Detrás de tu mirada (Whitechapel 2)

Adriana Rubens

Fragmento

detras_de_tu_mirada-2

PRÓLOGO

Caversham, Condado de Reading, Inglaterra, 1869.

—A partir de ahora tendrás que ser valiente, muchacho.

Connor asintió, mirando con solemnidad a la mujer que le sujetaba de la mano mientras subían las escaleras de la residencia de los Culpeper.

—Esto es solo temporal, hasta que consiga contactar con la familia de tu madre —continuó susurrando ella apretándole la mano, como si ese simple gesto le pudiese transmitir cierto consuelo.

No lo consoló.

—No tiene de qué preocuparse, señorita MacDunne —aseveró el señor Culpeper, precediendo la marcha—. Le aseguro que su sobrino estará perfectamente cómodo en nuestro hogar. Tenemos un total de seis niños alojados en esta casa, de edades entre cuatro y ocho años, y los cuidamos como si fuesen nuestros propios hijos.

Aquello pareció apaciguar los temores de tía Alice, porque le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

No lo tranquilizó.

—¿Qué edad tienes, chico?

—Seis años —respondió su tía por él.

—¿No habla? —preguntó el hombre, frunciendo el ceño.

—Sí, pero se ha vuelto bastante retraído últimamente —explicó Alice con voz suave—. Verá, su madre murió hace poco, y todavía se está recuperando de la conmoción —añadió, ante la mirada especulativa del señor Culpeper, como si se sintiera obligada a justificar la conducta del niño.

—¿Y el padre?

—Mi hermano, su padre, ahora mismo no puede hacerse cargo de él —respondió tía Alice sin más, enmascarando la verdad: que el hombre estaba en la cárcel.

Él asintió, mirándolo con curiosidad, pero no dijo más.

Tía Alice guiñó un ojo a Connor, en un intento por animarlo sin palabras después de haber sacado a colación un tema tan doloroso.

No lo animó.

Al llegar a la planta de arriba, les condujo por un pasillo amplio salpicado de puertas e iluminado por una ventana de doble hoja al fondo. Una alegre alfombra floreada amortiguó sus pasos hasta llegar a su destino: la tercera puerta a la izquierda, justo al final.

—Esta es una de las mejores habitaciones que tenemos —declaró el señor Culpeper, abriendo la puerta e invitándoles a entrar con un gesto—. Puede que no seamos los más baratos, pero ofrecemos un buen hogar.

—En el anuncio del periódico decía que eran siete chelines mensuales.

—Exacto. Le garantizo que su sobrino recibirá los mejores cuidados… siempre que yo reciba el dinero con puntualidad —añadió a modo de advertencia.

—Le aseguro que recibirá su dinero sin retrasos. Tengo un buen sueldo —aseguró tía Alice con firmeza—. Trabajo en una de las mejores sombrererías de Londres. Y como muestra de buena voluntad, le voy a pagar tres meses por adelantado.

—Aprecio el gesto, señorita MacDunne —murmuró el señor Culpeper, inclinando la cabeza—. Voy a dejarles a solas para que se puedan despedir mientras mando a alguien a que suba el equipaje del niño.

En cuanto el hombre se fue, tía Alice se arrodilló frente a él, cogiéndole por los hombros.

—Es una habitación muy agradable, seguro que estarás muy bien aquí. —Connor mantuvo la mirada clavada en sus pies—. Venga, cariño, mírame. Ya te he explicado por qué no puedo tenerte conmigo. Tengo un horario muy complicado y mi casero no admite niños en mi habitación. Esta es la mejor solución. —Él levantó la mirada y pudo ver las lágrimas que anegaban los ojos de su tía—. Créeme, en cuanto contacte con la familia de tu madre todo se arreglará, ya lo verás.

No la creyó.

Cuando la mujer se fue después de un sentido abrazo y de una promesa de visitarlo al menos una vez al mes, Connor se arrastró hasta la ventana de la habitación, que daba a la parte trasera de la casa.

Prendas de diferentes colores ondeaban como banderas al viento, dispuestas en varias cuerdas que cruzaban el patio. Las gallinas deambulaban de aquí para allá, picoteando en busca de alimento. Un edificio viejo y destartalado se alzaba al lado de un granero que había conocido mejores tiempos. Un niño, no mucho mayor que él, alimentaba a una piara de cerdos que había en un pequeño corral. Destellos de lo cotidiano que habían formado parte de su vida con anterioridad, pero que ahora parecían tan lejanos como el recuerdo de la voz de su madre cantándole una canción antes de dormir.

De forma inconsciente, se llevó la mano al relicario que colgaba de su cuello. Era un delicado diseño de orfebrería en oro que había pertenecido a su madre y que había pasado a ser su más querido tesoro. No tuvo que abrirlo para que la imagen de ella apareciese ante él. Pelo oscuro, ojos verdes y sonrisa dulce. Un retrato de su juventud que, desde su muerte, él había contemplado todas las noches antes de dormir mientras las lágrimas arrullaban su sueño.

Los sentimientos se sucedieron en su interior mientras el sol avanzaba hacia el oeste. Miedo, tristeza y rabia. Sobre todo, rabia. Todo era culpa de él, de su padre. ¿Por qué había tenido que matarla? Ella era buena, tan buena. Aunque su padre también lo había sido hasta aquel momento. No comprendía nada.

Padre le había asegurado que era inocente pero, aun así, estaba en la cárcel. Eso lo confundía, porque solo las personas malas iban a la cárcel, ¿verdad? Así que, a sus ojos, él era el culpable de que su madre ya no estuviese con él y de que su hogar hubiese desaparecido.

El ruido de la puerta al abrirse lo sacó de sus pensamientos. No tenía intención de girarse, pensando que era algún empleado del señor Culpeper que le traía la bolsa con sus pertenecías, pero le sorprendió escuchar una voz infantil.

—Por cómo pesa esto, debes ser un señoritingo mu rico pa tener tantas cosas tuyas.

Un niño escuálido, un poco más bajo que él, le miraba con una mezcla de curiosidad y desconfianza. Teniendo en cuenta que la bolsa con todas sus pertenencias no tenía más de tres palmos, aquel comentario le extrañó.

—¿Qués lo que llevas al cuello? —inquirió el niño, entrecerrando los ojos.

Connor lo guardó en su puño de forma protectora pero no respondió.

—¿No pues hablar? —insistió ante su mutismo. Como él siguió sin abrir la boca el niño continuó hablando en un susurro confidente—. Será mejor que guardes bien tus objetos de valor. Por aquí hay mucha mano larga, sobre todo la de la señora Culpeper —advirtió con una mueca de disgusto—. ¿Me entiendes?

Él asintió.

—Vamos, no pongas esa cara. Mientras paguen por ti, no tienes de qué preocuparte. Te tratarán bien —aseguró al ver su expresión atemorizada.

—¡Rata! ¿Dónde te has metido?

La voz iracunda de una mujer llegó desde la planta de abajo, sobresaltándolos.

—Será mejor que me vaya ya. La señora mestá buscando —murmuró el niño, arrugando la nariz.

Antes de que saliera por la puerta, la curiosidad arrancó de la boca de Connor las primeras palabras pronunciadas desde la muerte de su madre.

—¿Te llamas Rata?

—Rata. Maldita rata. Sucia rata. Rata de alcantarilla. Me llaman de muchas maneras —admitió el niño, encogiéndose de hombros con indiferencia—. Supongo que alguna

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