Te esperaré (Te esperaré 1)

Jennifer L. Armentrout

Fragmento

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ÍNDICE

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Agradecimientos

Notas

Sobre la autora

Créditos

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Dedicado a aquellos que estén leyendo este libro ahora mismo.

Sin vosotros, nada de esto sería posible. Sois lo mejor.

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1

Había dos cosas en esta vida que me asustaban a muerte. Despertarme en mitad de la noche y descubrir el rostro translúcido de un fantasma a mi lado era una de ellas. No es que fuera muy probable que ocurriera, pero, aun así, solo pensarlo ya era bastante espeluznante. Lo segundo era llegar tarde a una clase abarrotada de gente.

Odiaba con todas mis fuerzas llegar tarde.

Odiaba que la gente se diera la vuelta y me mirara, cosa que todo el mundo hacía en cuanto llegabas un minuto más tarde de que la clase hubiese empezado.

Por eso era por lo que había calculado en Google durante el fin de semana la distancia entre mi apartamento en University Heights y el aparcamiento destinado a los estudiantes, hasta el último detalle. Y de hecho me hice la ruta en coche dos veces el domingo para asegurarme de que Google me estaba indicando el camino correcto.

Dos kilómetros, para ser exactos.

Cinco minutos en coche.

Incluso salí de mi casa con un cuarto de hora de antelación para poder llegar diez minutos antes de que comenzara mi clase de las nueve y diez.

Con lo que no contaba fue con el atasco de un kilómetro que llegaba hasta la señal de stop, porque Dios nos librara de poner un solo semáforo en una ciudad histórica, ni tampoco con el hecho de que no quedaba un solo sitio libre para aparcar en el campus. Tuve que dejar el coche en la estación de tren que había al lado, y desperdicié mi valioso tiempo buscando monedas sueltas para el parquímetro.

«Si insistes en irte a la otra punta del país, por lo menos quédate en una de las residencias. Tienen residencias allí, ¿verdad?». La voz de mi madre atravesó mis pensamientos mientras me detenía enfrente del pabellón de ciencias Robert Byrd, sin aliento después de haber subido corriendo la cuesta más empinada y más inoportuna de la historia.

Por supuesto había optado por no quedarme en una residencia, porque sabía que en algún momento mis padres se presentarían sin avisar y empezarían a hablar y empezarían a juzgar y preferiría darme de golpes antes que someter a ese espectáculo a algún inocente espectador. En vez de eso, utilicé mi dinero, ganado con mi sangre, para alquilar un apartamento de dos habitaciones cerca del campus.

Al señor y a la señora Morgansten les había parecido una idea horrible.

Y eso me había hecho realmente feliz.

Pero ahora me estaba medio arrepintiendo de mi pequeño acto de rebeldía, porque mientras me apresuraba a entrar en el edificio de ladrillo con aire acondicionado para escaparme del calor pegajoso de esa mañana de finales de agosto, ya eran las nueve y once minutos y mi clase de astronomía estaba en el segundo piso. ¿Y por qué diablos habría escogido astronomía?

¿Quizá porque la idea de aguantar otra clase de biología me hacía tener ganas de vomitar? Sí. Era por eso.

Apresurándome a subir por la espaciosa escalera, atravesé corriendo la puerta de doble hoja y me estampé contra una pared.

Me tambaleé hacia atrás, agitando los brazos como si fuera un guardia de tráfico zumbado. Mi bandolera, llena hasta los topes, se me resbaló, provocando que me empezara a caer hacia ese lado. El pelo me tapó la cara, una cortina de color castaño que hizo que todo se volviera oscuro mientras mi equilibrio peligraba.

Ay, Dios mío, me estaba cayendo. No había manera de pararlo. En mi mente bailaron imágenes de cuellos rotos. Esto iba a ser espant…

Algo fuerte y duro me rodeó la cintura, deteniendo mi caída en picado. Mi bolso alcanzó el suelo, desparramando los carísimos libros y los bolígrafos por todo el reluciente suelo. ¡Mis bolis! Mis preciosos bolígrafos, por todas partes. Un segundo después estaba apoyada en la pared.

Una pared extrañamente caliente.

Una pared a la que se le escapó una risa.

—Vaya —dijo una voz grave—. ¿Estás bien, corazón?

Una pared que definitivamente no era una pared. Era un chico. Mi corazón se detuvo, y durante un angustioso momento la ansiedad me aplastó, y no podía ni hablar ni moverme. Retrocedí cinco años.

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