La epidemia de la primavera

Empar Fernández

Fragmento

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In early 1919 my father, not yet demobilized, came on one of his regular, probably irregular, furloughs to Carisbrook Street to find both my mother and sister dead. The Spanish Influenza pandemic had struck Harpurhey. There was no doubt of the existence of a God: only the supreme being could contrive so brilliant an afterpiece to four years of unprecedented suffering and devastation. I apparently, was chuckling in my cot while my mother and sister lay dead on a bed in the same room.

ANTHONY BURGESS, Little Wilson and Big God

«A principios de 1919, mi padre, aún sin licenciar, volvió de permiso a Carisbrook Street, algo probablemente poco habitual, para encontrar a mi madre y mi hermana muertas. La pandemia de gripe española había golpeado a Harpurhey. No había duda de la existencia de Dios: solo el ser supremo podía idear un remate tan brillante para cuatro años de sufrimiento y devastación sin precedentes. Por lo visto, yo reía en mi cuna mientras mi madre y mi hermana yacían muertas en una cama de la misma habitación».

ANTHONY BURGESS, Little Wilson and Big God

La grip fa terribles estralls. (...) Del carrer, se sentien els plors. Plors a la casa i a l’escala del pis. (...) Aquestes manifestacions de dolor ho transformen tot i fins el paisatge sembla diferent.

JOSEP PLA, El quadern gris

«La gripe hace terribles estragos. (...) Desde la calle se oían los llantos en la casa y en la escalera del piso. (...) Estas manifestaciones de dolor lo transforman todo y hasta el paisaje parece diferente».

JOSEP PLA, El quadern gris

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INVIERNO

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Gracia llegó a Barcelona en el peor momento. Lo comprendió meses después cuando, para su desesperación, nada de lo ocurrido tenía remedio.

Corrían los primeros días de enero de 1918 y nada más pisar las calles del Distrito Quinto, tuvo ganas de salir corriendo sin detenerse ni mirar atrás. Nada de cuanto veía guardaba relación con la ciudad luminosa y próspera que esperaba encontrar. Durante semanas había alentado la esperanza de dejar atrás aguja y dedal y de abrirse camino en Barcelona, una ciudad que imaginaba repleta de oportunidades para una mujer joven y despierta. No dijo nada. Hizo lo que se esperaba de ella. Se limitó a caminar en compañía de su madre y de su hermano menor siguiendo las instrucciones de su tía Leonor, que conocía cada esquina y les hablaba con un entusiasmo incomprensible de cada rincón.

Con la llegada del atardecer, la luz se disipaba y hacía frío en las calles y en las casas. Acostumbrada a los espacios abiertos e interminables, a Gracia, Engracia en el registro eclesiástico de Cantavieja, la Barcelona que atravesaban se le antojó sombría, amenazadora y maloliente.

Eran malos tiempos y en la ciudad la comida escaseaba y, según explicaba Leonor, el precio del pan no dejaba de subir. Era bien sabido que el trigo seguía exportándose en inmejorables condiciones a los países en guerra con el lógico desabastecimiento de las ciudades de la península. En las aceras y en las plazas la gente rabiaba de indignación. Centenares de mujeres, hartas de días y días de mostradores desiertos y de precios fuera de su alcance, ocupaban las calles y protagonizaban frecuentes altercados. El dinero no llegaba para nada, ni para una onza de mantequilla o una libra de bacalao que llevar al puchero. Recorrían las calles cuadrillas de madres desesperadas dispuestas a poner un plato en la mesa a toda costa. Se enfrentaban a cara descubierta a la Guardia Civil, se manifestaban airadamente y asaltaban, amparadas por la necesidad, hornos, colmados, barcos cargados de víveres y despachos de carbón.

Hambrientas y ateridas, algunas susurraban como consigna el nombre de Amalia Alegre y circulaban con pasquines que ya anunciaban una huelga general. Partidas de mujeres valerosas y enfurecidas con las que los recién llegados se cruzaron nada más poner el pie en las calles.

Muchos cafés, algunos teatros y buena parte de los comercios permanecían cerrados por temor a la ira de aquellas mujeres que, llegadas algunas de los barrios más alejados, luchaban a gritos y pedradas contra la miseria que se extendía por las calles de la ciudad y se instalaba sigilosamente en cada casa.

La familia Ballesteros había abandonado el pueblo aragonés del que era originaria meses después de que Lorenzo, el padre, empleado desde su niñez en una fábrica de harinas, se desplomara y muriera en pocos minutos. Había caído fulminado al cargar un saco en el carro del panadero de un pueblo cercano. Un cliente habitual y también un buen amigo que no pudo evitar que Lorenzo se le muriese entre los brazos.

Sin más ingresos que los que Fina, Rufina en la pila bautismal, y su hija conseguían entrando sisas, hilvanando dobladillos, cambiando cuellos, doblando puños, abriendo ojales y haciendo verdaderos prodigios con los zurcidos; no les quedó más remedio que emigrar. Gracia había depositado en aquel traslado forzoso la esperanza de dejar la costura y de no volver a dar una puntada en lo que le quedara de vida. Detestaba coser, no soportaba la inmovilidad que exigía el oficio y raramente conseguía la concentración necesaria para complacer a su madre. Aunque nunca había formulado públicamente el deseo, aspiraba a seguir estudiando. Se imaginaba trabajando en un despacho, hablando alguna lengua extranjera, viajando.

Vendieron cuanto pudieron, que no era mucho ni valioso; metieron el resto en un par de maletas y en una enorme bolsa de lona y aceptaron la ayuda de Leonor.

—Con la tía Leonor estaremos bien —había asegurado Fina Griñán a sus hijos al entregar la llave de la casa a su propietario y echar a andar hasta alcanzar la calle Mayor de Cantavieja, donde un carro los esperaba para acercarlos a la carretera general.

Ni Gracia ni su hermano menor, Simón, advirtieron que al hablar Fina Griñán retiraba una lágrima con la punta del pañuelo oscuro que había anudado a su cabeza.

Llegaron a la ciudad para instalarse provisionalmente en la calle de la Cadena junto a Leonor, la hermana menor de Fina, y a su marido. Agustín Gratacós era un sastre con taller propio que estaba dispuesto a proporcionar un empleo a su cuñada y a su hija y a alojar a la familia hasta que esta consiguiera mejor acomodo. La pareja no tenía hijos y para Leonor, que no perdía la esperanza, la compañía de su hermana y de sus sobrinos era motivo de alegría.

—Estaremos un poco justos, pero pronto encontraremos algo para vosotros. La ciudad es grande y Agustín trata a mucha gente. Él nació aquí. Conoce a todo el mundo —aseguraba mientras caminaba animosa en dirección al piso situado en el corazón del Distrito Quinto—. Y por ellas no os preocupéis, solo piden pan

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