La chica que tocaba el cielo

Luca Di Fulvio

Fragmento

ChicaTocabaCielo.html

PRIMERA PARTE

Roma – Narni – Apenino Central

Mar Adriático – Desembocadura del Po

Territorios de Adria – Mestre – Venecia – Rímini

1

Anno Domini 1515

El carro de la mierda, como lo llamaban en el barrio del Angelo, pasaba una vez a la semana. El lunes.

Ese lunes, después de cinco días de lluvia ininterrumpida, el carro de la mierda avanzaba a duras penas por el angosto callejón de la Pescheria, por el que apenas pasaba, al punto que los ejes de las ruedas rayaban de vez en cuando las paredes de las casas. Los seis galeotes encadenados a los tiros del carro se hundían en el barro hasta los tobillos y gemían cuando debían esforzarse para sacar las ruedas de los agujeros en que quedaban atrapadas. Sus calzones de lana miserable, gruesos y agujereados, estaban embarrados hasta la ingle. Delante del carro caminaban otros dos forzados, encadenados entre ellos, cuya tarea consistía en recoger los sacos llenos de basura y excrementos que estaban a las puertas de las casas o en los patios y vaciarlos en el gigantesco cubo que había en la plataforma del carro. Cuatro soldados vigilaban a los galeotes, dos de ellos iban a la cabeza de la nauseabunda procesión, los otros dos detrás.

Detrás del carro se apelotonaba un grupo heterogéneo de personas, más extranjeros que romanos, como, por otra parte, era frecuente en la Ciudad Santa. Había dos eruditos alemanes, cargados con unos voluminosos libros bajo el brazo, tres monjas tocadas con unas grandes capuchas fruncidas hacia arriba, que caminaban con la cabeza inclinada; un norteafricano cuya piel recordaba a las avellanas tostadas; dos soldados españoles vestidos con unas mallas con una pierna amarilla y la otra roja, que caminaban guiñando los ojos para combatir el dolor de cabeza, después de una noche en una taberna, y que se dirigían temblorosos a sus alojamientos para que no los declararan desertores; un hindú con un turbante, acompañado de un camello que rezongaba, irritado por el frío, mientras se dirigía al circo que se había instalado en la otra orilla del Tíber, y un comerciante judío, reconocible por el gorro amarillo prescrito por la ley. Todos, sin distinción alguna, tenían en la cara una expresión de disgusto debido al terrible hedor, que iba empeorando a medida que se aproximaban a la plaza de Sant’Angelo in Pescheria, donde a la peste del carro de la mierda se unía la de los desechos de los puestos de pescado que llevaban seis días pudriéndose en el suelo.

Cuando llegaron a la plaza la gente que iba detrás del carro de la mierda lo adelantó y se perdió en la pequeña Babel de personajes que abarrotaba Sant’Angelo in Pescheria.

También el comerciante, que se llamaba Shimon Baruch, apretó el paso mirando inquieto alrededor, poniendo en evidencia su temperamento temeroso. Acababa de cerrar un magnífico trato en el vecino mercado de las cuerdas, donde había vendido una gran partida de sogas trenzadas recién llegadas a bordo de una embarcación que estaba anclada en el puerto de Ripa Grande, y, en lugar del habitual crédito, había cobrado el correspondiente importe en efectivo. Por ese motivo caminaba agachado, cerrándose la capa con ambas manos; le preocupaba tener que ir por las calles de Roma con la bolsa de cuero llena de monedas que se había colgado al cincho.

Shimon Baruch observó al dignatario de un exótico país cualquiera, dueño de un gran bigote rizado, que iba escoltado por dos moros gigantescos con unas cimitarras cargadas de adornos y el mango de colmillo de elefante. Vio unos malabaristas de tez olivácea, quizá de origen macedonio o albanés. Y un grupo de viejos sentados delante de sus casas en unas sillas de paja, que jugaban a los dados lanzándolos en una caja de madera que había en el suelo. Y también a tres pobres mujeres que deambulaban alrededor de los puestos de pescado sobre los que languidecían ya varias cestas de mimbre llenas de caballas de Isola Sacra y de percas de Bracciano. Las mujeres hurgaban en la basura desperdigada por el suelo buscando una cabeza o una cola para sazonar el caldo de hierbas campestres, que era lo único que iban a servir en la mesa por la noche. Dos de ellas debían de tener unos cuarenta años, y sus labios, apretados por el frío, se fruncían de forma innatural evidenciando una gran penuria de dientes en la boca. La tercera, en cambio, era muy joven. Tenía el pelo rojizo, más bien oscuro, y un cutis que se intuía tan blanco y transparente como el alabastro bajo la suciedad que lo cubría. Shimon Baruch pensó que se parecía a la Susana asediada por los vejestorios del libro del profeta Daniel.

—Levantaos, fulanas, si no queréis que os tire también al cubo —dijo uno de los galeotes del carro de la mierda a la vez que se acercaba a los restos de pescado empuñando una pala. Los soldados se rieron e hicieron una señal a las mujeres para que se apartasen.

Shimon Baruch se dirigió con la cabeza gacha hacia el teatro Marcello, donde, por fin, iba a poder poner a buen recaudo la bolsa de dinero. Pero, al volverse a mirar por última vez a la atractiva joven de pelo cobrizo, observó que esta miraba a un muchachito andrajoso con la piel amarillenta y una larga melena sucia, casi pegada a la cabeza, que estaba sentado a cierta distancia, entre las ruinas del pórtico de Ottavia, y tiraba piedras a una cabra que comía ortigas y parietaria. Mientras lo escrutaba, curvándose aún más, el niño se dio cuenta de que lo estaba mirando y le gritó:

—¡La tela de su gorro es buena, señor judío! ¡Prosperidad! ¡Prosperidad!

Shimon Baruch se volvió de golpe sin responder y vio que un muchachote, que estaba apoyado con aire atontado en una pared al otro lado de la plaza, se precipitaba hacia ellos alargando una mano. Era un gigante grande y rojo, con una cabellera tupida y descolorida como el forraje de los burros y el nacimiento bajo, animalesco, que casi borraba su frente. Iba vestido con harapos y movía torpemente sus piernas robustas y cortas ondeando su tronco macizo. También los brazos eran cortos, desproporcionados. Parecía un enano gigantesco, pensó el comerciante. Le bastó verlo para comprender que estaba loco. Corroboró su intuición cuando el gigante, guiñando los ojos como si temiese que lo apalearan, habló con una voz gutural, sin matices, en una lengua extravagante en que las sílabas peleaban entre sí:

—Doe monedas, señor... Tenga la bondad, doe monedas de limosna, senoría lustrísima.

—Déjame en paz —le dijo, expeditivo, el comerciante, agitando una mano en el aire como si estuviera espantando una mosca.

El gigante se tapó asustado la cara, pero siguió pegado a él, sin dejar de repetir:

—Una pequeña, excelentísimo senor..., una pequeña nada más.

Luego, justo delante de la fachada de la iglesia de Sant’Angelo, le agarró un brazo con exagerada vehemencia.

Shimon Baruch se volvió alarmado.

—¡No me pongas las manos encima, sucio asqueroso! —gruñó tratando de disimular el miedo que lo ahogaba.

En ese preciso momento un muchacho de unos dieciséis años, con la tez oscura y el pelo negro como la p

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos