1.ª edición: diciembre 2013
© Ediciones B, S. A., 2013
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Para mi madre, Isabel
Porque fuiste la primera en poner un libro entre mis manos.
Cuando lloraba, tú secabas mis lágrimas.
Cuando caía, tú me levantabas.
Cuando reía, tú reías conmigo.
Cuando tuve un sueño... tú creíste en mí.
Mujer de fortaleza inquebrantable y espíritu inquieto,
tú has sido siempre mi guía en el silencio.
Prólogo
Norte de Inglaterra
Octubre de 1744
Lady Melisande Darknesson, de soltera Lusignant, se agitó en sueños. ¿Había oído voces en el corredor? Abrió un ojo del color de la plata joven y volvió a cerrarlo más tranquila. No era su marido, que venía a incomodarla con sus insistentes intentos de forzarla para asegurarse un heredero que diera vigor a su precario enlace. Intentó dormirse, pero algo danzaba en su mente que la tenía intranquila, una idea que volteaba sin dejarse atrapar. Volvió a abrir un ojo, después el otro, y suspiró fastidiada. Esa incómoda sensación la había acompañado desde que dejó Francia para residir en ese horrible país, Inglaterra, en el que nunca lucía el sol y amaban más a sus perros de caza que a su propia familia. A lo lejos se escuchó una carcajada. Lady Melisande se incorporó en la cama. Era cierto, había alguien en el corredor. Por un instante pensó en quedarse cómodamente en su cama, que todavía guardaba la calidez del sueño. Pero su curiosidad pudo más que el frío húmedo de la noche inglesa. Armándose de valor se levantó de un salto, alcanzando con una mano la bata de terciopelo color púrpura que tenía depositada encima de la colcha, a la vez que intentaba calzarse ambas zapatillas. Sujetó la palmatoria donde titilaba una vela a medio consumir y se paró un momento antes de salir circundando la habitación. Vio el reflejo de un pequeño abrecartas de plata sobre la mesilla y lo cogió metiéndoselo en el bolsillo de la bata. Quizá le fuera necesario, con el carácter de su marido ninguna precaución era poca.
Una vez fuera de la habitación se paró, miró a izquierda y derecha. Todo parecía tranquilo. Avanzó un paso y se inclinó por la baranda de madera pulida. Extendió un poco la palmatoria pero no pudo ver más allá de un par de metros.
Pensando que la había traicionado su imaginación se dispuso a volver a la cama con un suspiro de resignación. Cuando estaba girando el pomo de la puerta, volvió a oír lo que parecían susurros.
«¿Viene de la habitación de Eduard?» Se fue dibujando una sonrisa de satisfacción en su cara. Lo que para otras mujeres supondría un disgusto, para lady Melisande suponía una gran alegría. Si por fin conseguía descubrir a su marido con su amante, podría recurrir a su padre, este a sus amigos del Parlamento y, con un poco de suerte, quizás en unos meses estaría de vuelta en su casa de Poitiers. Las posibles consecuencias que un divorcio podía acarrear a ambas familias ni siquiera las había considerado.
Avanzó con paso firme a lo largo del pasillo, las tupidas alfombras Aubusson amortiguaban sus pisadas haciéndolas completamente silenciosas. Paró tres puertas más allá de la suya. Ahora no escuchaba nada. Sosteniendo con cuidado la vela, pegó el oído a la puerta. «Merde!», pensó, las puertas son tan gruesas que es imposible oír nada.
Con cuidado comenzó a girar el pomo de la puerta de lord Darknesson, sin pararse a pensar qué le diría si este la atrapaba entrando sin avisar en sus aposentos, pero lady Melisande po