El arte de romperlo todo

Mónica Vázquez (@electricnana)

Fragmento

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Prólogo

 

 

 

No. No se trata simplemente de una novela que cuenta las aventuras y desventuras de una joven que decide huir de todo y marcharse al país en el que siempre quiso vivir. En El Arte de Romperlo Todo hay muchos caminos que seguir y muchas vidas entrecruzadas. Un manifiesto deseo de libertad, de sueños por cumplir y de ilusión persigue a Miranda, nuestra protagonista, que se convierte en un ser gris por culpa de individuos que pretenden arrebatárselo. En un momento en el que ya no puede más, cuando ella cree ser una mujer débil por no soportar la situación que le ha tocado vivir, tiene la valentía de empezar de cero y tratar de escribir su propia historia, la que ella siempre ha querido.

Es muy emocionante ver cómo a una chica normal, de esas que no salen en las portadas de las revistas, ni quizá en las de los discos porque no tiene el físico escultural y modélico que nos quieren vender a toda costa y que, se presupone, es lo que verdaderamente importa, la vida le va sonriendo poco a poco. En su país favorito encuentra a una nueva familia que la quiere por ser una chica adorable y, sobre todo, la respeta.

A lo largo de todas estas páginas, Mónica Vázquez nos presenta otra faceta de su carrera artística y me atrevo a decir que lo hace más desnuda que nunca. Aparecen infinitos momentos con tintes autobiográficos, clave para entender la trama, con personajes muy reales y que ella describe con una fortaleza que deslumbra. A través de una interesante, excitante y atractiva relación de amor y pasión, que narra con absoluta maestría, nos encontramos una crítica feroz a cierto sector de la industria musical.

Lo que Mónica grita es que, en los negocios, no vale o no debería valer todo. No se puede mentir. No se puede robar. Nadie tiene derecho a manejar a su antojo, y solo por beneficio propio, la carrera y la proyección artística de talentos como Miranda. Porque lo que viene después es tirarla a la basura y apartarla de la sociedad, borrarla por si ensucia o molesta. Destrozar la vida del ser humano a esos niveles también es un delito, que no se puede justificar con ningún tipo de contrato.

Y, si la autora publica su primer libro en el año en el que cumple treinta, ¿cuándo empezó a escribirlo? Quizá este sea el principio de su sueño hecho realidad. Esperemos a una segunda parte.

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I

 

 

 

Septiembre de 2015. Sobrevolando algún punto indeterminado de Francia.

 

—¿Desea algo más, señorita?

Me pasé la mano por el pelo, desordenándome los rizos en un arranque de melodrama barato, y miré a la azafata con un derrotado parpadeo.

—Eh…, ¿más alcohol? ¿Es posible? —«Menuda pregunta más estúpida, por supuesto que es posible, siempre es posible tomar más alcohol», me contesté a mí misma con acidez.

—Bueno, estamos ya a punto de aterrizar señorita…

Me tenía lástima. La azafata me tenía lástima. Era oficial: había llegado a lo más bajo de mi existencia, a ese momento con el que compararía todos los demás momentos de mierda que estuvieran por llegar. «Por lo menos llevo pantalones. Quiero decir…, podría ser peor».

—No te preocupes… ¿Susana te llamas? —pregunté mirando la plaquita que llevaba en la solapa de la chaqueta. Me encantaba hacer preguntas estúpidas cuyas respuestas conocía. Porque en el fondo ser un poco gilipollas era una cosa que me causaba mucha satisfacción de vez en cuando.

—Sí —sonrió condescendiente.

—No te preocupes, Susana, tú ponme otro vodka que la tierra no va a desaparecer porque yo aterrice un poco más borracha. —La azafata borró su paciente sonrisa y me regaló un pequeño mohín de puro y maravilloso hastío. Me trajo la copa dos minutos después y la dejó en mi bandeja sin mirarme apenas.

—Gracias, Susana. Eres estupenda. Que no te diga nadie jamás lo contrario —le dije con el típico dedo índice acusador. La pobre azafata frunció el ceño y ladeó la cabeza. Escupió una raquítica sonrisa y desapareció con paso inquieto. Tardaría un tiempo en entender lo que le había dicho.

Pero ella realmente era estupenda… Seguro que sí, vaya. La que estaba siendo una imbécil de manual era yo. Hacía tiempo que cada vez que bebía me convertía en una extraña, mordaz y sutil, capaz de decir las cosas más terribles y sentir las cosas más feas de manera espontánea, sin pensarlo siquiera. Me dejaba llevar por el lado oscuro, me convertía en Sith Miranda y destrozaba todas las cosas bonitas y sencillas que tuviera a mi alrededor. Era odiosa cuando bebía, pero me encantaba odiarme, así que estaba en un círculo vicioso constante en el que la pobre Susana se había visto envuelta por un instante, sin saberlo.

Sí. Susana era estupenda. La que era un despojo humano era yo, sentada en primera clase en un vuelo que no debería de haber cogido, destrozando mi vida sin pensármelo dos veces… Y sentaba francamente genial. Me llevé un puño al pecho en un gesto reflejo a lo Escarlata O’Hara. De haber alargado la otra mano habría podido arañar la tierra de Tara.

Me juré a mí misma que nunca me dejaría llevar por el dramatismo descolorido de los músicos que sienten cómo se disuelven sus almas en el tracatrá de la industria musical, pero ahí estaba. Apurando vodka en un vasito de plástico sobrevolando Europa, amarrada al asiento de un vuelo que en realidad no me podía permitir, con tan solo lo puesto, un bolso enorme y un puñado de excusas malísimas que apenas había alcanzado a esbozar a base de botellitas de alcohol de la Barbie que daban en el avión. La había liado parda, y ni siquiera podía fingir estar arrepentida.

No había podido evitarlo.

Sentía la imperiosa tentación de olvidar, correr, poner tierra entre mi futuro y yo. Estaba a punto de cumplir treinta años, y no pensaba cruzar esa puerta sin matar a quien había sido hasta entonces, antes de que ella me matara a mí.

Rematé el vodka con la poca determinación que me quedaba a esas alturas de la película y solté un brusco suspiro. Del uno a «tirarse del avión sobrevolando Francia», ¿cómo d

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