te has quitado los pantalones…

Y rió alegremente.

—Esto no tiene nada que ver con tu madre —dijo él, y quiso explicárselo, pero las palabras se le quedaron atravesadas.

En silencio, caminó junto a ella por los callejones hasta el parque de Sufaniya, cerca de Bab Tuma. Cada jeep que pasaba suponía un sobresalto.

De las radios de los cafés salían las palabras del presidente, que prometía una lucha encarnizada contra los enemigos de la República. Satlán poseía una voz hermosa y masculina que cautivaba a los árabes. La radio era su caja mágica. Con más de un ochenta por ciento de analfabetos, la oposición carecía de la menor oportunidad. Quien domina la radio tiene al pueblo de su parte.

Y el pueblo amaba a Satlán; tan sólo una ínfima y desesperada oposición lo temía y, tras la despiadada ola de detenciones, un extraño miedo envolvía la ciudad. «Pero pronto los damascenos lo habrán olvidado todo y volverán a ocuparse riendo de sus negocios», pensó Farid cuando llegaron al parque.

Su miedo era una rapaz que devoraba su tranquilidad. Pensaba sin cesar en Amín, el solador, que ahora tendría que soportar los tormentos de la tortura. Amín no sólo era su amigo. También había sido el contacto entre las juventudes comunistas, que Farid presidía desde hacía unos meses, y la dirección del partido en Damasco. Apenas unos días atrás le había asegurado que se había encerrado y cortado todos los hilos que conducían hasta él. Amín era un experimentado luchador clandestino.

Hacía unas semanas, mientras tomaban café una mañana, la madre de Farid le había dicho de pronto que la muerte de sus padres, tías y tíos la dejaba a un tiempo triste y desnuda; el muro protector de los mayores desaparecía y uno quedaba más expuesto al abismo. Ahora, él mismo contemplaba desnudo ese abismo. Todo parecía tambalearse. Su amigo Josef defendía ciegamente a Satlán y despotricaba contra los «agentes de Moscú», como el presidente llamaba a los comunistas. Farid estaba en el partido equivocado, era el único ser humano entre seres sin corazón, y ya era hora de que lo dejara. ¿Cómo podía Josef hablar así?

Rana era la mayor felicidad para Farid. La amaba tanto que casi deseaba separarse de ella para protegerla del riesgo de una persecución. Miró su oreja. Sólo por eso, por aquella pequeña e inocente oreja, tenía que amarla.

Rana llevaba un buen rato en silencio. Parecía observar a los niños que jugaban en el parque, pero una chiquilla al margen del grupo le llamó la atención. La niña bailaba y giraba en círculo, se quedaba rígida de repente y luego se arrojaba al suelo, como alcanzada por una bala. Al cabo de unos instantes volvía a incorporarse y bailaba de nuevo, para volver a dejarse caer al poco.

Hacía tiempo que Damasco no disfrutaba de semejante clima: la bendición de las lluvias invernales había sido anulada por el frío primaveral; las flores y los capullos se habían helado.

Era el primer día soleado después de una eternidad húmeda. Los habitantes de la ciudad vieja salían, pálidos y tosiendo, de sus casas de adobe, que no conseguían mantener el frío a raya, y buscaban los parques y jardines fuera de las murallas de la ciudad. Los adultos hacían barbacoas, tomaban té, jugaban a las cartas, contaban historias o fumaban sus narguiles con la mirada perdida. Los hijos se entretenían con juegos bulliciosos: los chicos con pelotas, las chicas con aros de hula-hop, recién llegados de América, que habían conquistado Damasco en un abrir y cerrar de ojos. Meneando las caderas, las chicas trataban de mantener en movimiento circular los aros de plástico. La ma

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