Detrás de un beso (Whitechapel 3)

Adriana Rubens

Fragmento

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PRÓLOGO

Londres, octubre de 1883

El sonido de un trueno arrancó a Jacqueline Eleanor Darcy de su sueño.

Miró a su alrededor, confundida y asustada. Aquella no era su habitación, las sombras que la rodeaban le eran extrañas. Un relámpago iluminó la estancia en la que estaba durmiendo y fue por fin consciente de dónde estaba.

Londres. Estaba en Londres. Y ella odiaba aquella ciudad.

Añoraba su bonita mansión campestre en Carlisle, donde había vivido en una apacible rutina, sin más preocupaciones en la vida que estudiar sus lecciones y jugar con sus amigas. Pero todo eso había quedado atrás después de la muerte de sus padres en un accidente de carruaje, tan solo un mes atrás. Jacqueline había sido obligada a despedirse de todo cuanto conocía y le era querido, y no había tenido más remedio que irse a vivir con su hermano. Después de todo, Douglas era la única familia que le quedaba con vida, y ahora su futuro estaba en sus manos. Aunque para ella, él no era más que otro extraño.

Diez años mayor que ella, su hermano había estado interno en Harrow la mayor parte de su infancia para luego estudiar en la Universidad de Oxford; y, cuando terminó, prefirió pasar su tiempo en Londres, con sus amigos, disfrutando de los entretenimientos que la ciudad podía ofrecer a un joven caballero adinerado. Con lo cual, su contacto con él había sido más bien escaso.

En su niñez, ella lo recordaba como un joven amable y cariñoso. Sus visitas siempre eran motivo de celebración y dicha para sus padres, y él nunca había olvidado colmarla de regalos: dulces, muñecas de fina porcelana y libros. Douglas había tenido un carácter dulce y atento que conseguía la adoración de todos los que lo rodeaban. Y además siempre había sido muy guapo, con un estilo romántico que encandilaba a todas las muchachas: cabello color miel, más largo de lo que dictaba la moda y suavemente ondulado, facciones agraciadas y los característicos ojos aguamarina que los dos habían heredado de su padre. Que además comenzara a tener éxito como poeta no hacía más que afianzar su popularidad. Y cuanta mayor había sido su fama, más se había alejado de su familia.

El suave repiqueteo de la lluvia contra la ventana la sacó de sus pensamientos. Había comenzado a llover. Salió de la cama y, guiándose por la suave luz que incidía a través de los cristales, se acercó hasta allí. Pese a que era una noche de luna llena, las nubes de tormenta oscurecían el cielo de forma lúgubre. Solo las farolas salpicaban con un atisbo de luz la calle.

Aquella enorme ciudad le era por completo desconocida. Aunque habían llegado allí hacía ya un mes, su hermano no le había permitido salir de la casa, alegando que debía guardar el conveniente luto.

El luto era algo que no terminaba de comprender. Debía vestir de negro, abstenerse de hacer cualquier cosa divertida, y aislarse del mundo, como si la muerte de sus padres no fuera castigo suficiente para ella. Pero su hermano le había explicado que, de esa forma, demostraba ante los demás su sufrimiento.

«En este mundo, querida, las apariencias lo son todo», le había dicho Douglas.

Pues bien, ella no quería formar parte de un mundo así. Ella quería regresar a su hogar, donde había sido querida por cómo era de verdad y no por lo que aparentaba ser.

Como el sueño parecía rehuirla, decidió bajar al estudio de su hermano a buscar algo para leer. Tomó la lámpara de queroseno para poder guiarse en la oscuridad y salió de su habitación con paso sigiloso.

A aquellas horas de la noche, la casa estaba en completo silencio. Jacqueline descendió por la escalera hasta llegar a la planta baja y se coló en el estudio de su hermano. Los libros colmaban las estanterías y se amontonaban en los rincones del suelo. Toda la biblioteca que tenían en Carlisle, mucho más amplia, se encontraba entre aquellas cuatro paredes. Era lo único que Douglas había accedido a rescatar de su antigua casa. El resto había sido todo vendido.

Varios rescoldos crepitaban en la chimenea cuando entró. El aroma dulzón que todavía impregnaba el ambiente era señal de que su hermano había estado trabajando allí hasta hacía poco. Aquella pipa de fumar a la que estaba tan apegado decía que le ayudaba a concentrarse.

Douglas pasaba horas encerrado en aquella habitación, en busca de inspiración. Tenía verdadero talento literario, heredado sin duda de su difunta madre.

Anne Jaqueline Ellis, que así se llamaba su madre antes de casarse, había sido una apasionada de la literatura. In­cluso había escrito varias novelas de misterio, todas bajo el seudónimo masculino de Jack Ellis que, si bien no habían sido un gran éxito de ventas, sí que habían recibido buenas críticas.

Su padre, médico de profesión, también había sido un gran lector, aunque sus gustos se centraban más en tratados de medicina.

Jacqueline había crecido entre libros de lo más variado: obras de Shakespeare, novelas de Dickens, estudios de anatomía, tratados sobre la fiebre puerperal... Y los había devorado todos con el mismo entusiasmo.

Añoraba las tardes que pasaban los tres juntos en la biblioteca: sus debates dialécticos arropados por el calor de la chimenea; el sonido de la voz sabia y cascada de su padre; la risa musical de su madre... La pena de su corazón se reflejó en las lágrimas que asomaron a sus ojos, y que ella trató de reprimir con valentía.

Se acercó al escritorio de su hermano y hojeó los papeles que se esparcían por la superficie. Uno en particular llamó su atención, el que a todas luces parecía su último trabajo.

El amor se convierte en un desatino

cuando caes preso de un amor prohibido.

Admirar tu sonrisa en la lejanía,

anhelar tus labios a cada segundo,

buscar sin descanso tu compañía,

aunque tenga que enfrentarme al mundo.

Varios versos escritos con mano temblorosa, reflejo del sentimiento de pesar que encerraban. Un nombre al pie del poema atrajo su atención, señalando la autoría del poema: «Leslie.»

Su mente, inquieta y curiosa, comenzó a elucubrar. ¿Quién sería Leslie? Por las palabras del poema, esa mujer estaba enamorada de su hermano, pero era un amor que debía mantener en secreto. ¿Por qué? ¿Estaría casada? ¿Tal vez su familia no aceptase su relación? ¿Estarían manteniendo alguna relación ilícita? Su mente comenzó a repasar los rostros que había visto desde que estaba allí, tratando de deducir quién sería Leslie.

El problema es que no les podía poner nombre. Douglas la había mantenido apartada de cualquier contacto exterior, casi oculta, pero eso no quitaba que ella hubiese espiado a hurtadillas cuando venía alguna visita.

A su mente acudió la velada que su hermano organizó justo la noche anterior. Las risas la habían despertado de su sueño y atraído a la planta baja como una abeja a la flor más perfumada. El ambiente estaba cargado con el aroma dulzón de ese humo al que Douglas, y al parecer también sus amigos, era tan aficionado. Parecía una reunión informal y los invitados se podían contar con los dedos de las manos, tal vez porque al estar en periodo de luto algo más ostentoso hubiese sido visto como de mal gusto.

Sus ojos estudiaron a los convidados con curiosidad, pues eran de lo más variopinto: dos mujeres vestidas como hombres char

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