Todo lo que no ves

Fragmento

Capítulo 1

1

Desde fuera, la casa de Lakeview Terrace parecía perfecta con sus tres majestuosas plantas de ladrillo marrón pálido y unas amplias cristaleras con vistas al Reflection Lake y la cordillera Azul. Dos falsas torrecillas coronadas de cobre le añadían un cierto encanto europeo y sugerían riqueza de un modo sutil. Un espeso manto de bonito césped verde ascendía suavemente hasta llegar a un trío de escalones que desembocaba en una amplia galería abierta blanca, con azaleas que en primavera florecían con un color rojo rubí.

En la parte de atrás, un vasto patio cubierto ofrecía un espacio para disfrutar en el exterior, con una cocina de verano y las mismas hermosas vistas del lago. El jardín de rosas, cuidado con mimo, inundaba el lugar con un aroma dulce y sofisticado. En temporada de vacaciones, un barco de casi trece metros de eslora flotaba tranquilamente en el muelle privado. Rosas trepadoras suavizaban los largos tablones verticales de la valla construida para tener algo de intimidad. En el garaje adyacente se guardaban un Mercedes todoterreno y un sedán, dos bicicletas de montaña, el equipo de esquí y ni un solo trasto.

Dentro, los techos eran altísimos. Tanto el salón formal como la sala grande tenían chimeneas enmarcadas con el mismo ladrillo marrón del exterior. La decoración, escogida con muy buen gusto —aunque algunos dirían por lo bajo que era demasiado estudiada—, reflejaba la visión de la pareja que estaba a cargo de todo.

Colores discretos, telas a juego, contemporáneo sin resultar demasiado austero.

El doctor Graham Bigelow compró la parcela en la urbanización de Lakeview Terrace, todavía en proyecto, cuando su hijo tenía cinco años y su hija tres. Escogió los planos que le pareció que encajaban mejor con él y su familia, hizo los cambios y los añadidos necesarios, eligió los acabados, los suelos, los azulejos, los enlosados, y contrató a un decorador.

Su mujer, Eliza, encantada, dejó que su marido se ocupara de la mayoría de las decisiones y elecciones porque, en su opinión, él tenía un gusto impecable.

Si ella tenía alguna idea o sugerencia, él la escuchaba. Y, aunque la mayoría de las veces las rechazaba, explicándole por qué lo que decía no encajaba, sí que incluyó, alguna que otra vez, algo de lo que ella había aportado.

Igual que Graham, Eliza quería la novedad, el prestigio que ofrecía la pequeña y exclusiva comunidad junto al lago en la región de High Country, en Carolina del Norte. Ella había nacido y se había criado en una familia acomodada, pero demasiado tradicional para su gusto; le parecía anticuada y aburrida. Como la casa en la que había pasado su infancia, que estaba al otro lado del lago.

No tuvo ningún problema en venderle su parte de esa vieja casa a su hermana y utilizar el dinero que consiguió para ayudar a amueblar la casa de Lakeview Terrace (¡con todo nuevo!). Por eso le dio el cheque a Graham, que era quien se ocupaba de esas cosas, sin pensárselo dos veces. Y nunca se había arrepentido.

Habían vivido allí muy felices durante casi nueve años, criando a dos hijos inteligentes y brillantes, celebrando cenas, cócteles y fiestas en el jardín. El único trabajo de Eliza, en su calidad de esposa del jefe de cirugía del Mercy Hospital, en la cercana ciudad de Asheville, era estar guapa y bien arreglada, criar bien a sus hijos, asegurarse de que todo estuviera perfecto en la casa, dar fiestas y presidir comités.

Como tenían un ama de llaves cocinera que venía tres veces a la semana, un jardinero que pasaba una vez a la semana y una hermana que estaba encantada de quedarse con los niños, si Graham y ella necesitaban salir una noche o hacer una escapada, Eliza tenía tiempo de sobra para centrarse en su apariencia y su guardarropa.

Nunca se perdía ninguna función en el colegio y, de hecho, había sido la presidenta de la AMPA durante dos años. Asistía a todas las obras de teatro, acompañada por Graham si el trabajo no se lo impedía. Se dedicaba en cuerpo y alma a las recaudaciones de fondos, tanto para el colegio como para el hospital. También acudía a todos los recitales de ballet de Britt desde que la niña cumplió los cuatro años y siempre se sentaba en el centro de la primera fila.

Además, iba a la mayoría de los partidos de béisbol de su hijo Zane. Y si se perdía alguno de vez en cuando, se le perdonaba: cualquiera que haya presenciado la tediosa pesadilla que es un partido de béisbol juvenil lo comprendería.

Aunque no lo admitiría nunca, Eliza prefería a su hija. Britt era una niña preciosa, dulce y obediente. Nunca tenía que insistirle para que hiciera los deberes o para que ordenara su habitación, y la niña era siempre educada. Pero Zane… Eliza veía en él a su hermana Emily. Tenía esa tendencia a discutir siempre o a enfurruñarse, a hacer las cosas a su manera.

Aun así, sacaba buenas notas y en el béisbol siempre estaba en el cuadro de honor. Obviamente, su ambición de llegar a ser profesional no era más que una fantasía adolescente. Iba a estudiar Medicina, como su padre, por supuesto.

Pero, por ahora, el béisbol servía como zanahoria para que todos pudieran evitar el palo. Y si Graham tenía que sacar el palo de vez en cuando para castigar al niño, era por su bien. Servía para imprimirle carácter, enseñarle límites y asegurarse de que tuviera respeto.

Como le gustaba decir a Graham: «El niño es el padre del hombre, así que tiene que aprender a cumplir las normas desde pequeño».

Dos días antes de Navidad, Eliza iba de vuelta a casa por las calles de Lakeview que acababa de limpiar la quitanieves. Había pasado unas horas estupendas comiendo con unas amigas y, seguramente, había tomado un poco más de champán del que debería, pero lo había quemado después yendo de compras. El 26 de diciembre la familia iba a ir, como todos los años, a esquiar. O más bien Graham y los niños iban a esquiar, y ella a relajarse en el spa. Ahora podría meter en la maleta un par de botas nuevas preciosas y también algunas prendas de lencería que harían que Graham entrara en calor tras el frío de las pistas.

Miró las casas que iba pasando y su decoración navideña. Pensó que estaban todas muy bonitas porque habían cumplido las órdenes de la asociación de propietarios: nada de papanoeles hinchables horteras en Lakeview Terrace. Sin embargo, su casa destacaba entre las demás, no tenía sentido ser modesta. Graham le había dado carta blanca para la decoración navideña y ella la había utilizado sabiamente. Se dijo que las luces blancas brillarían como estrellas después del anochecer, destacando las líneas perfectas de la casa, adornando, enroscadas entre sus ramas, los abetos en macetas que había en la galería exterior, e iluminando desde el interior las coronas gemelas, con sus cintas rojas y plateadas, que había colocado en las puertas dobles.

Y, por supuesto, llamarían la atención las luces blancas del árbol del salón (de más de tres metros y medio) y sus adornos naranjas y plateados. El otro árbol, el de la sala grande, tenía el mismo patrón de colores en los adornos, pero con ángeles. Y también había decorado con mucho gusto las repisas de las chimeneas y la mesa del comedor formal, que habían quedado perfectas.

Lo ponían todo nuevo cada año. ¿Qué necesidad había de guardarlo en cajas y almacenarlo si podías contratar a una empresa que te lo alquilaba todo y después se lo llevaba una vez pasadas las fiestas? Nunca entendió el placer que encontraban sus padres y Emily en desenterrar las viejas bolas de cristal y los cutres papanoeles de madera. Sus padres ya tendrían todo eso cuando visitaran su vieja casa y a Emily. En la cena de Navidad, Eliza sería la anfitriona, no podía ser de otra manera. Y después, gracias a Dios, ellos volverían a Savannah y a su jubilación.

Emily era su favorita, pensó mientras pulsaba el botón del mando a distancia de la puerta del garaje. Nadie lo dudaba.

Se sobresaltó al ver que el coche de Graham ya estaba aparcado y miró su reloj. Soltó un suspiro de alivio. No llegaba tarde, sino que él había vuelto a casa pronto.

Encantada, sobre todo porque ese día le tocaba a otra madre recoger a los niños del colegio, aparcó junto al coche de su marido y cogió las bolsas con sus compras.

Fue por la entrada trasera, colgó el abrigo, dobló la bufanda y se quitó las botas antes de ponerse los zapatos planos negros de Prada que llevaba en casa.

Cuando entró en la cocina, se encontró a Graham, todavía con traje y corbata, de pie junto a la isla central.

—¡Has llegado pronto! —Dejó las bolsas en la barra del bar, fue hasta donde estaba él y le dio un beso suave.

Cuando se acercó, notó su olor, tan ligero como el beso que le había dado, a Eau Sauvage, la colonia favorita de Eliza.

—¿Dónde estabas?

—Oh, tenía la comida de Navidad con Miranda y Jody, ¿no te acuerdas? —Señaló vagamente al calendario familiar que había en el rincón—. Y luego hemos pasado el resto de la tarde de compras. —Mientras hablaba, fue hasta la nevera para sacar una botella de Perrier—. No me puedo creer la cantidad de gente que está todavía haciendo las compras de Navidad, Jody entre ellas —comentó mientras le echaba un poco de hielo de la máquina al vaso y después servía el agua con gas—. En serio, Graham, es que parece que no sabe organizarse…

—¿Crees que me importa una mierda Jody?

Su voz tranquila, suave, casi agradable, activó todas las alarmas en su cabeza.

—Claro que no, cariño. Hablaba por hablar. —Mantuvo la sonrisa en la cara, pero en sus ojos había cautela—. ¿Por qué no te sientas y te relajas? Te relleno la copa y después…

Él estrelló el vaso contra el suelo y el cristal se hizo añicos a los pies de Eliza. Una esquirla le rozó el tobillo y le hizo un leve corte, que le escoció, además, porque el whisky le salpicó la herida.

«La cristalería de Baccarat», pensó con un ligero sofoco.

—¡A ver si me la puedes rellenar ahora! —le escupió él. Ya no estaba tranquilo y sus palabras, que parecían abofetearla, ya no eran suaves ni agradables—. Me he pasado el día con las manos metidas dentro de un ser humano, salvando vidas… ¿y llego a mi casa y me la encuentro vacía?

—Lo siento, yo…

—¿Que lo sientes? —Le agarró fuertemente el brazo y se lo retorció mientras la empujaba contra la encimera—. ¿Sientes no haberte molestado en quedarte en casa? ¿Sientes haberte ido por ahí a malgastar tu tiempo y mi dinero en comer, comprar y cotillear con esas estúpidas zorras mientras yo me pasaba seis horas en el quirófano?

A Eliza empezó a faltarle el aire y el corazón se le aceleró.

—No sabía que ibas a llegar pronto a casa. Si me hubieras llamado, habría venido directa a casa.

—¿Ahora tengo que informarte de lo que hago?

Ella apenas oyó el resto de las palabras que le espetó —desagradecida, respeto, deber—, pero ya conocía esa mirada suya de ángel vengador. Con su pelo rubio oscuro, perfectamente peinado, su cara atractiva enrojecida por la rabia. La ira en esos ojos azules tan fríos que congelaban.

El sofoco se convirtió en corrientes eléctricas.

—¡Estaba en el calendario! —Su voz sonó muy aguda—. Y te lo dije esta misma mañana.

—¿Crees que tengo tiempo para tu ridículo calendario? Tienes que estar en casa cuando yo entre por la puerta, ¿me has entendido? —La estrelló contra la encimera otra vez y un relámpago de dolor recorrió la columna de Eliza—. Yo soy el que te ha dado todo lo que tienes. Esta casa, la ropa que llevas, la comida que comes. Y pago a alguien para que cocine y limpie ¡para que tú estés disponible para mí cuando yo lo diga! Así que más te vale que estés en casa cuando entre por esa puerta. Y te abrirás de piernas cada vez que quiera follarte.

Y, para enfatizar sus palabras, apretó contra ella su erección.

Eliza le dio una bofetada a pesar de que sabía lo que vendría después, o tal vez justo por eso.

Y entonces la ira pasó del frío al calor. Él sonrió y hundió el puño en su vientre.

Nunca le pegaba en la cara.

Con catorce años, Zane Bigelow estaba dedicado en cuerpo y alma al béisbol. También le gustaban las chicas y, sobre todo, le gustaba verlas desnudas en el ordenador desde que su amigo Micah le había enseñado a saltarse el control parental, pero el béisbol seguía siendo su interés principal. El número uno.

Era alto para su edad, y un poco desgarbado. Estaba deseando acabar el instituto y que lo descubriera un ojeador de los Baltimore Orioles… Aunque le valía cualquier equipo de la Liga Americana, ese era su preferido. El número uno absoluto. Jugaría de campocorto; el increíble Cal Ripken ya se habría retirado para entonces. Además, Iron Man Ripken jugaba en la tercera base.

Esa era la única ambición de Zane. Bueno, y ver desnuda a una chica de verdad, o sea, a una de carne y hueso.

Mientras la señora Carter, la madre de Micah, los llevaba a casa en su todoterreno Lexus tras recogerlos en el colegio, no había nadie que estuviera más contento que Zane Bigelow. Aunque en el coche sonara Cher cantando sobre la vida después del amor. Todavía no le llamaban demasiado la atención los coches, solo tenía los conocimientos innatos propios de un chico joven, y prefería el rap —aunque no podía ponerlo en su casa—, pero aun con Cher sonando, con su hermana y las otras niñas chillando sin parar sobre cosas de la Navidad y con Micah enfrascado en el Donkey Kong que tenía puesto en su Game Boy —Micah deseaba desesperadamente que por Navidad le regalaran una Game Boy Color—, Zane estaba en lo más alto de la escala de felicidad.

¡Diez días enteros sin clase! Ni siquiera pensar en que le iban a obligar a esquiar —que no era su deporte favorito, sobre todo porque su padre no dejaba de recordarle que su hermana pequeña esquiaba mucho mejor que él— le estropeaba el humor. Diez días sin matemáticas, a las que odiaba tanto como a la ensalada de espinacas, y eso era mucho.

La señora Carter aparcó para que saliera Cecile Marlboro. En ese momento se produjo la habitual recolocación, recogida de las mochilas y grititos de las niñas. Y todas tenían que despedirse con un abrazo, por lo de las vacaciones de Navidad. A veces también tenían que abrazarse al despedirse porque, quién sabe, era martes o alguna otra cosa. Él nunca lo entendía.

Todo el mundo se deseó feliz Navidad —cuando dejaron a Pete Greene le dijeron «felices vacaciones», porque era judío— y siguieron su camino.

«Ya casi hemos llegado», pensó Zane mientras miraba las casas pasar. Su plan era prepararse algo de comer y después, como no tenía deberes ni que estudiar las malditas matemáticas, encerrarse en su habitación y pasarse una hora jugando al Triple Play en la PlayStation.

Sabía que Lois —que tenía libre hasta après ski— tenía previsto hacer lasaña antes de irse para pasar las vacaciones con su familia. Y la lasaña de Lois estaba buenísima. Mamá tendría que encender el horno para calentarla, pero hasta ahí llegaba.

Y había algo aún mejor: la abuela y el abuelo llegaban desde Savannah al día siguiente. Él preferiría que se quedaran en su casa en vez de en la de su tía Emily, pero iba a coger la bicicleta mañana para ir hasta la vieja casa del lago y pasar allí un rato con ellos. A lo mejor convencía a Emily de que hiciera galletas, aunque seguro que no se hacía mucho de rogar.

Y después vendrían todos a cenar a casa en Navidad. Mamá no tendría ni que encender el horno para eso; la preparaba un servicio de catering.

Después de la cena, Britt tocaría el piano —a él se le daba fatal, una cosa más por la que su padre le lanzaba pullas regularmente— y todos cantarían. Era cursi, muy cursi, pero a él le gustaba. Además, Zane cantaba bastante bien, así que no había menosprecios por eso.

Cuando el coche aparcó delante de su casa, Zane chocó el puño contra el de Micah.

—Feliz Navidad, tío.

—Igualmente, tío —respondió Micah.

Mientras Britt y Chloe se abrazaban como si no fueran a verse en un año, Zane salió del coche.

—Feliz Navidad, Chloe. Feliz Navidad, señora Carter, y gracias por traernos.

—Feliz Navidad, Zane. Y de nada, ya sabes que siempre es un placer —respondió con una sonrisa mientras le miraba a los ojos. Era muy guapa para ser una madre.

—Gracias, señora Carter, y feliz Navidad —exclamó Britt casi cantando—. ¡Te llamo, Chloe!

Zane se colgó la mochila de un hombro mientras Britt salía del coche.

—¿Y para qué la vas a llamar? ¿Qué más tenéis que contaros? Si no os habéis callado ni un segundo en todo el camino a casa.

—Tenemos muchas cosas de que hablar.

Britt, a la que le sacaba más de una cabeza, compartía con él el color de pelo y de ojos. Ambos tenían el pelo oscuro —Britt lo llevaba casi hasta la cintura y sujeto con unos pasadores con forma de reno— y los mismos ojos verdes y brillantes. Ella todavía tenía la cara redonda e infantil, mientras que la de él se había vuelto angulosa. Emily le había dicho que era porque estaba creciendo. Pero todavía no tenía nada que afeitarse, ni mucho menos, aunque lo comprobaba todos los días.

Como su hermano mayor, Zane se sentía en la obligación de chinchar a Britt.

—Pero si luego en realidad no decís nada. Estáis en plan: «Oooh, Justin Timberlake» —Y después hizo ruidos de besos. Britt se sonrojó.

Él sabía que Timberlake era su amor adolescente, supuestamente secreto.

—Cállate.

—Cállate tú.

—No, cállate tú.

Siguieron con el tira y afloja hasta que llegaron a la galería exterior y, en ese momento, se callaron y solo intercambiaron miradas hostiles porque los dos sabían que, si entraban en casa discutiendo y su madre los oía, tendrían que soportar un sermón infinito.

Zane sacó su llave. Su padre había ordenado que la casa estuviera siempre cerrada, tanto si había alguien dentro como si no. En cuanto la puerta se abrió, lo oyó.

La hostilidad desapareció al instante de la cara de Britt, abrió mucho los ojos, que se le llenaron de miedo y de lágrimas, y se tapó las orejas con las manos.

—Ve arriba —le dijo Zane—. Directa a tu cuarto. Y quédate allí.

—Le está haciendo daño otra vez. Le está haciendo daño.

En vez de ir a su habitación, Britt entró en el salón grande corriendo y se quedó allí de pie, tapándose las orejas.

—¡Parad! —chilló—. ¡Parad, parad, parad, parad!

Zane vio un rastro de sangre en el suelo. Su madre había intentado alejarse arrastrándose. Tenía el suéter desgarrado y le faltaba un zapato.

—¡Id a vuestros cuartos! —gritó Graham mientras agarraba a Eliza por el pelo y la obligaba a levantarse—. Esto no es asunto vuestro.

Pero Britt no paró de chillar, ni siquiera cuando Zane intentó tirar de ella para sacarla de allí. Entonces él vio los ojos llenos de odio de su padre cambiar de objetivo y fijarse en su hermana. Y en su interior surgió un miedo nuevo, ardiente, que lo consumió todo.

No le dio tiempo a pensarlo, se movió sin tener ni idea de lo que iba a hacer. Apartó a su hermana e interpuso su cuerpo, el de un niño delgaducho que todavía no había crecido lo bastante, entre ella y su padre. E, impulsado por ese ardor, cargó contra él.

—¡No te acerques a ella, hijo de puta!

Impactó directamente contra Graham. Y fue la sorpresa, más que la fuerza del golpe, lo que hizo que este tuviera que retroceder un paso.

—¡Que no te acerques, joder!

Zane no lo vio venir. Tenía catorce años y las únicas peleas en las que había participado habían consistido en unos cuantos empujones e insultos. Sí había sentido antes el impacto del puño de su padre, en el estómago, a veces en los riñones… Donde no se veía. Pero, esta vez, los golpes se estrellaron contra su cara, y algo detrás de sus ojos explotó. Empezó a ver borroso. Sintió dos puñetazos más antes de caer, y el fortísimo dolor que le provocaron ahogó el miedo y la furia. Su mundo se volvió gris y, a través de ese gris, unas luces chisporrotearon y parpadearon.

Con el sabor de la sangre en la boca y los gritos de su hermana resonando en su cabeza, se desmayó.

Cuando recuperó la consciencia, su padre lo estaba llevando al piso de arriba colgado sobre el hombro. Le pitaban los oídos, pero aun así oyó llorar a Britt y cómo su madre le decía que parara de una vez.

Su padre no lo tumbó en la cama, sino que se lo descolgó del hombro y lo dejó caer. Zane rebotó contra el colchón y cada centímetro de su cuerpo experimentó una nueva oleada de dolor.

—Vuelve a faltarme al respeto y haré algo más que romperte la nariz y ponerte un ojo morado. Tú no eres nada, ¿me entiendes? No eres nada hasta que yo diga que lo eres. Todo lo que tienes, hasta el aire que respiras, lo disfrutas gracias a mí. —Se inclinó para seguir hablándole con ese tono suave y tranquilo. Zane le veía doble y no podía ni asentir. Empezó a temblar por el frío provocado por la conmoción y le castañeaban los dientes—. No vas a salir de esta habitación hasta que yo te lo permita. Y no vas a hablar con nadie. No vas a decir ni una palabra de los asuntos privados de esta familia o, si no, el castigo que me has obligado a imponerte hoy te parecerá una tontería. Aunque lo cuentes, nadie te creerá. Tú no eres nada. Yo lo soy todo. Podría matarte mientras duermes y nadie me descubriría. Recuérdalo la próxima vez que intentes hacerte el hombre.

Salió y cerró la puerta.

Zane se sumió de nuevo en la inconsciencia. Era más fácil que aguantar el dolor y pensar en las palabras de su padre, que habían caído sobre él como si fueran otra paliza.

Cuando despertó, la luz había cambiado. No estaba oscuro, pero casi. No podía respirar por la nariz. La notaba taponada, como si tuviera un resfriado terrible. Uno que hacía que los ojos le latieran y que pareciera que le iba a reventar la cabeza. Notaba un dolor horrible en el abdomen. Cuando intentó incorporarse, la habitación empezó a dar vueltas y creyó que iba a vomitar.

Al oír el chasquido de la cerradura, empezó a temblar otra vez. Se preparó para rogar, suplicar, humillarse, cualquier cosa con tal de que esos puños no volvieran a golpearle.

Entró su madre y encendió la luz, lo que le provocó una nueva explosión de dolor, así que cerró los ojos.

—Tu padre dice que te limpies y que te pongas esta bolsa de hielo en la cara.

Su voz, fría, pragmática, le hizo casi tanto daño como la de su padre.

—Mamá…

—Tu padre dice que mantengas la cabeza en alto. Solo puedes salir de la cama para ir al baño. Como ves, tu padre te ha quitado el ordenador, la PlayStation, la televisión… Todas cosas que él te ha dado generosamente. No vas a ver a nadie, ni a hablar con nadie que no seamos tu padre o yo. Y tampoco vas a participar en las celebraciones de Nochebuena ni de Navidad.

—Pero…

—Tienes gripe.

Examinó su cara en busca de algún signo de lástima, de gratitud. De algún sentimiento, al menos.

—Intentaba que dejara de hacerte daño. Me pareció que le iba a hacer daño a Britt. Creí…

—Ni te pedí ayuda ni la necesitaba. —Su voz seca, fría, se le hundió en el pecho—. Lo que pase entre tu padre y yo se queda entre tu padre y yo. Ahora tienes dos días para pensar bien en cuál es tu lugar en esta familia y recuperar algunos privilegios. —Se giró hacia la puerta—. Haz lo que te han dicho.

Cuando salió y le dejó solo, Zane se obligó a incorporarse. Tuvo que cerrar los ojos para evitar que todo le siguiera dando vueltas y centrarse solo en respirar. Se levantó con las piernas temblorosas, fue a trompicones hasta el baño, vomitó y estuvo a punto de desmayarse otra vez.

Cuando logró volver a ponerse de pie, se miró en el espejo que había sobre el lavabo. Pensó, extrañamente distante, que no parecía su cara. Tenía la boca hinchada, el labio inferior partido. Dios, su nariz parecía un globo rojo. Los dos ojos estaban morados, uno hinchado y medio cerrado. Y había sangre seca por todas partes.

Levantó una mano y se tocó la nariz, lo que le provocó una oleada de dolor. Como tenía miedo de meterse en la ducha porque aún estaba mareado, intentó quitarse parte de la sangre con una esponja. Tuvo que apretar los dientes y apoyarse en el lavabo con la otra mano para mantenerse de pie, porque tenía más miedo de lo que podría pasar si no hacía lo que le habían dicho que del dolor.

Se echó a llorar y no le dio vergüenza. De todas formas, no le veía nadie. Ni tampoco le importaba a nadie.

Volvió como pudo a la cama y resopló cuando tuvo que agacharse para quitarse los zapatos y los vaqueros. Tenía que parar cada pocos minutos para recuperar el aliento y esperar a que se le pasara el mareo.

Ya solo con los calzoncillos y la camiseta, se metió en la cama, cogió la bolsa de hielo que le había dejado su madre y se la puso con muchísimo cuidado sobre la nariz. Pero dolía demasiado, no podía soportarlo, así que se la pasó al ojo. Y ahí sí le alivió parcialmente.

Se quedó allí tumbado, ya en una oscuridad total, haciendo planes y más planes. Iba a huir de casa. En cuanto pudiera, llenaría su mochila de ropa. No tenía mucho dinero, porque su padre lo ingresaba todo en el banco, pero tenía algo escondido en unos calcetines. Lo ahorraba para comprar videojuegos.

Podría hacer autostop; solo pensarlo le llenó de ilusión. Podría ir a Nueva York. Se escaparía de esa casa en la que todo parecía muy limpio, pero que encerraba secretos muy, muy sucios, y tan bien escondidos como su dinero para los videojuegos. Conseguiría un trabajo. Podía hacerlo. «Se acabó el instituto», pensó mientras se iba quedando dormido. Y eso ya era una ventaja.

Volvió a despertarse al oír otra vez la cerradura, aunque fingió que seguía dormido. Pero no eran los pasos de su padre, ni de su madre. Cuando Britt le dirigió el rayo de una linternita rosa a la cara, él abrió los ojos.

—Para.

—Calla —dijo ella—. No puedo encender la luz, no vaya a ser que se despierten y la vean. —Se sentó en un lado de la cama y le acarició el brazo con la mano—. Te he traído un sándwich de mantequilla de cacahuete y mermelada. No he podido traerte lasaña porque se darían cuenta de que falta comida en la fuente. Tienes que comer.

—No tengo el estómago muy bien, Britt.

—Solo un poco. Come algo.

—Vete. Si te pillan aquí…

—Están dormidos. Estoy segura. Me quedo aquí contigo. Me voy a quedar hasta que comas algo. Lo siento mucho, Zane.

—No llores.

—Pero si estás llorando tú…

Dejó que las lágrimas cayeran. No tenía fuerza para contenerlas.

Sorbiendo por la nariz y limpiándose las suyas, Britt acercó la mano para acariciarle el brazo otra vez.

—He traído leche también. No se darán cuenta si falta un poco. Lo he limpiado todo y, cuando te lo tomes, lavaré el vaso —hablaban en susurros, ya estaban acostumbrados, pero, de repente, la voz de Britt sonó más alta y aguda—: Te ha pegado muy fuerte, Zane. No paraba de pegarte y, cuando estabas en el suelo, te dio una patada en el estómago. Creí que estabas muerto.

Le apoyó la cabeza en el pecho. Le temblaban los hombros. Él le acarició el pelo.

—¿Te ha hecho daño a ti?

—No. Solo me agarró fuerte de los brazos, me zarandeó y me gritó que me callara. Y lo hice. Me daba miedo no obedecerle.

—No pasa nada. Has hecho lo correcto.

—No, eso es lo que has hecho tú. —Sus susurros se distorsionaron por las lágrimas—. Has intentado hacer lo correcto. Ella no intentó que dejara de hacerte daño. No dijo nada. Y, cuando paró, él le ordenó que limpiara la sangre del suelo. Había un vaso roto en la cocina y le dijo que limpiara eso también, que se arreglara y que tuviera la cena en la mesa para las seis.

Britt se incorporó y le ofreció la mitad del sándwich, que había cortado perfectamente en dos mitades. En ese momento, Zane la quiso tanto que le dolió el corazón. Lo cogió, le dio un mordisco y comprobó que no parecía que lo fuera a vomitar.

—Tenemos que decirle a Emily y a los abuelos que estás enfermo. Tienes la gripe y eres contagioso. Se supone que tienes que descansar y papá se ocupará de cuidarte. No les van a dejar subir a verte. Y, después, tenemos que decirle a la gente del resort que te caíste de la bici. Nos lo ha dicho durante la cena. Yo he tenido que comer para que no se volviera a enfadar conmigo, pero he vomitado cuando he subido arriba.

Él dio otro mordisco y le cogió la mano a su hermana en la oscuridad.

—Lo entiendo.

—Y, cuando volvamos, tenemos que decir que tuviste un accidente esquiando. Te caíste y papá se ocupó de ti.

—Sí. —Esa palabra sonó mucho más que amarga—. Ya lo creo que se ha ocupado de mí.

—Volverá a hacerte daño si no decimos eso. O tal vez te haga algo peor. No quiero que vuelva a hacerte daño, Zane… Estabas intentando que dejara a mamá y también me estabas protegiendo a mí. Creíste que me iba a pegar. Y yo también. —Zane sintió cómo Britt se movía y vio, gracias a la tenue luz de la linterna que ella había dejado sobre la cama, que se había girado para mirar por la ventana—. Algún día lo hará, supongo.

—No, no lo hará. —En su interior volvieron a surgir el dolor y la furia—. Tú no le vas a dar razones para que lo haga. Y yo no se lo voy a permitir.

—No necesita ninguna razón. No necesitas ser un adulto para entender eso. —Aunque su tono sonaba maduro, volvieron a caerle las lágrimas—. Creo que no nos quieren. No es posible que nos quieran y nos hagan daño o nos obliguen a mentir. Es imposible que ella nos quiera y deje que sigan pasando estas cosas… Creo que no nos quieren.

Él sabía que no los querían; lo supo con seguridad cuando su madre entró en su cuarto y lo miró sin ninguna emoción.

—Nos tenemos el uno al otro.

Con Britt allí sentada, a su lado, preocupándose por que comiera, Zane comprendió que no podía fugarse, no podía huir y dejarla. Tenía que quedarse. Lo que necesitaba era hacerse más fuerte. Lo bastante para plantarle cara.

Y no para proteger a su madre, sino a su hermana.

Capítulo 2

2

Era Nochebuena y a Emily Walker todavía le quedaban media docena de cosas por completar de su lista. Ella siempre hacía listas, siempre tenía un plan. E, invariablemente, todos los elementos de todas las listas que había hecho en su vida le llevaban más tiempo del que pensaba.

Todas las malditas veces.

Y la otra cosa desesperante que tenían las listas era que siempre surgían cosas nuevas que añadir, con el consiguiente aumento del tiempo previsto.

Como ese día. Además de darle un último repaso a la casa; preparar para la cena de Nochebuena las chuletas de cerdo rellenas con patatas al gratén, que eran las favoritas de su padre; aplicarse un tratamiento facial casero que le hacía mucha falta, e ir en coche hasta Asheville a recoger a sus padres al aeropuerto, tenía que añadir una visita rápida al mercado para comprar pollo.

El pobre Zane tenía la gripe, así que sumó a su lista cocinar el pollo con un buen montón de caldo. Y eso la obligó a incluir, además, el viaje al otro lado del lago, a casa de su hermana, para llevarle la sopa recién hecha.

E incorporó también la tarea de ser simpática y amable con Eliza. Y lo que se lo ponía aún más difícil era que tenía que ser simpática y amable con su hermana después de que ella hubiera decidido, unilateralmente, que la cena de Navidad tenía que hacerse en la casa de Emily.

«Oh, no tendrás que preocuparte por nada», había dicho Eliza, como recordó Emily mientras se ponía ropa limpia. Decidió que tendría que dejar para otra ocasión el tratamiento facial, lo necesitara o no. No, no tendría que preocuparse por nada porque Eliza ya había contactado con el responsable del catering y había «cambiado el lugar del evento».

«¡El lugar del evento, por Dios!». Pero ¿quién demonios contrataba un catering para una cena navideña familiar? La estirada de Eliza Walker Bigelow, no podía ser otra.

Pero Emily iba a ser simpática y amable. No iba a montar una escena mientras sus padres estaban de visita. Le llevaría la sopa, que aún estaba hirviendo en la cocina, y pasaría un momento a ver a su sobrino enfermo. Y le colaría de contrabando la última novela de la serie de La torre oscura, porque King, junto con otra docena de autores, no estaba en la lista de libros aprobados por Eliza y Graham.

Pero ojos que no ven, corazón que no siente. A Zane se le daba bien guardar secretos. «Tal vez demasiado bien», pensó Emily mientras se ponía algo de maquillaje en la cara. Seguramente, no pasaba tanto tiempo con sus sobrinos como debería, pero, cuando lo hacía, no podía evitar notar… algo. Había algo que no estaba del todo bien.

Mientras se ponía las botas, se dijo que probablemente serían imaginaciones suyas. O tal vez estaba buscando algo que poder echarle en cara a su hermana. De pequeñas nunca estuvieron unidas; los opuestos no siempre se atraen y los nueve años que las separaban tampoco ayudaron. Y de adultas no se había reforzado el vínculo. De hecho, aunque de cara a la galería normalmente —normalmente— se mostraban educadas, lo que había bajo la superficie eran verdaderas corrientes subterráneas de constante antipatía mutua.

Si no fuera por sus padres, su sobrina y su sobrino, Emily ni vería ni cruzaría palabra con Eliza.

—Es terrible —murmuró mientras bajaba con prisa al piso de abajo—. Es terrible pensar y sentirse así.

Peor, temía que esos pensamientos y sentimientos no fueran más que resentimiento por su parte, y eso le daba vergüenza.

Eliza era más guapa, siempre lo había sido. No es que Emily no fuera mona, incluso sin tratamiento facial. Pero Eliza había recibido doble ración de belleza, y además tenía las tetas más grandes, no se podía negar. Y, claro, como le llevaba nueve años de ventaja, lo había hecho todo antes que ella.

Protagonizó varias obras de teatro del colegio, fue capitana de las animadoras y la reina de la fiesta de bienvenida del equipo de fútbol y del baile de fin de curso. Y cuando terminó el instituto, ¿a quién le regalaron un brillante BMW plateado descapotable? A Eliza.

Y después se ligó a un médico. Un cirujano, nada menos, y tan guapo como una estrella de cine. Celebró su elegante fiesta de compromiso en el club de campo; después, una fiesta preboda muy pija, y, por fin, una ostentosa y extravagante boda llena de blanco. «Y ella estaba simplemente radiante», recordó Emily, apagando el fuego de la sopa. Como una reina, con su enorme y precioso vestido blanco.

No tuvo celos de Eliza ese día. Se alegró por ella, y eso que la había obligado a llevar un vestido de dama de honor rosa empolvado con las mangas abullonadas. Pero, después, el resentimiento había vuelto a resurgir.

«No pienses en eso ahora —se ordenó. Se puso el abrigo, el gorro y los guantes—. Es Navidad. Y el pobre Zane está enfermo».

Cogió el bolso, con la novela de La torre oscura dentro, y unos guantes de horno para llevar la sopa hasta la camioneta y después dársela a Eliza.

Había lavado, encerado y limpiado la camioneta —algo que había podido tachar de la lista del día anterior— y ya no tenía pósits decorando el salpicadero. Había revisado personalmente todos los bungalós para que cuando sus padres le preguntaran —cosa que harían—, pudiera decirles que Walker Lakeside Bungalows, la empresa familiar, estaba en perfectas condiciones.

Le gustaba haberse quedado a cargo de la empresa ahora que sus padres se habían jubilado, aunque puede que le provocara un poco de resentimiento —esa palabra otra vez— tener que darle a Eliza un cheque cada tres meses con la parte que le correspondía de los beneficios. Eliza no se molestaba ni lo más mínimo, pero la sangre era la sangre, la familia era la familia, así que a ella le pertenecía una parte de lo que sus padres construyeron y que ella se ocupaba de mantener.

Pensó que, al menos, la casa era suya y solo suya. La miró por encima del hombro después de dejar la sopa en el asiento del copiloto. Le encantaba esa casa, con su estructura de madera y piedra, el porche que la rodeaba por todos los lados y las vistas del lago y las montañas. Había sido su hogar durante toda su vida y quería que siguiera siéndolo hasta su muerte. Como no tenía hijos, y la probabilidad de tenerlos a esas alturas era, como mínimo, escasa, había planeado dejársela en herencia a Zane y Britt cuando llegara su hora.

Tal vez alguno de los dos quisiera vivir allí. O quizá la alquilaran o la vendieran. Como ella estaría muerta, le daría igual.

«Qué cosas más alegres se me vienen a la cabeza en Navidad».

Riéndose de sí misma, se subió en la camioneta mientras pensaba en lo bonita que estaría la casa después del anochecer, cuando se encendieran todas las luces de colores y el árbol se viera a través de la ventana, resplandeciente, justo como todas las Navidades desde que ella tenía memoria. Y la casa olería a pino, a arándanos y a galletas recién sacadas del horno.

Cuando arrancó para coger la carretera del lago, resopló para apartarse el flequillo de los ojos. El corte de pelo no había podido entrar en la lista de cosas que tenía que hacer antes de Navidad, así que tendría que esperar.

Mientras rodeaba Reflection Lake encendió la radio, subió el volumen y se puso a cantar a Springsteen. Dejó atrás los bungalós, los muelles, las otras casas del lago, y siguió bordeando aquella masa de agua en dirección al pueblo, con las montañas de cumbres cubiertas de nieve elevándose hacia el cielo azul invernal como telón de fondo.

La carretera subía y bajaba, giraba y se retorcía… Emily se conocía cada centímetro. Pasó por Main Street solo para ver todas las tiendas decoradas con motivo de la Navidad y la estrella que había en lo más alto del Lakeview Hotel.

Vio a Cyrus Puffer, que iba con una bolsa en dirección a su camioneta aparcada. Había estado casada con Cyrus durante casi seis meses —«Dios, y ya han pasado casi diez años», pensó—, pero ambos decidieron, relativamente pronto, que eran mejores amigos con derecho a roce que marido y mujer, y por eso lograron tener, en opinión de Emily, uno de los pocos divorcios verdaderamente amistosos del amplio mundo de los divorcios.

Paró a su lado para saludarlo.

—¿Compras de última hora?

—No. Sí. Bueno, algo así —dijo sonriéndole. Era un hombre guapo, con el pelo de un vivo color rojo y una actitud siempre alegre—. Marlene quería helado… y solo podía ser de menta con trocitos de chocolate.

—Qué buen marido estás hecho.

Él había encontrado a la mujer adecuada al segundo intento. De hecho, Emily fue quien los presentó, e incluso acabó siendo el padrino en su boda.

—Hago lo que puedo. —La sonrisa no desaparecía—. Supongo que tengo suerte de que no quisiera pepinillos para acompañarlo.

—¡Oh, Dios mío! —Emily le agarró la cara con las dos manos—. ¡Oh, Dios mío, Cyrus! ¡Vas a ser papá!

—Nos lo confirmaron justo ayer. Ella no quiere decírselo a nadie todavía, aparte de a su familia y la mía, pero seguro que no le importa que te lo haya dicho a ti.

—Guardaré el secreto, pero ¡oh, Dios mío! Me alegro muchísimo por ti. —Tiró de él hacia la ventanilla para poder darle un beso sonoro y fuerte—. Es el mejor regalo de Navidad de la historia. Oh, Cyrus, dile de mi parte que le deseo lo mejor. Y cuando ya quiera hablar de ello, que me llame.

—Se lo diré. Emily, estoy tan contento que creo que voy a explotar. Voy a llevarle el helado a casa a la mamá.

—Y dile que quiero organizarle la fiesta para el bebé.

—¿En serio?

—Claro que sí. Feliz Navidad, Cyrus. ¡Oh, Dios mío!

Fue sonriendo durante todo el resto del camino por el pueblo y rodeando el lago hasta Lakeview Terrace.

Cuando llegó, pensó, como siempre que iba allí: «Me pegaría un tiro si tuviera que vivir aquí».

No había duda de que las casas eran grandes y bastante bonitas. Y no eran todas exactamente iguales, porque en su momento había varios estilos y planos para escoger, si no recordaba mal. Y muchas opciones para añadir módulos adicionales.

Pero, en su opinión, esa urbanización tenía un aire un poco escalofriante que le recordaba a Stepford. Esa perfección tan perfecta que se veía por todas partes: las aceras tan limpias, las entradas enlosadas, el parquecito (solo residentes e invitados) con sus árboles bien plantados y los bancos y los senderos cuidadosamente situados.

Pero a su hermana le encantaba, y la verdad era que las hileras perfectas de McMansiones, con sus céspedes primorosamente arreglados, le pegaban mucho a Eliza.

Cuando aparcó en la entrada, Emily se recordó que debía ser simpática. Llevó la sopa hasta la puerta y llamó al timbre. «Como una extraña, no como parte de la familia», pensó. Pero ellos mantenían siempre su palacio personal cerrado a cal y canto.

«Simpática», se dijo de nuevo, y se obligó a poner una sonrisa en su cara.

Y la mantuvo cuando Eliza abrió la puerta, perfecta, con unos pantalones de invierno blancos, un jersey rojo de cachemir y el pelo cayendo en ondas suaves y oscuras sobre sus hombros.

Pero en sus ojos, del mismo verde brillante que los de Emily, el verde de los Walker, la única emoción que vio fue una leve irritación.

—Emily. No te esperábamos.

Nada de «¡Emily, feliz Navidad! Pasa».

Pero Emily no dejó de sonreír.

—He recibido tu mensaje sobre lo de Zane y la cena de mañana. He intentado llamarte, pero…

—Hemos estado ocupados.

—Sí, yo también. Pero me daba mucha pena Zane, así que le he hecho la famosa cura de mamá. Sopa de pollo con fideos. ¿Qué tal está?

—Está durmiendo.

—Eliza, hace frío. ¿No me vas a dejar pasar?

—¿Quién es, cariño? —Graham, rubio, guapo, con un jersey gris plateado de cachemir (por supuesto), apareció detrás de Eliza—. ¡Emily! Feliz Navidad. Qué sorpresa.

—He hecho un poco de sopa para Zane. Y he venido a traérsela y a verlo antes de ir a buscar a mamá y a papá al aeropuerto.

—Pasa, pasa. Y dame eso.

—Está caliente. Os lo llevo a la cocina, si queréis.

—Claro. Es un detalle por tu parte lo de la sopa. Seguro que Zane te lo agradecerá.

Ella llevó el recipiente al fondo de la casa, acompañada por Graham, que iba a su lado, cruzando el resto de la casa, que tenía una decoración navideña perfecta, como de revista.

—La casa está increíble. —Dejó el recipiente sobre la encimera—. ¿Y si le subo un plato a Zane y me quedo con él un ratito? Seguro que le viene bien un poco de compañía.

—Está durmiendo, ya te lo he dicho.

Emily miró a su hermana.

—Bueno, tal vez…

—Y es contagioso —añadió Graham, rodeándole la cintura a Eliza con el brazo—. No podemos permitir que te contagies, sobre todo teniendo en cuenta que vas a estar en contacto con ancianos.

A ella sus padres no le parecían ancianos, y que utilizara ese calificativo la irritó.

—Estamos todos sanos como manzanas, y además va a venir a cenar mañana de todas formas, así que…

—No, no estará lo bastante bien para ir a cenar. Necesita descansar —sentenció Graham con su voz seria de médico.

—Pero si habéis sido vosotros quienes habéis querido trasladar la cena a mi casa…

—Es lo mejor para todos —replicó Graham—. Nos pasaremos por allí a cenar para que tus padres puedan ver a Eliza y a Britt, pero no nos quedaremos mucho rato.

Emily se quedó con la boca abierta.

—¿Vais a dejar solo a Zane? ¿El día de Navidad?

—Él lo comprende y, de todas formas, seguro que se pasará durmiendo prácticamente todo el día de hoy y de mañana. Pero vamos a añadir tu sopa de pollo a su medicación y a mi tratamiento. Yo sé lo que es mejor para él —insistió Graham antes de que ella pudiera objetar de nuevo—. Soy médico, además de su padre.

La sola idea de que Zane pasara las Navidades solo, enfermo y en la cama hacía que a Emily le doliera el alma.

—Pero eso no está bien. ¿No podemos ponernos mascarillas? Es un niño y es Navidad.

—Somos sus padres. —La voz de Eliza tenía un tono tenso—. Nosotros decidimos. Cuando tú tengas hijos, si los tienes, podrás decidir qué es lo mejor para ellos.

—¿Dónde está Britt? Al menos…

—En su habitación. Haciendo un proyecto navideño. —Graham se puso un dedo sobre los labios—. Aparentemente es alto secreto. Ya la verás mañana. Y gracias otra vez por acordarte de Zane y tomarte la molestia de hacerle sopa.

Él se apartó de Eliza, rodeó firmemente a Emily con el brazo, la hizo girarse y la acompañó hasta la puerta casi a la fuerza.

—Diles a Quentin y a Ellen que tenemos muchas ganas de verlos mañana.

—Puedo… traer los regalos de Zane esta noche, para que los tenga por la mañana.

—No hace falta. Tiene catorce años, Emily, no cuatro. Ten cuidado por la carretera.

Graham no la sacó a empujones de la casa, pero ese era el significado de su gesto. De vuelta a la camioneta, sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas de furia y frustración.

—Esto no está bien, no está bien, no está bien —repitió una y otra vez mientras se sentaba tras el volante y salía de la urbanización.

Pero ella solo era su tía. No podía hacer nada.

El despertador de Zane decía que eran las seis cuarenta y cinco. Era de noche, eso era lo único que sabía. Llevaba veinticuatro horas encerrado en su habitación y le dolían tanto la cara y el vientre que solo lograba dormir a ratos. El dolor no desaparecía y además tenía un hambre de lobo.

Solo había podido comer, de madrugada, la otra mitad del sándwich que le llevó Britt. Justo después de las ocho, su madre le llevó una tostada sin nada, una jarra de agua y otra bolsa de hielo.

«Pan y agua —pensó—. Comida de preso».

Porque eso era él.

Su madre no le dijo ni una palabra, ni él a ella.

Ahora eran casi las siete de la tarde y no había venido nadie. Se preocupó por Britt. ¿Estaría encerrada en su habitación también? A veces él —Zane no quería pensar en esa persona como papá nunca más— los encerraba a los dos. Pero solo durante unas cuantas horas, y tenían la televisión, o los videojuegos, o algo que hacer.

Había intentado leer —no le había quitado los libros—, pero le costaba demasiado, le dolía y le provocaba un dolor de cabeza terrible. Se arrastró a la ducha, porque el dolor le hacía sudar y ya no podía soportar lo mal que olía.

Con el agua cayendo sobre él y la cabeza latiéndole, lloró como un bebé.

Su cara parecía la de Rocky tras unos cuantos asaltos con Apollo Creed.

Tenía que ponerse más fuerte. El padre de Micah hacía pesas. Tenía toda una habitación de su casa dedicada a eso. Podía decirle al señor Carter que le enseñara a levantar pesas. Le diría que quería ganar un poco de músculo antes de que empezara la temporada de béisbol.

Y dentro de tres años y medio se iría a la universidad. ¿Pero cómo podría irse y dejar a Britt?

Tal vez debería ir a la policía y contárselo todo. Pero el jefe de policía jugaba al golf con su padre. Todos en Lakeview respetaban al doctor Graham Bigelow.

Le dolía pensar en eso, así que se puso a pensar en el béisbol. Tenía una pelota de béisbol bajo la colcha y acariciaba las costuras para calmarse, como un niño con un osito de peluche.

Oyó el sonido de la cerradura y sintió alivio, porque el hambre lo estaba royendo por dentro como una rata.

Hasta que vio que era su padre. Distinguió su silueta a contraluz en el umbral, de espaldas al pasillo. Alto, musculoso, llevaba una bandeja y su maletín de médico.

Graham entró y dejó la bandeja en el banco que había al pie de la cama. Volvió hasta la puerta, encendió las luces —¡Dios, le hacía daño en los ojos!— y cerró la puerta.

—Incorpórate —ordenó Graham.

Temblando de nuevo, Zane se quedó sentado.

—¿Estás mareado?

«Ten cuidado —pensó Zane—. Sé respetuoso».

—Un poco, sí, señor.

—¿Náuseas?

—Sí, algunas. No tantas como anoche.

—¿Has vomitado? —continuó Graham mientras abría su maletín.

—Desde anoche, no.

Graham sacó una linternita y la dirigió a los ojos de Zane.

—Sigue mi dedo, solo con los ojos.

Dolía, hasta eso dolía, pero Zane hizo lo que le decía.

—¿Dolor de cabeza?

—Sí, señor.

—¿Visión doble?

—No, ya no, señor.

Graham le miró los oídos, los dientes.

—¿Sangre en la orina?

—No. No, señor.

—Tienes una conmoción leve. Teniendo en cuenta tu conducta, tienes suerte de que no sea algo peor. Echa atrás la cabeza.

Cuando lo hizo, Graham apretó los dedos a ambos lados de la nariz de Zane. El dolor explotó y una supernova estalló. Lloriqueando, Zane intentó apartarle las manos. Graham metió la mano en el maletín para sacar instrumental y un sudor de miedo cubrió cada centímetro de la piel de Zane.

—Por favor. Por favor, no. Me duele. Papá, por favor.

—Que eches atrás la cabeza. —Graham le envolvió la garganta con la mano y apretó un poco—. Sé un hombre, por Dios.

Chilló. No pudo evitarlo. No veía lo que estaba haciendo su padre. Aunque hubiera abierto los ojos, no habría podido ver nada a través de la neblina roja de dolor.

Le cayeron las lágrimas. Tampoco pudo evitar eso.

Cuando acabó, se acurrucó, sin parar de temblar.

—Deberías darme las gracias porque no se te vaya a quedar el septo desviado. Dame las gracias —repitió Graham.

Zane tragó la bilis que le había subido hasta la garganta.

—Gracias.

—Ponte el hielo. Te quedarás en tu cuarto hasta que nos vayamos a esquiar, el día 26. Has tenido un accidente con la bici. Fuiste imprudente. En el resort te quedarás en tu habitación de la suite. Cuando volvamos a casa, dirás que has tenido un accidente esquiando. No tuviste cuidado, no te habías recuperado del todo de la gripe, pero te empeñaste. Si no cuentas esa historia así, palabra por palabra, te irá muy mal. Iré al juzgado y haré que te encierren con otros inadaptados sociales como tú. ¿Entendido?

—Sí.

Aunque Zane seguía con los ojos cerrados, sabía que Graham estaba junto a la cama cerniéndose sobre él, alto, rubio y sonriendo con desdén.

—La semana que viene le escribirás a tus abuelos para darles las gracias por cualquier regalo que hayan tenido el mal juicio de comprarte. Esos regalos los vamos a donar a la beneficencia. Y los regalos que tu madre y yo habíamos elegido para ti los vamos a devolver. No te mereces nada, así que no vas a recibir nada. ¿Entendido?

—Sí. —«No importa, no importa. Solo vete, por favor».

—Te devolveré tu ordenador solo para hacer los deberes. Y lo miraré todas las noches. Si dentro de un mes veo que has demostrado el arrepentimiento adecuado, tus notas no han bajado, y, a mi juicio, has aprendido una valiosa lección, te devolveré el resto de tus cosas. Si no, esas también las donaremos para alguien que se las merezca más. Si no, anularé el permiso que te he dado para que puedas jugar al béisbol, y no solo para la temporada que viene, sino para siempre. ¿Entendido?

Odio. Zane no sabía que se podía sentir tanto.

—Sí, señor.

—Y si no te enderezas, buscaré academias militares para enviarte a estudiar allí. Tu tía te ha traído esa sopa. Que no se te olvide darle las gracias cuando la veas, si es que la vuelves a ver.

Por fin, por fin se fue, y cerró con llave al salir.

Zane se quedó hecho un ovillo hasta que le pareció que podría aguantar las oleadas de dolor. Sabía que su padre podía ser cruel y violento, y que podía ponerse la máscara de marido, padre y vecino perfecto sobre todo lo que había debajo.

Pero no sabía, o al menos no había aceptado hasta ese momento, que su padre era un monstruo.

«No voy a volver a llamarle papá nunca más —se juró—. Nunca».

Se obligó a levantarse y se sentó en el banco al pie de la cama. Cogió el cuenco de sopa.

Fría, se fijó. Otro detalle de crueldad.

«Pero has perdido, maldito cabrón —pensó mientras comía—. No me he comido nada más rico en mi vida».

Cuando se sintió un poco mejor, se dio otra ducha, porque tenía la camiseta empapada de sudor. Se obligó a caminar por la habitación, sin parar. En algún momento tenía que empezar con lo de ponerse más fuerte. Deseó tener otro cuenco de sopa, pero se conformó con ponerse el hielo en la cara.

Oyó música navideña que llegaba desde el piso de abajo y se acercó a la ventana. Miró al otro lado del lago y vio las luces. Podía distinguir la casa de su tía y pensó en sus abuelos y ella celebrando la Nochebuena. ¿Se acordarían de él?

Esperaba que sí. Enfermo con gripe, qué pena, ¿no?

Pero ellos no sabían nada, no lo sabían, no. ¿Y qué harían si lo supieran? No podrían hacer nada contra un hombre como su padre. Si el doctor Graham Bigelow decía que su hijo se había caído de la bici o se había hecho daño esquiando, todo el mundo lo creería. Nadie creería que un hombre así pegaría a su propio hijo.

Y si él intentaba convencerlos, ¿qué podían hacer de todas formas?

No podía ir a una escuela militar. No podría soportarlo. Y no podía dejar a Britt.

Así que tenía que fingir, igual que hacían sus padres. Fingiría que había aprendido una valiosa lección. Diría «sí, señor». Mantendría sus buenas notas. Haría todo lo que tenía que hacer.

Y algún día sería lo bastante fuerte, o lo bastante mayor, o lo bastante valiente para dejar de fingir.

Aun así, ¿quién le iba a creer? Tal vez su tía. Tal vez. Le daba la sensación de que su padre no le caía muy bien, ni tampoco su madre, en realidad. Sabía que a ellos no les caía bien Emily porque siempre estaban hablando mal de ella.

Que nunca había logrado gran cosa, que no podía ni conservar un marido… Y muchas otras cosas.

Oyó el piano y sintió cierto alivio. Si podía tocar el piano, es que Britt estaba bien.

Tal vez pudiera reunir pruebas. Podía pedirle a Micah que le enseñara a colocar una cámara oculta o algo así. No, no, no podía meter a Micah en eso. Si Micah se lo decía a sus padres, ellos le dirían algo a los suyos.

Y nada de béisbol, nunca más, directo a la escuela militar y otra paliza.

No era lo bastante valiente.

Pero podía escribirlo todo.

Inspirado, fue hasta su mesa, encontró un cuaderno, bolígrafos y lápices. Pero todavía no, decidió. Alguno de los dos podía pasar por allí antes de irse a la cama. Y si le pillaban, se acabó todo.

Así que esperó y esperó, tumbado en la oscuridad con la pelota de béisbol en la mano para hacerle compañía y calmarlo.

Oyó que su padre decía: «¡Que tengas felices sueños navideños, Britt!».

Y ella respondía: «¡Buenas noches!».

Y un momento después oyó que ella susurraba junto a su puerta:

—No he podido escaparme, lo siento. Te he oído gritar, pero…

—Está bien, no pasa nada. Vete a la cama antes de que te pille.

—Lo siento —repitió Britt.

Oyó que su puerta se cerraba. Se quedó dormido un rato. Le despertó la risa de su madre. Pasos subiendo las escaleras, palabras amortiguadas cuando pasaron junto a su puerta. Él se quedó donde estaba, con los ojos cerrados y la respiración lenta y profunda, porque no podía fiarse de ellos.

Y vio que tenía razón cuando unos minutos después se oyó la cerradura. La luz del pasillo hizo que viera rojo el fondo de sus ojos. Los mantuvo cerrados, pero no apretados —así era como se notaba que estabas fingiendo.

Incluso después de que volvieran a cerrar la puerta con llave, siguió esperando. Un minuto, dos, cinco…, los fue contando.

Cuando se sintió seguro, fue hasta su mesa, cogió el cuaderno y un par de bolis. Por si acaso, cogió esas cosas y la linternita de Britt y volvió a la cama.

Si oía el ruido de la cerradura, tendría tiempo suficiente para esconderlo todo bajo la manta y tumbarse otra vez.

Bajo el tenue haz de luz, empezó a escribir.

Tal vez nadie me crea. Él dice que no lo harán. Él es demasiado importante, demasiado listo, así que no me creerán, pero mi profesor de lengua dice que escribir ayuda a pensar y a recordar las cosas. Y yo necesito recordar.

El 23 de diciembre de 1998, cuando yo y mi hermana Britt («mi hermana Britt y yo», corrigió) llegamos a casa del colegio, mi madre estaba en el suelo. Mi padre le estaba pegando otra vez, y cuando intenté detenerlo, me hizo mucho daño.

Estuvo escribiendo más de una hora.

Cuando se cansó y no pudo seguir escribiendo, sacó una moneda de su hucha y la utilizó para desatornillar la rejilla del aire acondicionado. Escondió el cuaderno dentro. Y guardó los bolígrafos, aunque uno se había quedado sin tinta.

Después volvió a la cama y se durmió.

Capítulo 3

3

Zane cumplió las órdenes. El dolor se le fue pasando y los hematomas desaparecieron. Nadie en el resort cuestionó la explicación del accidente con la bicicleta que había dado el doctor Bigelow, ni tampoco las órdenes de que Zane no saliera de su habitación durante todas las vacaciones. Nadie en Lakeview cuestionó la explicación del percance esquiando que dio el doctor Bigelow.

Bueno, Emily lo hizo en parte; preguntó por qué habían dejado esquiar a Zane cuando todavía estaba convaleciente de la gripe, pero eso no cambió nada.

La vida siguió.

Y si él había aprendido una valiosa lección, fue que debía tener mucho cuidado.

Mantuvo su habitación limpia y ordenada sin que tuvieran que decírselo, e hizo sus tareas sin protestar. Estudió, más por miedo que por interés. Si sus notas bajaban, tendría que enfrentarse al castigo. Si sacaba malas notas, se quedaría sin béisbol. El béisbol se convirtió no solo en su pasión, sino también en el sueño de su vida, su vía de escape futura.

Cuando lo ficharan para las ligas mayores, se iría de Lakeview sin mirar atrás.

Todos actuaban como si lo del 23 de diciembre no hubiera pasado. Todos los habitantes de la casa de Lakeview Terrace vivían una mentira. Pasó todas las pruebas de su padre, los empujones y las bofetadas sin razón (era lo bastante listo para saber que eran pruebas), y soportó la cara de satisfacción de su padre cuando mantenía los ojos fijos en el suelo y no decía nada.

Por las noches, en el silencio de su habitación, escribía la verdad.

12 de enero. Graham me ha empujado contra la pared. Ha dicho que he estado enfurruñado toda la cena y que no he demostrado agradecimiento. Le he pedido al padre de Micah que no le diga a nadie que me está enseñando a hacer pesas, que quiero que sea una sorpresa. De todas maneras, él no habla con Graham. Me parece que no le cae muy bien. Me ha dicho que no le llame señor cada cinco minutos, porque le hace sentir como si estuviera otra vez en el ejército y, como vamos a entrenar juntos, me ha pedido que le llame Dave. Es muy majo.

2 de marzo. ¡Me estoy poniendo más fuerte! Ya levanto casi siete kilos en cada brazo y hago tres tandas de doce repeticiones. Y hoy en el banco de pesas he levantado treinta y cuatro kilos y he hecho treinta y seis flexiones. Y he subido más de dos kilos. Dave dice que es todo pura masa muscular. Tenemos el primer partido de la pretemporada de béisbol mañana ¡y el entrenador dice que mi brazo es como un cohete! Creo que eso también es por la pura masa muscular. He conseguido un sencillo y un triple en el entrenamiento y dos carreras impulsadas. ¡Mañana vamos a pasar por encima a los Eagles! Eliza me ha dicho que vacíe el lavavajillas, yo he dicho «claro» y Graham me ha dado una bofetada. «No se dice claro, se dice sí, señora, inútil de mierda». Y después le ha dado una bofetada a ella, porque no me ha corregido, y la ha llamado zorra estúpida. He visto que Britt estaba a punto de llorar y la he atravesado con la mirada para que no lo hiciera. No tenía sentido que también le diera una bofetada a ella.

Escribía todas las noches los detalles de sus partidos, sus progresos en el gimnasio y el maltrato de su padre.

Escribió sobre su orgullo y su emoción cuando los Lakeview Wildcats ganaron el campeonato. Sobre la satisfacción que fingió su padre durante el partido, pero cómo, de vuelta a casa, había dejado caer sus críticas sobre la forma de correr las bases y de atrapar y lanzar la pelota de Zane. También sobre que Dave Carter había chocado los cinco con él y le había llamado campeón.

Para el verano de su decimoquinto cumpleaños ya medía uno ochenta y pesaba cincuenta y ocho kilos. Cuando Dave le dijo que era una delgada y fibrosa máquina de pelear, no sabía que eso era justo lo que Zane buscaba.

La noche del 23 de diciembre se despertó empapado en sudor frío tras tener una pesadilla. Había soñado que su padre encontraba sus cuadernos y le daba una paliza de muerte.

Pero eso no pasó. Las vacaciones llegaron y pasaron.

Se echó su primera novia de verdad, Ashley Kinsdale, una rubia de ojos risueños, estudiante de sobresalientes y estrella de fútbol. Tuvo con ella su primera cita de verdad cuando la invitó al baile de fin de curso en mayo.

Como también iban Micah y su cita (Melissa Riley, conocida como Mel, compañera de videojuegos y empollona con malas pulgas), Dave se ofreció a llevarlos al baile y después ir a recogerlos.

Se tuvo que comprar un traje y zapatos nuevos. Intentó fingir que era un incordio, pero en el fondo le gustaba verse tan arreglado. Además, había crecido otros cinco centímetros, y no solo en altura, también de pie.

Odiaba su pelo: su padre le obligaba a lleva

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