Mi querida tentación

Johanna Lindsey

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Los dos carruajes siguieron al jinete hasta las afueras de Londres, más concretamente hasta un bosquecillo apartado donde los disparos no alertarían a nadie. El recorrido era una forma de ofrecerles a los duelistas tiempo para cambiar de opinión. Aunque eso rara vez sucedía.

William Blackburn guardó silencio durante todo el viaje, aunque su amigo Peter se aprestó a enumerar todas las razones por las que el duelo era un error, mencionando en más de una ocasión que los Rathban eran demasiado poderosos para permitir cualquier desafío y que el problema no se solucionaría con un duelo.

—Aséstale un puñetazo a Henry Rathban y date por satisfecho —le aconsejó Peter—. Mientras no haya derramamiento de sangre, podéis marcharos libremente sin temor a las consecuencias.

—Tal vez deberías haberte subido al carruaje de los Rathban en vez de al mío.

—Estoy aquí para ayudarte a entrar en razón, Will.

—No, estás aquí para asegurarte de que seguimos todas las reglas —replicó el aludido—. ¿Estás listo para oír por qué he retado a duelo a Henry Rathban?

—No me lo digas. Debo ser imparcial. Si fue un insulto demasiado grande, yo mismo querré dispararle, así que es mejor que no lo sepa.

—Sin embargo, no pareces imparcial en absoluto cuando hablas como si fueras su dichoso juez.

—Es que quiero que salgamos de esta sin sufrir repercusiones.

—Las repercusiones las estoy sufriendo ya, porque no soy yo quien va a morir —dijo William—. Este duelo solo servirá para apaciguar mi rabia. Nada solucionará el motivo que lo ha provocado. Tendré que seguir viviendo con él.

—¡No quiero saber por qué! Deja de tentarme.

—En ese caso, te agradecería que guardaras silencio, porque hemos llegado.

William fue el primero en apearse del carruaje. Peter lo siguió con el estuche de madera que contenía las dos pistolas de duelo. William le ofrecería una a Henry Rathban si él no había llevado las suyas, o aceptaría una de las que este le ofreciera. La pistola que usara era lo de menos. No tenía un arma preferida, y ese no era el primer duelo en el que participaba.

Por su parte, el padrino de Henry no era imparcial. Lo acompañaban sus dos hermanos. Algo de lo más irregular, pero a William tampoco le importaba mucho. El jinete que los había guiado hasta ese lugar era, al parecer, un médico que ya conocía los alrededores.

El hermano mayor de Henry, Albert Rathban, se acercó con el fin de decirle algo, otra irregularidad, pero William le dio el gusto y se alejó para hablar con el caballero, que era mayor que él.

—Esto no debería haber llegado tan lejos. Se te pidió que te retractaras del desafío. Así que dispararás al suelo y el asunto quedará resuelto para tu total satisfacción, o te prometo que te arrepentirás. No me lleves la contraria en esto, Blackburn. No estoy dispuesto a perder a un hermano por un asunto tan sórdido como este.

—En ese caso, deberías haber atado en corto a tu hermano pequeño o, al menos, advertirle de que no debe dejar por cornudos a otros hombres —replicó William, tras lo cual se dio media vuelta y se alejó para colocarse en su lugar.

Y allí estaba otra vez la imagen de su mujer, desnuda en su cama, y de Henry Rathban, tan desnudo como ella, acostándose a su lado. Jamás habría descubierto la ilícita relación de no haber decidido darle una sorpresa presentándose en Londres sin avisar. Kathleen acostumbraba a pasar algunas temporadas en la ciudad sin él, que se quedaba en Cheshire con las niñas. A su mujer le encantaba pasar unas cuantas semanas disfrutando con sus amigas durante la temporada social. Él prefería el campo. Ni una sola vez sospechó que mantenía aventuras amorosas a sus espaldas cuando estaba en Londres.

La noche de marras reconoció a Henry de inmediato. Era uno de los pretendientes de Kathleen el año que él consiguió que le diera el sí. Sin embargo, Henry no fue el perdedor de la historia, al parecer. Había conseguido el botín aun sin haberle puesto la alianza en el dedo.

William corrió aquella noche en busca de su pistola, tan cegado por la rabia que habría matado a Henry allí mismo. Pero cuando por fin la cargó y regresó al dormitorio, Henry se había ido y Kathleen no paraba de llorar. Juraba que era inocente. Juraba que Henry la había chantajeado para salirse con la suya. Pero entonces, ¿por qué no le había pedido ayuda para solucionarlo? No se creyó nada, salvo lo que vieron sus propios ojos.

Se sintió tan traicionado, tan furioso, que fue un milagro que no le disparara a ella. En cambio, la echó de la casa a patadas mientras retaba a duelo por carta a Henry Rathban. Esa misma semana recibió dos cartas de los hermanos del susodicho exigiéndole que cesara en su persecución de un hombre inocente. Que llamaran «inocente» a ese crápula le echó leña al fuego. Respondió con una nota en la que explicaba por qué no podía retractarse y, desde entonces, no había vuelto a saber de los hermanos.

Henry parecía asustado cuando se plantaron, el uno frente al otro, en el verde claro, y se dieron media vuelta para dar los pasos de rigor, tras lo cual ambos se volvieron, apuntaron y dispararon. William no apuntó al suelo. Henry cayó desplomado al instante. El médico corrió para examinarlo y, tras menear la cabeza, anunció que estaba muerto. William se agachó para confirmarlo y oyó al médico jadear espantado al verlo llegar a ese extremo. Henry estaba muerto, efectivamente, pero eso no alivió la rabia ni el dolor que William sentía.

Peter trató de llevarlo de vuelta al carruaje para poder marcharse lo más rápido posible, ya que los hermanos Rathban estaban alterados. De repente, Albert Rathban tiró de él para llevarlo en otra dirección. William levantó una mano para tratar de detener a Peter, que parecía dispuesto a pelear para liberarlo si era necesario. Sin embargo, Albert no lo llevaba hacia el carruaje de los Rathban, lo estaba apartando de los demás para que no oyeran lo que tenía que decirle.

El primogénito de los Rathban parecía tan furioso que William se temió que quisiera retarlo a duelo. Sin embargo, Albert bajó la voz para decirle entre dientes:

—¡Te has inventado una excusa para matar a mi hermano!

—¡Descubrí a tu hermano en la cama con mi mujer!

—En ese caso, deberías haber retado a duelo a la puta de tu mujer en vez de matar a un hombre inocente. Blackburn, no vas a irte de rositas después de esto. Abandonarás Inglaterra y no volverás jamás, o la reputación de tu familia quedará por los suelos después de este sórdido asunto.

—¿Y la tuya no va a sufrir el mismo destino en el proceso?

—Ni por asomo. Henry no ha tenido la culpa de nada, y sabías perfectamente que no era buen tirador.

—¡Yo no sabía nada...!

Albert lo interrumpió.

—Pero, de todas formas, lo obligaste a batirse en duelo, pensando que pod

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