Oriente en tus ojos (Trilogía de Oriente 1)

Isabel Jenner

Fragmento

Creditos

1.ª edición: mayo, 2017

© 2017 by Isabel Jenner

© Ediciones B, S. A., 2017

Consell de Cent, 425-427 - 08009 Barcelona (España)

ISBN DIGITAL: 978-84-9069-742-9

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Dedicatoria

 

 

 

 

 

Para ti, abuelo.

Mi caballero de brillante armadura,

que me protegió siempre de aquello que podía hacerme daño.

Y para ti, abuela, la pelirroja más importante de su vida.

Vuestro amor fue, es y será la mejor de las novelas.

Os quiero.

Cita

 

 

 

 

 

Cuando los ojos se encuentran, nace el amor.

Proverbio hindú

Contenido

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

 

Prólogo

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Epílogo

Agradecimientos

Promoción

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Prólogo

Estado de Merala, India, enero de 1859

Algunos animales curiosos se asomaban entre las hojas de los mangos para observar el paso de un pequeño destacamento de infantería del ejército británico. El murmullo de un río no muy lejano acompasaba su marcha.

Pese a la época en la que se encontraban, el sol bañaba con fuerza el Indostán, y el calor y la humedad hacían brillar los rostros de los soldados del Cuarto Regimiento de Fusileros de Bengala que flanqueaban un carromato algo destartalado, repleto de armas y munición. Los dos viejos jamelgos encargados de tirar del carro también presentaban un aspecto cansado. El grupo había partido hacía días desde Calcuta y quedaba muy poco para llegar a su destino, en la ciudad de Baipur, donde se encontraba estacionado su acuartelamiento, así como la residencia del gobernador británico de Merala. El fin inminente de su viaje hacía que los hombres se sintieran cada vez más animados.

—Capitán Warwick, ¿está seguro de que no quiere tomar por esposa a una bella y rica rani de algún reino perdido?

Los ojos del joven que había hecho la pregunta brillaban con picardía al dirigirse al hombre corpulento y musculoso que cabalgaba delante de él.

—Yo he oído que esas reinas son complacientes y fogosas. —Se unió otro, provocando carcajadas y codazos jocosos entre sus compañeros.

Jason Warwick trató de mantenerse serio y no apartó sus ojos, del más oscuro azul, del estrecho camino secundario que habían tomado. Soltó un momento las riendas para acariciar de manera automática el guardapelo que siempre llevaba cerca de su corazón, escondido debajo de la casaca roja del uniforme militar.

Al teniente George Harris no se le escapó ese movimiento y puso los ojos en blanco mientras se pasaba una mano por el cuidado bigote.

—Ni todo un harén podría tentar a nuestro capitán. La hermosa señorita Gardner lo espera impaciente en Londres —comentó, risueño, para rematar un segundo después—: Aunque no tan impaciente como él.

Se giró desde su montura y guiñó un ojo a los hombres que iban a pie, lo que produjo un nuevo aluvión de risotadas.

La suya era una amistad curiosa. El severo Warwick y el jovial Harris, que siempre tenía la palabra justa para granjearse la simpatía de quienes lo rodeaban.

Las carcajadas se fueron apagando, pero Jason continuó sin replicar. No era ningún secreto que contaba las horas para disfrutar de su permiso en Inglaterra, donde se casaría con Edith después de tres largos años de compromiso. No tuvo que abrir la pequeña cajita para recodar con exactitud la textura sus rubios cabellos; tampoco tuvo que cerrar los ojos para ver la suave sonrisa que iluminaba su cara cada vez que se encontraban.

Los oscuros tiempos de guerra habían terminado por el momento. Volvía al hogar, junto a su futura esposa.

—Concentraos. Vista al frente —dijo en cambio, aunque su voz no sonara demasiado autoritaria.

De pronto, todos los crujidos y silbidos de la jungla cesaron, como si la naturaleza estuviera conteniendo el aliento.

Se escuchó el sonido de una rama al partirse, y cayeron de lleno en la emboscada. Los disparos llegaban de todas direcciones, y algunos soldados fueron abatidos antes de saber siquiera qué ocurría.

—¡No perdáis la formación! —rugió el capitán—. ¡Moveos!

Los que habían sobrevivido a aquella primera lluvia de balas rodearon el carro formando un cuadrado perfecto y se prepararon para luchar por su vida.

Jason espoleó a su caballo y se puso al frente de sus hombres con todo el cuerpo en tensión. Sintió cierto alivio al notar la presencia de Harris a su lado con el fusil listo para disparar.

Los primeros atacantes que salieron de la espesura con los sables en alto fueron abatidos rápida y metódicamente, aunque siempre parecía haber otro que ocupara su lugar, cada vez más cerca del destacamento.

Jason maldijo entre dientes mientras gritaba órdenes a diestro y siniestro. Las ropas que llevaban los asesinos de tez oscura eran meros jirones. La tela, sucia y desteñida, apenas cubría unos cuerpos enjutos que vestían taparrabos, pero era innegable que en tiempos mejores su color había sido rojo.

Igual que la sangre que salpicaba el polvoriento suelo.

Igual que las casacas de sus enemigos ingleses.

—Son cipayos rebeldes, Warwick. —Harris puso voz a los pensamientos de Jason.

—Creía que los últimos habían sido juzgados hace meses —respondió, con la mandíbula apretada.

Los cipayos indios habían formado parte del ejército de la Compañía Británica de las Indias Orientales antes de que se amotinaran en Meerut, más de un año y medio antes, al creer amenazadas sus tradiciones religiosas a manos de los mismos extranjeros que habían prometido respetarlas. El cartucho del nuevo fusil Enfield, que se tenía que rasgar con los dientes antes de la carga, se transformó en la semilla de la discordia. Empezaron a correr rumores de que el papel que lo recubría estaba impregnado con grasa animal: de vaca, sagrada para los hindúes, y de cerdo, impuro para los musulmanes. Los cipayos se negaron a utilizarlos por miedo a perder su casta o su entrada al paraíso de Alá, y se alzaron con violencia contra los ingleses, militares y civiles por igual.

La rebelión se extendió como la pólvora por media India, y Jason combatió contra los amotinados en el centro y en el norte del país en una lucha sin cuartel hasta el 8 de julio del verano anterior. Nunca olvidaría esa fecha tan cercana en la que, por fin, se firmó un tratado de paz que puso fin a la barbarie.

El control de la India había recaído en manos de la Corona británica tras las atrocidades cometidas por ambos bandos, pero la calma aún estaba lejos de reinar en el subcontinente. Aquel ataque era buena prueba de ello.

Harris desenvainó la espada.

—Si he de morir hoy, que sea con honor.

Jason sabía tan bien como él que todo estaba perdido. Los superaban en número y eran diestros guerreros, entrenados por esos mismos adversarios a los que ahora trataban de masacrar.

—Lo haremos juntos, amigo mío —respondió.

Tocó por última vez el guardapelo y se lanzó a la batalla, blandiendo su propia arma sobre los oscuros cabellos.

No supo decir a cuántos cipayos sublevados mató antes de que lo derribaran de su caballo y, una vez en tierra, no paró de asestar mandobles. Entonces vio cómo Harris se retorcía en un charco de sangre. Lanzó un grito aterrador y siguió atacando con más violencia, ciego de ira, hasta recibir un balazo en la sien derecha, que rasgó piel y golpeó hueso. El disparo lo hizo caer desplomado, y su cuerpo levantó una nube de partículas de tierra en el árido suelo de Merala.

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1

Londres, julio de 1859

Carmentia Ingram alisó con cuidado las arrugas de su vestido de luto y volvió a mirar la concurrida calle a través del cristal. Los carruajes iban y venían en un incesante goteo de ruedas y arneses; criados de uniforme daban pasos rápidos, atareados con algún recado importante, y parejas elegantes paseaban con aparente despreocupación. Una imagen cotidiana y dinámica del frenético Londres, que contrastaba con su cuerpo rígido e inmóvil tras el ventanal. Quería recordar cada detalle, cada adoquín y cada teja que habían formado parte de su mundo durante los últimos años.

Despedirse de la casa no sería tan fácil. Su futuro, que se presentaba tranquilo y predecible en Inglaterra, había dado un giro tan radical que no sabía cuándo volvería a ver la acogedora fachada de estuco blanco, la escalera ornamentada en exceso, o el pequeño jardín en el que solía jugar con sus hermanas pequeñas hasta que su abuelo las llamaba para atiborrarlas de pastas y té.

Apoyó la mano contra el vidrio, pero el contacto, algo frío, no sirvió para calmar aquel sentimiento de impotencia que la envolvía por haber perdido el control de su vida.

No pudo evitar pensar que, hasta ese momento, había conseguido ser feliz junto a Leo y Lemy, aunque no siempre hubiera resultado sencillo jugar con las cartas que había repartido el destino. Sobre todo, en lo que a sus padres se refería.

Pese a los años transcurridos, en los salones de la alta sociedad los más chismosos aún hablaban con simulado espanto de su madre, lady Eleanor Graves. Lady Eleanor era la única y consentida hija de un vizconde algo excéntrico que le permitió un escandaloso matrimonio por debajo de su clase social; un enlace que los círculos más elevados jamás perdonaron, por lo que Leonelle y Carmentia habían tenido que convertirse en expertas en fingir que no escuchaban comentarios dañinos a sus espaldas. Al menos les quedaba el consuelo de que Lemy todavía fuera lo bastante pequeña como para ahorrarle semejante humillación.

En cuanto a su padre, Jonathan Ingram, procedía de una larga estirpe de soldados que siempre se habían entregado más a su trabajo que a su familia. En su caso, su esfuerzo lo había conducido hasta la lejana India, donde obtuvo el puesto de gobernador de un pequeño y pacífico estado llamado Merala, al nordeste de Calcuta. Cam, que por entonces tenía cuatro años, lo había acompañado con su madre y su hermana Leo en la travesía a Oriente. Disfrutaron de escasos años de paz hasta que un trágico suceso obligó a la señora Ingram y a sus hijas a regresar a Inglaterra, y ese misterio solo sirvió para echar más leña al fuego de las habladurías.

Por si eso fuera poco, Jonathan Ingram no abandonó su cargo, y solo pudo regresar a su país natal en muy contadas ocasiones, convirtiéndose en un mero conocido para sus hijas mayores y en un completo extraño para su tercera hija, Lemy, que nació once años después que Cam.

A pesar de ser una madre cariñosa, lady Eleanor nunca se deshizo del halo de tristeza que supuso vivir separada de su marido, juzgada por sus iguales, y murió a causa de una fiebre que consumió su cuerpo cuando Carmentia cumplió quince años, dejando a las tres hermanas a cargo de su abuelo, el vizconde Graves, que las adoraba.

Ahora, con veinte, Cam se preguntó con pesar cómo se habría tomado su madre la noticia de que su esposo había muerto de forma repentina en Merala cinco largos meses atrás. Resultaba irónico, de una forma triste y cruel, que Jonathan Ingram hubiera sobrevivido sin contratiempos al motín de los soldados cipayos que había arrasado la India para fallecer poco después en un absurdo accidente de caza.

El hecho de que, a consecuencia de ello, sus hijas no tardarían en emprender un viaje que lo cambiaría todo no hacía sino aumentar el dolor de su pérdida.

El estruendo de la puerta al abrirse con brusquedad hizo que se girase, a tiempo de ver a sus hermanas entrar como una tromba en la estancia, enzarzadas en una lucha cuerpo a cuerpo.

—Lemy, ¿cómo puedes tener el cuello tan sucio?

Leonelle, de dieciocho años, se ajustó las gafas para volver a frotar con vigor el cogote de su hermana, de nueve, que no paraba de retorcerse ante las pasadas del delicado pañuelo de encaje. A Cam no le sorprendió que estuviera lleno de hojas y tierra.

—Solo he salido un momento al jardín, a comprobar que Winnifred no había excavado otro agujero en el parterre —respondió la pequeña, con toda la dignidad que pudo conseguir con los mechones oscuros cubriéndole la cara.

—Y te lo agradecemos, querida, desde luego que sí. Eso me recuerda... —Cam escuchó la voz de su abuelo desde el rincón donde había estado dormitando, en un sillón junto a la chimenea, encendida pese al bochornoso día de julio—. He leído en alguna parte que ciertas plantas provocan una urticaria terrible durante semanas con solo acercarse. De lo más desagradable.

Lemy dio un chillido, y Leonelle se apartó de un salto de su hermana para mirar con consternación al anciano vizconde. Luego se volvió a ajustar las gafas, el dedo índice apoyado con firmeza en el puente de su estrecha nariz.

—Tendré que investigar en la biblioteca —murmuró para sí.

Cam se apartó un mechón rojizo de la frente y se alejó del amplio ventanal de la casa de su abuelo, en Belgrave Square, para acercarse a él por la espalda y rodear sus hombros en un cálido abrazo.

—¿Debemos suponer que esas plantas tan detestables se encuentran en Inglaterra, abuelo?

El noble alzó el brazo y le dio unos ligeros golpecitos con la mano, fuerte y sin una arruga a pesar de la edad.

—Ciertamente no, no recuerdo haber oído algo semejante en Londres. —Giró un poco la cabeza para mirar a Cam con ojos oscuros y vivaces y una sonrisa satisfecha—. En la India sí, desde luego. Recuérdame que avise a tu primo Edward en cuanto lo veamos.

—Claro, abuelo.

No añadió que aquello no sería suficiente para evitar que las tres hermanas Ingram pusieran rumbo a aquel lejano país.

Lágrimas y ruegos habían sido desechados sin la más mínima compasión.

Ni siquiera la amenaza real del cólera, el tifus o la malaria habían logrado disuadir a Edward de la firme de decisión de llevarlas con él.

Cam pensó en su primo mientras seguía aferrada a su abuelo.

Tras la inesperada muerte del padre de Cam, Edward Ingram había asumido el puesto de gobernador en Merala, y partiría hacia allí en breve con su nueva esposa. Aquello era de esperarse, teniendo en cuenta que siempre había seguido los pasos de su tío. Lo que sí resultó una sorpresa para todos, en extremo dolorosa, fue el hecho de que Jonathan Ingram hubiese nombrado tutor de sus hijas a su sobrino en lugar de al vizconde, con quien habían pasado gran parte de su vida. A partir de ese momento, las tres hermanas tendrían que someterse a su voluntad.

Quizá, solo quizá, el gobernador había pensado que la mente del anciano caballero no era muy estable, o que era demasiado mayor como para dejar en sus manos el porvenir de tres jóvenes damitas —dos de ellas en edad de casarse—, pero Cam jamás perdonaría a su padre por haberlas separado de su abuelo. Ni a Edward por obligarlas a dejar atrás Inglaterra una vez más.

Sintió humedad en los ojos y bajó la cabeza para depositar un suave beso en la mejilla del vizconde. Así también evitaba la mirada dorada de Leonelle, que estaba fija en su rostro.

Suspiró.

—Será mejor que nos arreglemos para la recepción de esta noche en casa del primo Edward.

Lemy miró el vestido de crespón negro de Cam de forma escéptica con sus ojos de chocolate.

—No se notará mucho la diferencia...

Carmentia se enderezó, llevándose las manos a las caderas, y se permitió observar detenidamente a sus hermanas tras aquel gesto severo. Pese a los años que las separaban, Leonelle y Lemy habían heredado el físico de su padre y se parecían mucho entre sí, aunque Leo era una versión más dorada, con un cabello espeso y castaño y una mirada ambarina, mientras que los colores de Lemy se mostraban más oscuros y vibrantes.

Carmentia, en cambio, de complexión algo más rotunda y con una cabellera pelirroja, se parecía a su madre, y aquello hacía que los ojos del vizconde se llenasen de lágrimas algunas veces.

Enarcó una ceja caoba hacia Lemy.

—La diferencia, señorita, entre llevar un vestido arrugado y sucio, y uno limpio y adecuado para la ocasión, es abismal —respondió.

—De todas formas, me da igual —replicó la niña, con un mohín—, yo no podré asistir.

—Cuando crezcas un poco más, Lemy —intervino Leonelle con dulzura.

Lord Graves miró con cariño a la pequeña.

—Es mucho mejor no asistir. Los bailes después de la cena son terribles para la digestión, querida. Debéis tener especial cuidado con… la polca.

Pareció que incluso se estremecía de horror al pronunciar aquel nombre, y Cam no pudo evitar que se le curvaran los labios en un amago de sonrisa.

—Tendremos cuidado, abuelo.

—Además, siempre estáis preciosas.

Las tres hermanas se despidieron del vizconde con sonoros besos y abandonaron la cálida estancia.

Mientras subían las escaleras, Lemy se adelantó, seguramente en busca de Winnifred, la malhumorada spaniel de su abuelo, y Leonelle se inclinó hacia Cam.

—Nosotras tampoco deberíamos asistir. Solo han pasado cinco meses desde la muerte de papá —dijo en un susurro.

—Lo sé, Leo. —La respuesta de Cam fue un cansado suspiro—. Pero el primo Edward ha insistido mucho y ha dicho que solo será una pequeña reunión entre conocidos. Ya nos perdimos su boda.

Al llegar al descansillo, Leonelle agarró con suavidad la mano de su hermana.

—Ya sabes que no tienes por qué hacer esto, Cam… —Carmentia sabía que no se refería a la recepción de esa noche—. Podrías casarte y quedarte aquí, en Inglaterra. Eso lo solucionaría todo.

Cam devolvió el apretón a Leonelle con más fuerza.

—Ya lo hemos discutido muchas veces. Jamás os dejaría solas.

—Pero… —En la voz de Leo había tristeza.

—Iré con vosotras a la India —la interrumpió—. No hay más que decir.

El capitán Jason Warwick apenas llevaba doce horas en Londres y ya se encontraba de nuevo en un carruaje de alquiler camino a una zona bastante elegante de la ciudad. Introdujo un dedo largo y curtido entre la garganta y el rígido cuello del uniforme de gala para intentar sofocar la sensación de agobio. Sabía que la casaca roja no presentaba su mejor aspecto y que los hilos de oro que colgaban de las charreteras sobre sus hombros estaban algo torcidos, pero no había tenido tiempo para nada más. Luego bajó la mano hasta el bolsillo interior para sentir la forma familiar del guardapelo de plata y se preguntó, con una angustia que ya le era muy conocida, dónde se hallaría Edith aquella noche. ¿También estaría pensando en él? No quería ni imaginar cómo se habría sentido su prometida durante tanto tiempo sin noticias suyas, con el erróneo convencimiento de que había sucedido lo peor.

Después del ataque, Jason había estado desaparecido varios meses, malherido y aislado del mundo. Incluso el propio lord Canning, gobernador general y primer virrey de la India, lo había dado por muerto hasta que se presentó ante él. Con toda la vorágine que sacudió su existencia, Jason no había tenido medios para hacerle llegar una carta a Edith antes de pisar Calcuta. Y, por desgracia, su partida a Inglaterra fue tan inminente que no pudo esperar la respuesta.

Una vez en tierra, había tratado de contactar de nuevo con ella, sin éxito. Tras muchas cavilaciones, concluyó que, en su premura por alcanzar la capital, él había llegado a Londres antes que las propias cartas.

Ahora que estaba en la ciudad, nada de eso importaba ya. Solo quería reunirse con Edith para sorprenderla y rodearla con sus brazos mientras anunciaba que había sobrevivido. Eso, pensó con una mueca, si no la mataba del susto. Siempre la había considerado una criatura casi etérea.

Todavía recordaba su primer encuentro en un baile de oficiales durante uno de sus viajes a Inglaterra. Cuando la vio, ella estaba medio escondida entre otras debutantes más atrevidas, como un tímido ángel. Su candor, su quietud en medio de un mundo que giraba sin parar, habían atraído la atención de Jason de inmediato. Se había acercado a ella con naturalidad, y habían bailado un vals. A partir de aquel día, su cortejo fue muy breve, puesto que él se marcharía pronto del país. Ella era tan correcta en cada una de las cosas que hacía, tan comedida, que su despedida antes de partir a Oriente fue un casto roce de sus labios. El primer y único beso que habían compartido.

Esperaba que ahora las cosas fueran distintas. Tenía tantas ganas de sentirla cerca. Su recuerdo lo había ayudado a sobrellevar aquellos largos meses de dolor.

Un dolor que persistía.

Exploró con cuidado la cicatriz que la bala le había dejado en la sien derecha. Todavía sufría terribles migrañas que, a veces, lo llevaban hasta la inconsciencia. Aunque, por suerte, desaparecían sin más con algo de descanso. Canning lo había enviado de vuelta a Inglaterra para que se restableciera por completo y, antes de zarpar, había prometido que trataría su caso con médicos especializados, pero tenía asuntos más acuciantes de los que ocuparse.

Como dar con Edith y aproximarse a Edward Ingram antes de que abandonara Londres. Durante las oscuras noches de insomnio que lo acompañaron en la larga travesía por mar, una de sus mayores preocupaciones había sido la de no llegar a tiempo para encontrarse cara a cara con el nuevo gobernador. Quizá él tuviera la respuesta a todo el caos que se había desatado en Merala.

Había sido todo un golpe de suerte que escuchase a uno de los oficiales que desembarcó con él en Southampton hablar de la recepción que Ingram ofrecería en su residencia. Jason había realizado el trayecto hasta la gran urbe en tiempo récord, puesto que no podía permitirse desperdiciar la ocasión de presentarse por sorpresa ante él.

El carruaje frenó bruscamente, y tuvo que agarrarse al asiento. Una voz desabrida anunció con sequedad que ya habían llegado a su destino.

Jason sacó las largas piernas del vehículo y depositó unas cuantas monedas en la mano del conductor. Este apenas le dirigió una mirada hosca a través del humo de su cigarro y chasqueó las riendas con dureza para poner en marcha a los caballos en busca del próximo cliente.

La calle parecía atestada de otros carruajes de los que descendían damas ataviadas con elegancia y caballeros que sostenían bastones de brillante empuñadura, que se mezclaban con soldados de rostros curtidos y uniformes impolutos.

Se abrió paso entre la multitud hasta la modesta casa del gobernador. Una vez dentro, lo asaltaron la estridencia de las voces de los invitados, los fuertes perfumes y las notas discordantes de la orquesta, que preparaba sus instrumentos. En momentos como ese, Jason se sentía fuera de lugar en su propio país, y echaba de menos los sobrecogedores espacios abiertos de la India.

El grupo más grande de invitados se encontraba en el centro de la sala. Rodeaban a una pareja que charlaba educadamente con todo aquel que se acercaba a ellos. La menuda joven, de brillantes cabellos rojos, se encontraba de espaldas a Jason, y apoyaba su mano con delicadeza en un hombre que ya debía de haber superado los cuarenta, a juzgar por las hebras grises de sus sienes y las pequeñas arrugas que surcaban su rostro serio y marcial. Daba la impresión de estar dispuesto a lanzar a su ejército contra el enemigo en cualquier momento, sin piedad alguna. Aquel debía de ser el gobernador Ingram. Supuso que la mujer que tenía a su lado era su joven esposa porque había escuchado rumores de una reciente boda.

Se encaminó hacia ellos con paso decidido e hizo caso omiso a posibles conocidos que le impidieran acercarse. Deseaba encontrar algo en la expresión del nuevo gobernador; una mínima señal que indicara que no era tan respetable como aparentaba su porte.

Cuando logró un hueco en el estrecho círculo de cuerpos que rodeaba a Edward Ingram, fijó con intensidad sus ojos índigo en él, hasta que el aludido interrumpió la conversación que mantenía con una mujer de cabellos azabache y lo miró a su vez.

Jason no dejó pasar la oportunidad.

—Gobernador Ingram. —Ladeó un poco la cabeza para intentar que sus ojos quedaran a la par, aunque lo aventajaba en altura con creces—. Soy el capitán Jason Warwick, del Cuarto Regimiento de Fusileros de Bengala.

Cuando los presentes relacionaron su nombre con el del capitán fallecido en la India, se escucharon ahogadas exclamaciones de sorpresa, y algunas damas agitaron los abanicos para recobrarse de semejante impresión. Era evidente que la prensa londinense se había solazado con los detalles de su trágica historia. El gobernador, en cambio, cuadró un poco los hombros ante la brusca interrupción de Jason, pero no dio muestras de sobresalto ni de ninguna otra emoción.

—Capitán Warwick, hace poco que recibí la asombrosa noticia de su regreso de entre los muertos. No sabía que ya se encontraba en Inglaterra.

—He regresado a Londres hoy mismo, señor —respondió—. Y de una pieza, a pesar de todo.

El gobernador lo evaluó con una mirada calculadora, sin inmutarse ante la indirecta.

—Lo mejor será que venga mañana a primera hora a mi estudio para tratar el asunto con más calma.

Jason contuvo un juramento. El elemento sorpresa no había sido todo lo efectivo que cabía esperar porque aquel hombre parecía hecho de piedra. Lo despachaba sin darle más opción que esperar hasta la mañana siguiente para hablar con él.

—Por supuesto —asintió. Dirigió una mirada de soslayo a la mujer pelirroja y decidió intentar alargar un poco más la conversación—: Permítame felicitarles a usted y a su esposa por su reciente matrimonio.

Ingram alzó unos milímetros las tupidas cejas y se volvió hacia la joven que seguía apoyada en su brazo.

—Agradezco su felicitación, pero permítame usted a mí corregirlo. Le presento a mi prima, la señorita Carmentia Ingram.

Jason se giró con desgana hacia la mujer, su atención aún puesta en el hombre que la acompañaba.

Lo primero que vio fue un escote salpicado de pecas y rodeado por una fina tela negra. Ni siquiera se había fijado en que la señorita Ingram iba de luto, pero tenía sentido, puesto que se trataba de la hija del fallecido Jonathan Ingram. Su trato con el antiguo gobernador había sido tan impersonal que Jason no se había parado a pensar en la familia que había dejado atrás. Fue alzando la vista con cierta indiferencia por el blanco cuello y omitió el resto de su rostro hasta que sus ojos chocaron con los de la mujer y lo arrancaron de su ensimismamiento. Eran enormes y estaban enmarcados por espesas pestañas, varios tonos más oscuras que el fuego de su pelo. Sin embargo, lo más impactante era su color: el derecho presentaba una hermosa tonalidad verde, mientras que el otro parecía ser de un enigmático marrón.

Jason jamás había visto unos ojos así. El tiempo quedó suspendido por un instante, y su corazón perdió el rítmico compás de su latir.

Ella parecía observarlo con la misma fascinación.

El burbujeo de unas risas lo sacó de esa especie de trance. El capitán se inclinó con elegancia y acercó los labios al dorso de su mano enguantada, sin llegar a besarla.

—Señorita Ingram.

Cualquier otro pensamiento que hubiera podido dedicarle a aquella mujer de extraña mirada se disolvió al ver aparecer a Edith entre los invitados. Su cuerpo estaba envuelto por un hermoso traje rosado, y sus cabellos, anudados en un impecable moño.

Cuando iba a dar un paso en su dirección, con el pulso acelerado, el gobernador de Merala se adelantó y, tras rodear la cintura de Edith con evidente familiaridad, se volvió hacia él.

—Ahora puede conocer a mi esposa, capitán Warwick. Edith, querida, saluda al capitán.

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2

Cam todavía se estaba recuperando de la impresión de ser atravesada por la mirada azul del capitán Warwick, por breve que hubiera sido ese instante, cuando una escena propia de la temporada teatral en Covent Garden se desarrolló ante sus ojos. El capitán se había vuelto hacia la que era, desde hacía dos semanas, la señora de Edward Ingram. Sus anchos hombros estaban rígidos bajo la casaca de gala; las manos, convertidas en puños que mantenía pegados al cuerpo. Era un hombre muy alto, por lo que Cam tuvo que alzar la cabeza para ver su expresión, o lo que podía atisbar de su perfil. Tenía los labios apretados en una fina línea y había perdido un poco del color tostado con el que el trópico había bañado su piel.

La cara de Edith Ingram no era mucho mejor. Su rostro de muñeca estaba tan pálido que parecía a punto de desmayarse. Se había apoyado de manera inconsciente en su marido, en busca de sujeción, y no fue capaz de realizar movimiento alguno cuando el capitán se inclinó en una rígida reverencia.

—Señora Ingram.

Las palabras salieron con un sonido doloroso y ronco, como si hubieran herido la garganta del capitán al ser pronunciadas. Una afirmación incrédula más que un saludo.

Se llevó una enorme mano al pecho, donde un bultito parecía sobresalir bajo la casaca, cerca de su corazón, y Cam vio cómo los ojos azules de Edith, mucho más claros que los del capitán Warwick, se llenaban de lágrimas.

—¿Puedo preguntar cuándo tuvo lugar el feliz enlace?

—A finales del mes pasado. El veintisiete de junio, para ser exactos, capitán —respondió su primo, aunque estaba claro que la pregunta iba dirigida a Edith.

El gobernador parecía ajeno a todo aquello que no fuera elogiar a su esposa, pero Cam estaba segura de que solo fingía para tratar de evitar cualquier espectáculo. Nada se escapaba a la atención de Edward Ingram.

—He tenido la inmensa fortuna de casarme con la mujer más digna de admiración de todo el imperio británico. Con la sola excepción de Su Majestad, la Reina Victoria, por supuesto —dijo con flema al público en general, que no les quitaba ojo—. No solo por su exquisita belleza, sino por su impecable savoir faire.

—No tengo ni la más mínima duda de que la señora Ingram sabe cómo comportarse en cualquier situación, por muy…extraordinaria que sea. Algo que no podría decirse de mí.

El color había vuelto a las mejillas de Jason Warwick en forma de un bermellón que prometía escaldar a todo aquel que se acercara, y una vena palpitaba en su garganta. Estaba visiblemente alterado.

—En cuanto a la belleza, me disculpará si discrepo en que se atribuya como una virtud. —Fijó sus ojos en Edith, que temblaba como una hoja—. Al contrario, una mujer hermosa y respetable puede ser la causante de la mayor de las traiciones.

A Cam le pareció que el capitán, más que hablar, retorcía las palabras, como si en su interior tuviera un gran horno que ponía cada sílaba al rojo vivo hasta que estas salían disparadas en medio de un calor rabioso.

—Habla usted de la manera más amarga del bello sexo, capitán —respondió su primo sin mirarlo apenas—. Espero que no se deba a un corazón roto por una dama que dejó en la India.

—No hace falta alejarse tanto de Inglaterra para que le rompan el corazón, señor. De hecho, puede suceder en el propio Londres.

Edith se sacudió como si hubiera recibido un golpe, y Cam disimuló un resoplido. El ambiente se había enrarecido hasta tal punto que los invitados de otros corrillos se habían aproximado, ávidos de nuevos escándalos que contar a los menos afortunados que se habían perdido la fiesta —en apariencia insulsa— del gobernador.

No había que ser muy inteligente para darse cuenta de que no era la primera vez que el alto capitán y la delicada dama se veían, y que su historia iba más allá de la simple amistad.

Hacía apenas un mes que Cam conocía a Edith pero, aunque era introvertida hasta el extremo, era casi de su misma edad, y habían congeniado bien. Su nueva prima solo había demostrado amabilidad hacia ella.

Ahora Edith era una Ingram, y estaba viviendo un momento de angustia por culpa de aquel desconocido que había aparecido de la nada, por muy fascinante que resultara su presencia.

Cuando el capitán dio unos pasos hacia la compungida dama, como si tuviera la intención de sacarla de allí a rastras, Cam no se lo pensó dos veces y actuó.

—Aquí hace demasiado calor, capitán Warwick. —Tuvo que carraspear un poco para que el capitán rompiera el contacto visual con Edith y se volviera hacia ella—. ¿Sería tan amable de acompañarme a por un poco de ponche?

Sus ojos índigo brillaron de un modo peligroso, pero Cam sabía que no podía negarse a su petición directa. Se sonrojó un poco ante la adusta ceja alzada de su primo. Ella nunca se dirigiría a un hombre que acababa de conocer con tanta despreocupación. Sin embargo, el alivio que percibió en Edith compensó cualquier vergüenza.

Tomó el brazo del capitán, y se dirigieron a las mesas donde se habían dispuesto fuentes y platos para que los invitados descansaran con un pequeño refrigerio. No cruzaron ni una palabra en el camino.

Ya lo había alejado de Edith. ¿Y ahora, qué?

Cam se vio invadida por una súbita timidez y fue incapaz de alzar la vista más allá de las lustrosas botas negras del capitán. Este le puso una copa de ponche justo debajo de las narices, y sus dedos se rozaron al agarrar el cristal. Cam notó cómo se le subían de nuevo los colores.

—Beba, señorita Ingram —le dijo la voz ronca del capitán—. Parece realmente acalorada.

Aquel tono seco la irritó y le dio ánimos para levantar la cabeza y enfrentarse a él.

Fue un gesto inútil, porque aquel hombre volvía a ignorarla.

Cam siguió su mirada y vio a Edith excusándose ante los invitados, para luego precipitarse al interior de la casa.

Con un ruido seco contra la madera, Warwick dejó su propia copa, dispuesto a lanzarse tras Edith con la fuerza de un tren de vapor. O esa fue la impresión que tuvo Cam cuando se vio arrollada por su cuerpo musculoso al plantarse frente a él, en un último intento desesperado por evitar la catástrofe en ciernes. Se tambaleó bajo el peso de Warwick, y este la sujetó por los brazos para devolverle la estabilidad. La bebida que sostenía se derramó por el suelo, y el cristal tallado se hizo añicos al caer, lo que atrajo la atención de varios sirvientes, que se acercaron presurosos a limpiar el desaguisado. Varias cabezas se giraron en su dirección.

—Disculpe mi torpeza, capitán —murmuró, bloqueándole todavía el paso, con una sumisión que distaba mucho de sentir—. Creo que he tropezado con el bajo del vestido.

Un gruñido bastante agresivo fue toda la respuesta que obtuvo.

Lo mejor era seguir fingiendo que no se había dado cuenta de la tensa situación entre el capitán y su prima política. Permanecer callada, o hablar de algún tema trivial para distraerlo. Lo contrario sería una grosería imperdonable; había ciertos límites que una dama no debía sobrepasar. Jamás.

—Es una mujer casada, como usted mismo acaba de ver.

Cam contuvo el infantil gesto de taparse la boca con las manos después de decir aquello.

El capitán Warwick realizó una profunda inspiración antes de responder, como si estuviera haciendo acopio de toda su paciencia.

—Así que no me equivocaba al pensar que era usted una metomentodo.

—¿Cómo se atreve?

Cam tuvo que exagerar un poco su indignación para esconder un pequeñísimo sentimiento de culpa.

Tampoco se le escapó el hecho de que él no negó su evidente interés por Edith. Más bien parecía resignado a verse obligado a quedarse con ella en el salón, en lugar de seguir a la rubia mujer.

—Es usted la que me ha arrastrado a este rincón para hacerme comentarios indebidos y lanzarse contra mi persona, señorita Ingram.

El capitán debía de superar por poco los treinta años, pero le hablaba con tono condescendiente y aburrido, como si fuera una niña… El mismo tono que usaba ella con sus hermanas cuando quería enfurecerlas.

Y vaya si lo había conseguido.

—Su actitud con la esposa del gobernador ha dejado muy claro que no es usted dado a subterfugios, capitán Warwick. —Se apartó otro de sus díscolos rizos de la cara e hinchó el pecho para parecer un poco más alta, aunque apenas le llegaba a la barbilla—. Deje que yo también sea muy clara con usted: siempre protejo a mi familia.

Él alzó tanto las cejas en g

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