El secreto (Maitland 1)

Julie Garwood

Fragmento

secreto

Prólogo

Inglaterra, 1181 

Se convirtieron en amigas antes de ser lo suficientemente mayores como para comprender que se suponía que debían odiarse.

Las dos niñas se conocieron en el festival anual que se celebraba en la frontera entre Escocia e Inglaterra. Era la primera vez que lady Judith Hampton asistía a los juegos escoceses, y también era la primera excursión verdadera lejos de su aislado hogar en el oeste de Inglaterra, y estaba tan abrumada ante toda esa verdadera aventura que apenas podía mantener los ojos cerrados durante las obligatorias siestas vespertinas. Había tanto para ver y hacer y, para una curiosa pequeña de cuatro años, también había muchos enredos en los que meterse.

Frances Catherine Kirkcaldy ya se había metido en problemas. Su papá le había dado unos buenos azotes en las nalgas para hacer que lamentara su mala conducta, luego se la echó sobre el hombro como si fuera un saco de pienso y cruzó con ella todo un ancho terreno. La hizo sentar sobre una roca de superficie plana, lejos de las canciones y los bailes y le ordenó que se quedara quieta hasta que él estuviera completamente dispuesto a regresar a buscarla. Dispuso que debía utilizar ese momento de silencio y soledad para meditar acerca de sus pecados.

Ya que Frances Catherine no tenía la más mínima idea de lo que quería decir «meditar», decidió que no tenía que obedecer aquella orden. Daba exactamente lo mismo, porque su mente ya estaba totalmente llena de preocupación por la gorda abeja que le zumbaba en círculos sobre la cabeza.

Judith había visto cómo el padre castigaba a la hija. Sintió lástima por la extraña y pequeña niña de rostro pecoso. Sabía que ella seguramente habría llorado si su tío Herbert la hubiese golpeado en las nalgas, pero la pelirroja ni siquiera había hecho una mueca cuando su padre la zurró.

Resolvió hablar con la niña. Esperó a que el padre dejara de reprender a su hija y regresara pavoneándose por el campo; luego, levantó las faldas y corrió por el camino más largo para aparecer a hurtadillas por detrás de la roca.

—Mi padre nunca me hubiera pegado —alardeó Judith a manera de presentación.

Frances Catherine no giró la cabeza para ver quién le estaba hablando. No se atrevía a quitar la vista de la abeja, que ahora vacilaba cerca de su rodilla izquierda.

Judith no se intimidó ante el silencio.

—Mi papá está muerto —anunció—. Desde antes de que yo naciera.

—Entonces, ¿cómo podrías saber si te hubiese pegado o no?

Judith se encogió de hombros.

—Sencillamente sé que no lo hubiera hecho —contestó—. Hablas raro, como si tuvieras algo atascado en la garganta. ¿Lo tienes?

—No —respondió Frances Catherine—. Tú también hablas raro.

—¿Por qué no quieres mirarme?

—No puedo.

—¿Por qué no? —inquirió Judith. Retorció el borde de su vestido rosa y lo arrugó nerviosamente, mientras esperaba la respuesta.

—Tengo que vigilar a la abeja —contestó Frances Catherine—. Quiere picarme. Tengo que estar preparada para alejarla de un golpe.

Judith se inclinó más cerca. Descubrió a la abeja revoloteando alrededor del pie izquierdo de la niña.

—¿Por qué no la alejas de un golpe ahora? —preguntó en un susurro.

—Tengo miedo —respondió Frances Catherine—. Podría fallar. Entonces seguro que me picaría.

Judith frunció el entrecejo ante aquel dilema durante unos instantes.

—¿Quieres que la aleje de un golpe por ti?

—¿Querrías hacerlo?

—Tal vez —respondió—. ¿Cómo te llamas? —preguntó luego, haciendo tiempo mientras reunía valor para arremeter contra la abeja.

—Frances Catherine. ¿Y tú?

—Judith. ¿Cómo es que tienes dos nombres completos? Nunca he oído que nadie tuviera más que uno.

—Todos me preguntan eso —dijo Frances Catherine. Dejó escapar un suspiro melodramático—. Frances era el nombre de mi mamá. Murió cuando me daba a luz. Catherine era el nombre de mi abuela y murió exactamente de la misma manera. No pudieron ser enterradas en terreno consagrado porque la Iglesia dijo que no eran puras. Papá espera que empiece a comportarme y que luego vaya al cielo, y que cuando Dios oiga mis dos nombres se acuerde de mi mamá y mi abuela.

—¿Por qué dijo la Iglesia que no eran puras?

—Porque estaban dando a luz cuando murieron —explicó Frances Catherine—. ¿No sabes nada, niña?

—Sé algunas cosas.

—Yo sé exactamente todo —se ufanó Frances Catherine—. Al menos, papá dice que indudablemente así lo creo. Hasta sé cómo llegan los bebés al estómago de la mamá. ¿Quieres oírlo?

—Ah, sí.

—Una vez que se casan, el papá escupe dentro de su copa de vino y luego hace que la mamá beba un buen trago. En cuanto traga, tiene un bebé dentro del estómago.

Judith hizo una mueca ante aquella información emocionantemente desagradable. Iba a rogarle a su amiga que le contara más cuando de pronto Frances Catherine dejó escapar un fuerte gemido. Judith se acercó aún más. Luego también dejó escapar un gemido. La abeja se había instalado en la punta del zapato de su amiga. Cuanto más la miraba Judith, más parecía crecer en tamaño.

La conversación acerca del nacimiento fue dejada de lado de inmediato.

—¿Vas a espantarla de un golpe? —preguntó Frances Catherine.

—Me estoy preparando para hacerlo.

—¿Tienes miedo?

—No —mintió Judith—. No le tengo miedo a nada. Tampoco creo que tú lo tengas.

—¿Por qué no?

—Porque no lloraste cuando tu papá te pegó —explicó Judith.

—Eso es porque no me pegó fuerte —explicó Frances Catherine—. Papá nunca me pega fuerte. Le duele más que a mí. Al menos, eso es lo que dicen Gavin y Kevin. Papá tiene las manos muy ocupadas conmigo, dicen, y me está arruinando del todo para el pobre hombre con el que me tenga que casar cuando crezca, porque papá me consiente.

—¿Quiénes son Gavin y Kevin?

—Mis medio hermanos —explicó Frances Catherine—. Papá también es su papá, pero tuvieron una mamá diferente. Murió.

—¿Murió dando a luz?

—No.

—Entonces, ¿por qué murió?

—Sólo se agotó —explicó Frances Catherine—. Papá me lo dijo. Ahora voy a cerrar los ojos muy fuerte por si quieres espantar a la abeja.

Ya que Judith estaba tan decidida a impresionar a su nueva amiga, no pensó más en las consecuencias. Se estiró para golpear a la abeja, pero apenas notó el aleteo de las alas contra la palma de la mano, sintió tantas cosquillas que instintivamente cerró los dedos.

Luego comenzó a aullar. Frances Catherine saltó de la roca para ayudarla de la única manera que conocía. Comenzó a aullar también.

Judith corrió una y otra vez alrededor de la roca, gritando tan fuerte que apenas podía mantener el aliento. Su amiga la perseguía y gritaba con la misma ferocidad, aunque de comprensión y miedo más que de dolor.

El papá de Frances Catherine llegó corriendo a través del prado. Primero atrapó a su hija y, después de que ést

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